Tristán Marof
Eso era en los
tiempos, (la belle époque) como llaman los franceses. La Habanera era un
cabaret de los americanos que disponían a su agrado: finanzas, mujeres, música
y todo lo demás… El pueblo más cordial de la América Latina y el más acogedor,
sin duda entre todos los pueblos del continente, era La Habana. Más tarde se
bañó de sangre y sigue en su afán de ser muy distinto de lo que en realidad es:
cordialísimo, amigo de la broma y de la crítica. Ahora se ha vuelto político y
pretende convertirse en “líder de la revolución”, aunque la rumba es su himno y
todo allí, en esas playas, se mueve a compás de la música y hasta los gestos
más fieros se diluyen en sonrisas.
En ese tiempo visité
La Habana y me topé con sin número de amigos tropicales tan expertos en todo y
de una locuacidad abrumadora.
Recuerdo a don Juan
Antiga médico homeopático, gran señor, dicharachero y libertino a su sesenta y
pico de años, grave y solemne para divertirse a su antojo, curandero y
entusiasta por las aventuras y chascarrillos, poniendo su claro ingenio a
disposición de sus amistades, la mayoría mujeres, y su sangre liviana para
aparecer unas veces monje del Renacimiento italiano, mezcla del Aretino y
Tetrarca, y otras como legislador de sus principios y de la isla a la cual
adoraba.
Fue con él que recorrí
los barrios pintorescos de La Habana a las dos de la mañana. Nos precedía el
embajador de México don Carlos Trejo de Tejada, varón de suficientes hígados y
de esclarecida memoria, descendiente de uno de los Presidentes mexicanos que hizo
historia y reformas al lado del indio Benito Juárez, el más grande de su tiempo
y de su raza; también estaba en la partida el escritor Fernández de Castro, el
cubano más jovial y más gentil con los extranjeros. El cubano tiene esa
particularidad entre las gentes de América: es extravertido, humano y alegre.
En dos segundos le tutea y le invita a la amistad si es que simpatiza con uno.
La Habana que yo conocí, es una de las pocas ciudades de espíritu jocoso que no
padece de angustias y hasta las lágrimas se transforman en risas…
Don Juan Antiga
caminaba a mi lado tieso como una caña de Indias, flexible de cuerpo a pesar de
su edad, vestido impecablemente de traje blanco de lino, cuello duro, corbata
negra y en la nariz unos quevedos redondos y enormes de los cuales colgaban
unos cintajos que se abrochaban en el ojal de la solapa con broche de oro.
Yo, más alto que don
Juan, la barbilla tupida y con aspecto de faquir, los “bolsillos llenos de
poemas y de dólares”, según la expresión del poeta Porfirio Barba Jacob, que
también vivió en La Habana e hizo sus correrías entre sorbos de ron y negritas.
—Apuesto, me dijo don
Juan, que no conoces a las morenillas de La Habana.
—En verdad, no.
—Y te digo, que lo
mejor que tiene este país son sus morenillas, naturalmente fuera de los
mariscos y de sus revolucionarios…
En ese entonces Cuba
estaba gobernada por el siniestro Machado que liquidaba a sus enemigos
arrojándolos a los tiburones.
—Realmente, añadí,
nadie me ha introducido a esos círculos tan elogiados por usted y además que
cuente con un amigo tan elegante y de tantas campanillas.
—¡Oh! Mi dilecto
amigo, el plato hay que gustarlo en su propia salsa y tiene que ser después de
una cena con langosta y muy buen ron.
Luego don Juan me hizo
una larga descripción de las diferentes calidades de negros y negrillos desde
los ñáñigos fanáticos y supersticiosos hasta los jamaiquinos con trompas de elefante;
pero en todo caso los negros habaneros poseían cuerpos flexibles como arco de
violín y piel suave como el marfil.
—Con la explicación deliciosa que usted me ha hecho —le dije— creo que estoy en disposición a gustar esa deliciosa carne negra en su propia salsa y con el honor que se merece.
Don Juan reflexionó
unos segundos y puso cara de filósofo. Cambiase de lentes y voló su imaginación
en la búsqueda de negrillas:
—Ana María, Pagú, tal
vez Suspiro. No sé si estarán en casa. Vamos a hablarles por teléfono. Son
mulatitas de calidad y muy suaves y tiernas. Te recomiendo a Rosalía (me
tuteaba y a ratos volvía a la dignidad del usted). Es admirable y posee un
vientre que es un primor. Y nadie hay en La Habana que le gane a bailar rumba.
