Tristán Marof
Viendo en México conocí a Diego
Rivera y a una de sus mujeres, Lupe Marín. Las conocí a las dos, también a
Frida Khalo. La primera era una morena de ojos verdes en una cara agresiva, de
cuerpo flexible y de una locuacidad abrumadora, pero con ingenio y vivacidad,
al extremo que el pintor Rivera la temía, y se sometía a veces. La segunda, más
discreta, aunque desposeída de las condiciones de belleza de Lupe, fue su
compañera hasta la muerte. Ambas vivían en una misma casa "Tampico N°
8" de un barrio residencial de México. Diego se había divorciado, pero
Lupe se negó a salir de la casa diciendo que era suya.
Prejuicios burgueses, alegó el
pintor, y vivía en el segundo piso. Lupe recibía a sus amantes en el primero,
entre ellos al joven Cuentas o Cuestas y Diego en rueda de amigos dijo que sólo
había dos ingenios: el de Lupe y el de su amante, que era de azúcar...
Diego Rivera a pesar de su
monstruosidad, ciento y tantos kilos de peso, se creía conquistador y hasta
tiró cartas a María Félix, la estrella mexicana del cine, que luego cayo enredada en la música de Lara y
sus millones, el hombre más feo de México desde el tiempo de los aztecas.
Esta crónica la escribí hace
treinta años atrás y nunca se publicó. Hoy sale en el libro de relatos y no la
he variado sino en el exordio.
Muchas veces escribí para el
pintor mexicano Diego Rivera y envié artículos a Fernández de Castro, director
de la página literaria de el "Diario de la Marina", el más importante
de La Habana.
Diego escribía con un lápiz
grueso como si fuera un pincel y sus más pequeños artículos salían en treinta o
cuarenta cuartillas, sin ortografía ni sintaxis. Al día siguiente yo los
corregía y les daba forma literaria. Fernández de Castro, travieso y avezado en
las lides literarias, publicaba los escandalosos comentarios sobre pintores,
escritores y políticos mexicanos con el mayor desparpajo. Luego nos enviaba una
veintena de ejemplares para que los distribuyéramos en los círculos
intelectuales de la capital mexicana.
Muchos querían ultimar al pintor
y muchos darle una paliza. Diego se ocultaba unos días, mientras Lupe Marín
reía a carcajadas.
Una vez salimos de excursión con
Lupe a Xochimilco, uno de los lugares más poéticos y que recordaban el tiempo
de los viejos aztecas con su corte y sus flores, una serie de canales de agua
que se atravesaba en balsas con música y flores, en medio de comidas y de
pulque. Bailamos en una isla y nos divertimos como niños jugando en medio de
los árboles a la escondida.
Lupe me dijo que no lo había
hecho con nadie; me contaba su vida familiar y las extravagancias de su marido,
que él las exageraba para que le temieran, pues siempre asistían a su círculo
cobardes y tímidos que aplaudían a rabiar sus genialidades.
Esta crónica es de primera mano y
no he tratado de rectificarla ni de herir al famoso pintor con el cual conviví
un tiempo. Relato con simplicidad lo que otros escritores no se han atrevido a
hacerlo por temor o por ciertos complejos que brotaban de su incondicional
admiración. Luego los fulminaba con una mirada y la pistola 45 que tenía
dispuesta en el cinto.
Más o menos escribí treinta años
atrás:
El pintor más gordo que he
conocido, de la época antediluviana en la cual grandes batracios se arrastraban
todavía en los caudalosos ríos y en los arroyos dejando sus improntas pesadas
en el suelo. Un cuerpo voluminoso, cabecita pequeña, con rulitos escasos de cabello,
ojos como huevos de gallina, crudos, labios sensuales y gruesos, el cuerpo en
rollos de carne que se aplastan y se encogen a voluntad como acordeones viejos.
Sin embargo, unas manos admirables y en el cerebro un sentido de color y de
gracia como nadie ha tenido en estas tierras americanas.
Es posible que el admirado pintor
reaccione y me insulte, siguiendo su costumbre de atemorizar; inclusive me
calumnie en "jerga staliniana", pretendiendo ser poseedor de la
verdad; desenfunde la pistola mexicana y exclame que me matará sin piedad, como
ya en alguna ocasión quiso hacerlo, pero conozco a Diego y sé que jamás ha dado
un tiro, y la primera en reír será su esposa Lupe Marín, mi amiga deliciosa, la
cual una vez me dijo:
—No le haga caso. Los que lo conocen
no le tienen miedo, pero yo lo domino y me burlo de su genio y de su pintura.
