Max Henríquez Ureña
Uno de los poetas que más altas capacidades habían demostrado en la nueva generación cubana acaba de morir, en pleno arborecer. Era, pues, un amado de los dioses, si hemos de creer en la frase de Menandro.
Éralo, sí. Los dioses querían arrebatárselo al mundo y desplegaron para lograrlo el poder de maléficas seducciones, Nuevo Hylas, este efebo tropical de rostro byroniano, quiso reflejarse en la fuente encantada de las fascinaciones de cabellera de víbora. Y rasgando la imposibilidad del cristal de las aguas, emergió la voz sirénica de las mentiras impalpables. “Ven, decían los acentos falsamente seráficos, abandona la visión monótona y grosera del mundo; recréate en recorrer universos de ensueño y verás colores que no existen la tierra, escucharás sonidos que nunca has escuchado, te embriagarán perfumes ideales. Ven, olvida ese existir inútil, fatigoso y rastrero. Ven, tierno y candoroso efebo”. Y ante los ojos adorantes del poeta, aparecía la imagen del sortilegio de las siete seducciones, con caballera viborea, mirada de estrella, rostro de diosa y cuerpo de nube.
Él no pudo decir como Kant: “Soñaba que la vida era belleza. Desperté y vi que es deber. El tóxico que diariamente torturaba su epidermis pasando a fusionarse con la sangre, le impidió tener conciencia del deber. Era muy joven aún cuando se vio arrastrado a la funesta mentira de viajar por universos de morfina.
Vivió pues el ensueño de la belleza, mas no la belleza apolínea y serena que soñó Kant, sino la belleza torturante de las ansiedad malditas y de las atracciones culpables. Fue, casi desde niño, un irresponsable. ¿Quiénes le arrastraron, valiéndose de su carácter débil y tolerante? Lo ignoro, pero en estos tiempos en que oímos hablar de la estética del hachís, del opio, de la morfina y del éter no debemos extrañar que la imaginación ardiente e inexperta de un poeta joven se dejara seducir por la torpe palabra de los bohemios trashumantes que celebran estas anomalías suicidas. Y por eso fue un convidado prematuro al banquete de la muerte.
Podemos llorar hoy al amigo. Al poeta hace ya tiempo que lo habíamos visto desaparecer. Cuando alcanzaba la plenitud de sus capacidades intelectuales, cuando con sus mejores composiciones (Barcos que pasan, El escultor, Cuadro andaluz) demostraba que la exquisita sensibilidad de su espíritu había logrado ya exteriorizarse en una factura correcta y elegante, cuando estaba capacitado, en fin, para producir obras definitivas, obras fuertes y bellas, dejó de cultivar la poesía escrita para limitarse a poseerla en sueños. “Tengo en la mente poemas –decía– que han de culminar en una expresión rara y novísima. Todo un mundo de visiones gigantescas desfilará en esos poemas, pero para escribirlos necesito tranquilidad absoluta. Además, no he madurado todavía el plan. Todas las noches me entretengo en hacer madurar ante mi mente los elementos de mi concepción y oigo la música de los versos incompletos y en desorden”. Debemos perdonarle el involuntario egoísmo de haberse llevado a la tumba esos poemas que todas las noches venían a constituir su deleite. Para escribirlos esperaba tener tranquilidad de espíritu y en las condiciones artificiales de su vida esto era imposible.
Si René López hubiera escapado a las seducciones de una vida ficticia, habría sido el poeta más aristocrático de su generación. La delicadeza espiritual de su poesía era única en la joven literatura de Cuba. Además de esas condiciones temperamentales tenía la aspiración persistente hacia una cultura superior y vasta. René López sabía que el literato no se improvisa y aspiraba a hacerse valer no sólo por su talento, sino también por su ilustración. De ahí la tendencia natural de su verso a rehuir las vulgaridades repetidas por los poetas de antesala, de ahí también su corrección y pureza en el decir.
Esforcémonos porque no se olvide su nombre, teniendo presente no sólo lo que fue, sino también lo que seguramente hubiera podido ser.
Letras 16 de mayo 1909, p. 247.
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