Arreglamos la fiesta y
les dimos cita en el “atelier” del pintor Valls, cuyos dibujos y pinturas
trasuntan valores y matices negros, la sorpresa de rasgos psicológicos en el
deleite y delicia de las curvas.
Jaime Valls en esa
época era pintor de éxitos y su taller confortable con tres salas se prestaba a
los cultos esotéricos. Además disponía de un coche lujoso, de una magnífica
ortofónica y licorcillos guardados en el vientre de un muñeco que servía de
cantina.
Fuera de esto el
espíritu de camaradería se notaba al segundo y aún las discusiones enardecidas
las suavizaba con tono cordial y de señor. Cuando llegamos ya estaban
instaladas en los amplios sillones las negritas. Nos recibieron con muestras de
regocijo y ensañando su blanca dentadura. Tenían en la cabeza “foulards” de
colores vivos y sus trajes estaban ceñidos y pegados a sus carnes ardientes del
trópico. Ana María era un poco gruesa, con las caderas amplias y senos enormes.
Rosalía se veía flexible y el color de la piel purificaba con gotas de sangre
blanca; su tinte adquiría así el tono feliz de la mulata sin perder las
ondulaciones de la negra y la palpitación misteriosa de su tierra. Suspiro, la
mayor de todas, llevaba un bazar de adornos en las manos, en el cuello y en las
orejas; temblaban sus senos y los dientes blanquísimos estaban enmarcados por
labios rojos como heridas. Pagú tenía el traserillo rebelde y levantado y unos
brazos como serpientes que deseaban abrazar.
Indudablemente, había
rango y distinción en las negrillas. Se notaba calidad y clase. En los brazos
torneados de ébano, inquietos y suaves llevaban brazaletes y joyas baratas; de
sus orejas pendían zarcillos de perlas japonesas y se abanicaban con plumas de
garza salvaje despidiendo luz y fuego por los ojos que a veces parecían
blancos. Para contraste de la
fiesta también estaba invitaba una “flapper” americana y rubia, de formas
opulentas, pero nosotros teníamos interés en las curvas de las negras.
El pintor Valls puso
discos en su ortofónica, de esos tan populares en los ambientes de América,
mientras el doctor Antiga sabio en curar enfermos con sólo una lechuga y su
mirada, preparaba cocteles mágicos, explica las fórmulas, y su voz, hacía
confidencias, igual que los monjes al preparar sus filtros. Al mismo tiempo la
música sensual desataba las piernas y más de una mano exploraba con suavidad
los muslos de las negrillas…
—¡Que baile Rosalía! —dijeron
todos.
De un ángulo de la
sala brotó el cuerpo cimbreante, cadencioso, lascivo, incendiando el aire con
sus ojos de fuego y la lujuria que se desprendía de sus curvas. Era tal vez la
Josefina Baker o mejor que la artista, incansable en el ritmo, el traserillo
rebelde que llevaba a compás y lo descomponía para encontrar nuevos ritmos que
emergían de sus caderas y del vientre, además el son y el tonito azucarado al
hablar, la chispa y la intención amable y zalamera de Cuba.
—¡Oye chico, no te
vayas a ensuciar!: este cuerpo es tuyo, ven tócame.
Pero Rosalía sin
camisa es otra cosa. La rumba según la expresión y el folklore cubano hay que
bailarla sin camisa. Rosalía sin camisa estaba en la tela del pintor Valls:
fruto sazonado del trópico bajo un sol de fuego junto al mar de tiburones, de
langostas y de políticos. Diez y ocho años: cuerpo de diosa nubia, nariz un
poquito ancha y graciosa; labios de guinda, carnosos y sensuales que se abren a
cada instante para sonreír; senos en flor, terminados en puntas, duros, firmes
y desafiantes. De su cuello de marfil, una línea admirable ondula por la
espalda y se desliza suave hasta abultarse y dar nacimiento a un traserillo
levantado y redondo y brutal. Y su piel fina y sus muslos y sus piernas de
bailadoras de rumba. El vientre de comba y reluciente como un espejo. De ese
vientre brota la rumba; de ahí nace el ululeo como un mar. Los golpes secos y a
compás como las olas al quebrarse sobre las rocas. Baile enloquecedor, lúbrico,
afrocubano que enardece y se convierte en lengua de fuego que acomete e
incendia, que ofrece y rechaza. Se oyen gritos horribles, mordeduras de
serpientes en celo, el espasmo triunfante que a veces es movimiento, quietud,
ternura, furor y delicia.