Cuando escuchaba Diego, como
saliendo de un trance onírico respondía con humildad:
—Es verdad, es verdad, "Lupe
eres mi mejor crítico y hasta sabes los trucos que hago. Me rindo: conoces mi
fondo y mi trasfondo..."
—¿Alma?, me atreví a decir.
¿Dónde está? ¿En las vísceras, en el pincel o en esa frondosa imaginación que
nunca descansa y que hace tanto bien como hace tanto mal?
Diego Primavera sonreía. Su
enorme cuerpo lleno de complicadas vértebras y el rostro que se le teñía de un
lejanísimo rubor. ¡El rostro! Era verde, amarillo, los ojos echaban chispas y
caía rendido en la vana tentativa de ponerse de pie. Por fin se incorporaba
trabajosamente y la primera vibración estaba en su lengua de cascabel, el áspid
siempre fresco y rociado con toda la gama de colores de su paleta.
Se creía joven y viejo, de una
vejez estudiada -unos cuantos siglos- por eso conservaba incólume su memoria.
Conoció a los ídolos aztecas, al presidente Guadalupe Victoria, a los
guerrilleros del padre Hidalgo, al tirano Santa Anna, que se proclamó Emperador
de México, a los revolucionarios actuales...
Cacique a su manera, al estilo de
los viejos mexicanos, no admitía crítica ni réplica a no ser que se tratase de
algo muy lamentable: la democracia, por ejemplo. Y entonces el pintor político
se erigía en pontífice cuando alguna vez a su “atelier”, reporteros americanos
venían para cotizar sus cuadros, o cuando se trataba de algo muy ruin que él,
elevado a los cuernos de la luna en su categoría de demiurgo, lo trasmutaba en
virtud, para que los tímidos burgueses y los granujas de la prensa le hicieran
propaganda servil, y las gentes extrañas dijeran a escondidas: ¡Ese Diego, ese
Diego es un fenómeno…!
Un día fui a verlo, estaba de mal
humor y de entrada, me dijo:
—La prensa revolucionaria ha
pretendido silenciarme. Conozco a esos tales por cuales. Aunque los he pintado,
los pintaré de nuevo…
Y su ocupación era pintar, pintar
en las paredes que le daba el gobierno revolucionario, en los muros de
Educación, en los de Agricultura, los frescos más atroces en estilo
apocalíptico y sicalíptico, revolcando a sus personajes en el cieno,
descubriendo las partes pudendas y las intención también arbitrándose el papel de
moralista supremo, juez de la historia, sin apelación, con tal de estampar su
firma en caracteres gruesos: Diego Primavera.
Así aparecieron en todas partes
paneles con los mejores tintes en que se relatan la opresión del siervo y el
sadismo del patrón, la estupidez de los conquistadores y la sabiduría de los
aztecas, raza incomprendida y cruel que significaba por miles púberes y viejos,
vencidos y príncipes que se habían atrevido a dudar del dios sanguinario que
estaba presente en piedra y con ojos de zafiro, reclamando siempre nuevos
crímenes.
—Ahora tratamos de volver a la
barbarie científica —dijo Diego—. No mataremos sino a los extranjeros, y eso
haciéndoles un señalado servicio. Usted, de pronto, puede ser sacrificado uno
de estos días y le aconsejó prepararse bebiendo tequila y mexcalt, pócimas
admirables para el valor. Nuestra revolución se hizo a base de estas bebidas.
—No mata a nadie, ni siquiera a
un gato —interrumpió Lupe Marín— es el monstruo más domesticado de todos los
tiempos. Tiene manía homicida como todos los de su generación pero tiembla a la
idea de ser verdugo, a pesar de que se cree emisario de la justicia. Lo dudo.
Diego se puso a comer un plato de
frijoles y chile, divagando en el espacio. Su mujer Lupe, estaba reducida a
cero. El genio creaba, su mujer se burlaba. Todas las mujeres de los genios han
sido así, cronistas fieles de las debilidades de los hombres.
—Si Diego se hubiese abstenido de
irrumpir en el campo de la sociología como vengador apocalíptico quedaría como
un apreciable pintor. Pero su manía de sangras, su afán de defender la
historia, su historia, su cropolalia, lo sitúan en el género que él eligió.
Mexicano, muy mexicano. Picasso y Dalí son sus rivales, pero él se imponía con
su verba florida y su pistola. Los dos españoles son inocentes pajarillos al
lado de Diego, ornado como está de un paisaje de basílicas, de endriagos, de
vestiglos, de octosaurios y dragones. ¿Lo comprende usted? Toda la obra de
Primavera es sexual desde el comienzo del mundo hasta nuestros días. Cualquiera
de sus cuadros es la representación de un período de la creación del planeta;
planeta, atrabiliario, no responde a reglas ni a escuelas definidas. Primavera
es el fenómeno del siglo y además comunista…!
Lupe Marín me miró con sus ojos
verdes profundos en el marco de su piel morena, la cara espigada como el
cuerpo, graciosa para hablar y sonreír. Le había tocado la fortuna de domar al
monstruo y lo tenía a su voluntad dominante. El monstruo en agradecimiento la
pintó varias veces y muchos retratos suyos se lucen en la “Escuela Preparatoria
de México”.
Lupe Marín de origen tapatío,
nacida en los valles de Guadalajara conservaba el acento y la picardía de su
tierra. Movida por extraña impulsos planetarios aceptaba el rol que le había
acordado la sociedad revolucionaria para captar matices y abscesos, tumores y la
linfa clara que brotaba del pincel del genio. Soportaba enardecida cuando algún
turista o reporteros venía al estudio del pintor para analizar y observar. La
mayoría eran cretinos de editoriales. Entonces se sentía huérfana porque no
hablaba con nadie y sus impresiones quedaban inéditas.
Tenía una triste experiencia de
sus amigos intelectuales que un tiempo merodearon por su casa, resultando
definitivamente “jotos”, es decir homosexuales o pederastas al servicio de la
burocracia, tales como el poeta Salvador Novo, el enorme y cretinísimo
Salvador, el inefable Javier Villaurrutia y otras más que pastaban en los
jardines del presupuesto, en posturas de propaganda para atraer turistas y
literatos extranjeros del mismo oficio...
Oyéndole hablar a Lupe apreciaba
sus dotes perspicaces y su sagacidad cuando mencionaba entre risas a sus amigos
de otro tiempo:
—Decía, relamiéndose, ese
Salvador ha engordado como una vaca y no tiene ni veinticinco años. Se cree un
adolescente y es el “joto” más viejo de su barrio. ¿Lo ha visto usted? Sus
mofletes y caderas de jamona. Escribe con pluma de ganso los panegíricos a sus
enamorados y los versos más sucios. Javier es más refinado y odia en silencio a
Salvador, calificándolo de “joto” de provincia y además ridículo.
–Y esos mozuelos corruptos —pregunté— ¿son los que redactan los discursos y las proclamas de los generales
revolucionarios?
—Desgraciadamente sí. Le sacan
jugo a la revolución y viven de ella.
El pintor Primavera despreciaba a
estos tunantillos y no les concedía piedad, esperando que la revolución social
los exterminase irremisiblemente.
—No puede haber compasión para
estos mariconcillos— dijo, e hizo un movimiento con el pulgar y el índice como
si matara liendres.
Pero volvamos al pintor y a sus
divagaciones.
Uno de sus deleites era la
revolución social aunque no creía en ella.
Para matizar sus ocios se había
adherido por capricho al partido comunista, veleidosamente yendo de un extremo
a otro. Tan lo mismo aparecía italiano como trotskista. No obstante los
succionaba, viviendo de la propaganda que le hacían.
Diego Primavera sentía pasión y
mando de líder. Cambiaba de posición como cambiaba de colores. No le importaba
pasar del amarillo al rojo y al verde, para volver a encarnarse con el menor
pretexto. Tenía sed de sangre y como su sed era mexicana asesinaba por centenas
con la imaginación y el pincel, no dando tiempo al entierro. Debido a esto,
posiblemente, los cuadros que exponía tenían toda la leprosería habitual:
cadáveres, gusanos, gusanos que salían de la boca, de los oídos y de los ojos;
putrefacción en todas partes; pintura primaveral según la expresión de los
críticos…
—¡Esos reaccionarios! —gruñía—
no merecer ni el honor de ser devorados por los coyotes.