Y no hay descanso. La
rumba es baile de sexos delirantes; desafío de traseros y vientres que hablan
su lenguaje; espectáculo tan fuerte como la sangre. Se oyen las maracas, el
oboe, el bongo y el cornetín que nos recuerdan cantos y ritos del África. Y las
carnes son pinchadas con alfileres al rojo vivo. Un deseo de vivir, de poseer,
de entregarse locamente. Y después el largo abrazo y el trasero retozón que
viene y va, ondulante, sin descanso. Las caderas se quiebran y las piernas alternan,
el torso vibra y el vientre es un espejo de luces.
Rosalía bailaba
admirablemente y nos arrancaba gritos de júbilo.
Desde el primer
movimiento de entrada hasta el último puso ardor y magia. Y era evidente, según
el viejo Antiga, patriarca y arúspice de la isla: esas caderas sabían
triunfador en el baile y en el lecho.
Los dedos del artista se animaron al catar líneas invisibles pero al instante quebró los pinceles con rabia. ¿Podíase acaso pintar el furor de la danza, el movimiento diabólico y la sensualidad de esta negra? Levantó la copa en alto y a manera de homenaje, exclamó delirante:
—Brindemos por Rosalía
y por la isla. Eso es Cuba: ¡tierra de gente alegre, apasionada, dulce y
tremenda!
Respondimos con la
copa en alto. Había más que baile: un rito, una exaltación patriótica que
empezaba con la rumba y concluía con la muerte.
Rosalía desnuda
paseaba por la sala entre las sombras que la pincelaban y realzaban su piel de
mulata. Bailó muchas rumbas y cayó rendida, los ojos ardidos y anhelante el
corazón para refugiarse en los brazos de todos. Ana María y Suspiro bailaron
también, igual que Pagú, arrojando una a una sus enaguas de seda y sus trajes
en las manos de los invitados como los toreros sus capas en el ruedo. Sus
cuerpos jocundos enmarcaron el de Rosalía.
—Esto es el trópico,
el sol y la luz, la selva y lo que imaginaron poetas y pintores al enamorarse
de paisaje maravillosos: Baudelaire y el ingenuo “aduanero” Rousseau y Gauguin.
En un rincón Fernández
de Castro cortejaba a la “flapper”. Invitóle a bailar pero el ritmo de sus
movimientos no era el mismo. Sus caderas no se partían con rapidez y había algo
de pesado y deforme en su cuerpo blanco y opulento. La rumba no era su baile,
no entendía el misterio de la tierra caliente y sus ojos no derramaban lágrimas
de ternura ni se conmovían.
En la penumbra, un
ahora después, anunciaban nuevos exorcismos. El viejo Antiga nos impuso
silencio. Ahora se oían gritos pausados y a veces exaltados como en las
macumbas; se desvanecían en quejas y lamentos.
Ana María y Pagú
acompañaban el rito de pie y con un cirio en las manos. Una voz de bajo se oía
como si saliera de un cántaro rajado.
Tan, tan, tan, luego
negrillas desfilaron en procesión y se esfumaron en la sombra. Otra vez el
silencio.
En uno de los ángulos
sobre un sofá el cuerpo desnudo de Rosalía se hizo presente al brillo extraño y
rojizo de un mechero de luz que filtraba en la estancia. Aquello era otra
pintura. Ahora se veían sus muslos admirables, los senos pequeñísimos y firmes
y una mancha que sombreaba el sexo. Pintura de Goya, de Manet o de ese
extraordinario Modigliani. Estaba cansada y dormida. Me acerqué a ella y la
besé en la boca, sintiendo al instante sabor de moluscos y de algas marinas.
Entonces sus belfos carnosos me cubrieron la cara, la atraparon, la deshicieron
y me pasó por las venas la descarga eléctrica de la anguila: mezcla de rubor y
de temor, perfume de nardo en la sangre caliente y la perdición del demonio
para siempre en todo mi ser, poseído y aniquilado por el fuego del infierno.
La Habana, 1930 *
Este relato lo
encontré inédito en la valija del poeta Barba Jacob, en México.
Muchos años después,
siquiera treinta o más, La Habana volvió a la rumba al compás de la balas y de
los gritos frenéticos de la revolución, en baños de sangre y centenas de
muertos, fusilados en el Paredón, fríamente.
El viejo don Juan
Artiga, murió muy viejo, después de haber sido ministro de Salud en uno de
tantos gobiernos. Con su clarividencia pronosticó que el país sería arrasado
de un extremo a otro como en los relatos de la Biblia…
1964
Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n.
Dibujos de Jaime Valls
* 1928
Relatos prohibidos, La Paz, 1976, s.n.
Dibujos de Jaime Valls
* 1928
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