Tenía costumbre de hablar en tono
apocalíptico, tratando de atemorizar a sus admiradores incondicionales,
narrándoles las cosas más extraordinarias y falsas, y cuando alguien se atrevía
a argüir le insultaba y hasta le calumniaba, usando ese lenguaje dialéctico que
aprendió en la “Academia de Moscú”.
Tampoco creía en Stalin porque
una vez me dijo, con toda frescura:
—Stalin tiene cabeza de maní y es
más borracho que Churchill. Su dosis, para acostarse, después de ordenar los
fusilamientos, es una botella de vodka. Cuando habla de marxismo se parece a
los mexicanos que están en los cursos elementales. Lenin sabía que era un buen
asaltarme pero nunca creyó en su talento. Se reía de sus escritos y le enviaba
a que se los corrijan. Yo quise hacerle un retrato pero no supe por dónde
empezar, si por la cabeza o por los pies…
No obstante Diego cuando hablaba
en público elogiaba a Stalin y tenía el mismo vocabulario de los académicos del
Soviet: “vendido, traidor, lacayo del capitalismo, falsario, policía, granuja,
espía, cobarde”. Sus amigos pintores eran todos reaccionarios. Y sus insultos
caían como lluvia menuda y penetrante, desafiando a los tímidos burgueses que
se rendían a sus plantas, algunos en cuatro pies.
Diego Primavera, alegaba como un
marxista cabal:
—Los que no conocen sociología y
el espíritu del burgués, pueden criticarme. Yo soy mexicano y aquí nos
insultamos, sacando en “primer término la madre”, luego la pistola, y sobrevive
el que tira primero. Esos adjetivos míos desmoralizan. A los revolucionarios
les resbalan por la epidermis, sabiendo que la moral no existe, que sólo es un
prejuicio y que ha habido tantas morales como los colores de mi paleta.
Y el famoso pintor tomaba asiento
en un taburete, asentando sus enormes nalgas de varias toneladas de peso como
si crease un mundo nuevo y los espectadores estuvieran anhelantes de ver el
resultado…
—Si a mí me dicen las peores
palabras del diccionario —agregó— inclusive las de mayor brillo en la lengua
mexicana como cabrón, bolsiqueador, traficante de cocaína, ¿cree usted que me
indignaría? Jamás. Pero, si los calificativos vienen del partido, ya tienen
algún valor, representan una acusación y su permanencia.
—La “Liquidación” tal vez —le
respondí— la pérdida de la personalidad ¿Qué le digan a usted que es una
especie de Dumas de la pintura?
Diego Primavera tembló, porque el
asunto le parecía serio.
—Yo, —respondió sin rubor— he
pertenecido a todos los partidos, es verdad, desde los más reaccionarios hasta
los super-revolucionarios, pero me parece que la política es eso: ser político,
revolcarse en la tierra…
—Pero, ¿qué es la política?
—agregó— un trampolín cómodo que se lo puede usar a disposición cuando uno
posee talento mediano. La política no es de los grandes talentos, ya lo
demostró el pobre italiano Machiavelo que se moría de hambre y nunca llegó a
ser sino un simple secretario. Sirve la política para hacerse elogiar por unos
u otros y abandonarlos luego, después de que le han dado credenciales.
¡Idiotas! Y también fortuna. Si la revolución mexicana no hubiese sido tan
sangrienta, estaríamos todavía pintando paredes para el vecino, como el
desdichado Hitler en su primera época.
—¿Quiere decir, entonces que la
revolución ha sido benefactora?
—No. Las revoluciones no son benefactoras
jamás: son justicieras. Si encuentran al que sabe servirles lo utilizan.
Poetas, pintores, sociólogos, generales, genios, todos tienen necesidad de
escenario y al encontrarlo se acomodan a él, defecto del capitalismo decadente
que no los descubrió a tiempo.
Diego Primavera tuvo veleidades
trotskistas de las que se arrepintió muy luego. Alojó en su casa al gran
perseguido León Trotsky, para traicionarlo en la primera ocasión. Es decir no
lo traicionó: cambió de papel. Tenía su paleta necesidad de nuevos colores y de
matices. No obstante apareció Primavera tan
fresco como antes, pidiendo su reincorporación al stalinismo porque era parte
de su alma cavernaria y cómplice.
En esa época destiló algunas
frases de sus labios gruesos y carnosos:
–¿Qué le importa al stalinismo
que se lo traicione cuando se lo sirve con fidelidad, dándole crédito? Un
pintor que se adhiere a las purgas es difícil y menos a la esclavitud. Se
precisa tener la pasta de mi querido amigo Alfaro Siqueiros, militar de profesión,
guerrillero por temperamento y pintor por afición. Cuando se es Siqueiros, vése
la pintura con otros ojos. Se imagina que uno vive en el Renacimiento italiano
con filtros, papas y condotieros; se sirve incondicionalmente por el placer de
la sangre. Yo soy Primavera. Varío todos los años como las serpientes y cambio
de pelaje y de ideas con el viento norte y con el sur, con el mar y con el
movimiento del planeta, que no es el mismo en ningún segundo de su larga
historia de milenios de siglos. ¿No piensa usted lo mismo?, se atrevió a
decirme. Trotsky un vencido, un divagador brillante y un teórico del
pensamiento, tenía que ser derrotado por la estupidez y la malicia de ese mundo
nuevo que pretendió crear. Lo creó un comisario de policía. La historia humana
es cruel y si no fuera así no sería historia de los hombres. Stalin, en cambio,
poseía todas las virtudes del mediocre ensimismado y la cabeza de alfiler de
los conductores de pueblos. Por eso no se equivocaron los comisarios rusos al
elevarlo a la categoría de “Jefe Único y Monarca del Planeta”, para que los
escupiera y les diese de puntapiés y el obsequio de un tiro en la nuca.
Me atrevo a hacerle una pregunta
última, sospechando qué es lo que me responderá. Aprovecho la ocasión de que se
encuentra manso y que necesita hablar.
—¿Y por qué esas contradicciones
tan frecuentes en su alma y en su organismo?
—Ya se lo he dicho y me parece
que no me ha entendido usted. Jamás Diego Primavera ha sido dos veces igual. Es
un planeta en rotación: todas las furias y las gracias en una sola estructura.
—¿Gracias usted en las gentes?
—Ahora me doy cuenta de que las
gentes me visitan para verme devorar cabritos y batracios que me brinda Lupe
todos los días en el desayuno. Un ser que se estima, tiene la obligación de no
ser nunca igual. Lo que hoy es verde mañana es mentira y viceversa. Sólo los
fanáticos de las religiones creen que el mundo es eterno, inmanente, creado
exclusivamente para ellos y a su deseo, para que gocen, forniquen y se mutilen
en homenaje a Dios. Yo vivo para el Sol y la Gloria. En la luz y los matices de
mi paleta. Por eso cambio de color, que es como cambiar de piel. Alma no tengo;
nunca la he tenido. Soy por esta razón amasijo de órganos deformes y
monstruosos como la mayoría de los hombres, pero me diferencio de ellos porque
hace siglos que he nacido… Todo lo he gustado, y posiblemente si vivo un siglo
más los biógrafos que se ocupen de mi arte me describirán “elegante y delgado”,
de buen mirar y hasta galante. La actriz de cine María Félix, “esa Casanova con
faldas”, ya me vio así, pero se enredó con el músico Lara que es tan horrible y
lleno de cicatrices, que a su lado yo soy un Adonis. Todo se perdió en un
minuto. Soy el único ejemplar brotado de tierras mexicanas, y debido a eso ya
me consideran en vivo, un monumento nacional. “Julio. Jurenito” debido a la
pluma de un escritor ruso es una pobre biografía de mis arrebatos de pintor y
hombre de acción. Su mérito consiste en que después de ser stalinismo como yo,
se arrepintió en la vejez y lloró delante del público ruso.
Lupe Marín, agradable y bella,
con la piel tostada del trópico y unos ojazos verdes, me sonrió con alegría.
¿Otra vez a Xochimilco? Me hizo un mueca y señas para que me fuera. Me fui.
—De un momento a otro Diego
Primavera puede romper sus cadenas y como animal antediluviano es muy
peligroso.
México 1929
Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n.