Oigo hablar a un pájaro
moteado:
cuacuá.
En la cabeza tres círculos verdes
y los ojitos que abren y cierran la noche.
Las banquetas para los violinistas
y en medio de la pechuga aljamiada
una garrafa saludando como en un minué.
Las levitas y los sombreros
manchados de luna, con alas pequeñas,
corrían a ocultarse detrás de los árboles.
Los violines también detrás de las hojas
crecían escindidos pisados por la escarcha.
El violinista de levita morada exclama:
cuacuá.
Y todos los trombones borrachos en la medianoche
saludaban, alzaban las ventanas,
elevaban por el aire el pelo del violín.
Una pausa y después se oyó:
cuacuá.
Los animales hablaban primero,
el pájaro perfeccionó el diccionario,
la orquesta sólo lo hizo girar, girar,
soltar sus espirales y recogerlas
en la manga con botones heráldicos.
El pájaro en su casaca de abril
nos regaló el lenguaje interpuesto,
el pelo del violín cruzado con el rameado sedoso,
el ojo del pulpo en el ancla al mediodía:
cuacuá.
El violinista con sus pelos angélicos,
impulsados por la orquesta y su tic tac
de escarcha amoratada, saludaba
de nuevo la hoja reverente
y dejaba caer una gota
hidrocéfala con los ojos sangrantes:
cuacuá.
Los señores editores del ÁLBUM HISTÓRICO FOTOGRÁFICO DE LA GUERRA DE
CUBAse empeñaron, hace algunos meses, en obtener nuestra
cooperaciónpara llevar esta obra a cabo, y no pudimos negarnos a sus
instancias,tratándose de tan patriótico trabajo. Dirigiendo y
redactando solosun periódico político, diario, apenas podíamos dedicar
algunas horas cadames al ÁLBUM
HISTÓRICO FOTOGRÁFICO: con esto se conformaron los señoreseditores,
cuando pudieran haber encontrado muchos escritores, máscapaces y menos
ocupados, que hubieran podido desempeñar con mayorlucimiento el encargo
de trasmitir a la posteridad lo más bello, más grandiosoy más
memorable de cuanto ha ocurrido y ocurre en la presente épocaen
la isla de Cuba.
Buscando las causas de la preferencia que nos
han dado los ilustrados editores y distinguidos artistas, creemos haberlas
encontrado, al recordar la buena fe y la imparcialidad que hasta nuestros más
encarnizados enemigos nos conceden: los señores editores del ÁLBUM, que han de fotografiar los
paisajes y las vistas de donde se han verificado los más notables
acontecimientos y han de trasmitir a la posteridad los verdaderos retratos de
los hombres que en ellos han tomado parte, necesitaban un escritor que
refiriese los hechos y tratase de los hombres con la misma verdad con que sacan
las vistas y las facciones los aparatos de Daguerre.
Por desgracia, nuestro escaso talento no puede
reproducir, con tanta verdad como los aparatos de los hábiles fotógrafos, las
imágenes de los hombres ni dibujar tan exactamente los hechos, porque el mundo
moral es más difícil de retratar que el mundo físico y porque, en las
cuestiones de la isla de Cuba, faltan todavía datos para aclarar ciertos
negocios.
Imposible es, por consiguiente, presentar al
público relaciones de acontecimientos, biografías de personajes y otros
escritos, con tanta exactitud como representarán las bellas láminas del ÁLBUM HISTÓRICO FOTOGRÁFICO a los personajes y las
vistas de los grandes lugares: sin embargo, como nuestro deseo más ardiente es
hacer justicia a todos, dando a cada uno la parte de gloria o responsabilidad
que le pertenece, esperamos que nuestro trabajo será bien recibido por las
personas ilustradas que comprenden cuánto importan en obras de esta clase la
rectitud de la intención y el buen deseo de acertar que, hasta nuestros
enemigos, han reconocido siempre en los escritos de
GIL GELPI Y FERRO.
Álbum histórico fotográfico de la Guerra de Cuba
desde su principio hasta el Reinado de Amadeo I, dedicada a los beneméritos
cuerpos del ejército, marina y voluntarios de la esta Isla, con veinte y cuatro
grandes fotografías de los distinguidos artistas Varela y Suárez, La HABANA, Imprenta “La Antilla” de Cacho y
Negrete, Calle de Cuba número 51, 1872.
Recomendamos a nuestros lectores una visita al establecimiento fotográfico de los Sres. Fredricks y Cª para que vean el hermoso álbum regalado al Exmo. Sr. Duque de la Torre, por el ejército de Cuba.
Es un magnífico trabajo, tanto por la belleza de las fotografías hechas por el Sr. Daries, como por la iluminación de ellas a la aguada, debida a la maestría del Sr. Herlitz.
El libro que las encierra es también una obra maestra de delicadeza y gusto.
El laborioso joven D. Manuel Lozano, ha
abierto su establecimiento de retratos al daguerrotipo en la calle del Obispo,
en el almacén del buen surtido de Londres y París, donde por el ínfimo precio
de 4 pesos los hace con sus cajitas con toda la perfección que acreditan los
que tiene a la puerta y sirven de muestra y no dudo un momento en
recomendároslo, mis bellas lectoras, así por la exactitud con que los saca, como
por su finura, delicadeza y educación, y porque al mismo tiempo que tendréis
reproducida vuestra imagen, para regalar a algún olvidadizo a quien sea preciso
hacer que se acuerde, protegeréis a un joven paisano nuestro, como lo hago yo
ahora, si es que de algo puede servir mi recomendación para vosotras.
Hace pocos días escribí, en las columnas de este
periódico, una diatriba contra los perros, la cual me ha valido –a más del odio
de algunas mujeres abyectas– que mi queridísimo amigo Antonio Delmonte,
gacetillero de El País, a quien me
encuentro unido por el triple lazo del cariño, del compañerismo y de la
admiración, me dirija primero un elogio, que no le agradezco, porque desdeño
los elogios de los amigos, y después una censura, que sí le agradezco, porque
me proporciona asuntos para escribir la crónica de hoy.
Antes de entrar
en materia, debo manifestar que los perros, lo mismo que los hombres, pueden
dividirse en dos grupos: los felices y los desgraciados.
¿Cuáles son más
merecedores de la pena impuesta a la raza en general, por el señor Rodríguez
Batista?
Indudablemente
los primeros. Estos, o sea, los caseros, son los más culpables. Ya sean galgos,
ya de aguas, ya de otra casta, tienen más defectos que pulgas. Ellos son los
que desde la alfombra azul, rameada de rosas blancas, donde los piececillos
rosados de nuestras adoradas se despojan de sus chapines de raso negro,
bordados de oro, pasan la noche escuchando las secretas confidencias del amor
conyugal; los que saltan de improviso, al rayar la aurora, sobre la nívea
blancura de las sábanas; los que, al salir de la alcoba nos siguen a todas
partes; los que al sentarnos a la mesa, están pidiendo a ladridos su ración;
los que, a la hora de leer el periódico, se les ocurre siempre trepar a
nuestras rodillas; los que, al ver entrar a nuestros amigos, se abalanzan a sus
piernas; los que, en el momento en que escribimos, ahuyentan nuestros
pensamientos con inesperados aullidos; y los que, al salir a la calle, en vez
de seguir nuestros pasos, nos abandonan por ir tras de las huellas de la
primera perra que han visto pasar.
Al llevar un
perro a nuestro hogar, que sea para que lo custodie, para que lo defienda o
para que nos advierta el peligro; pero nunca para que le abramos, como no lo
abriríamos a muchas personas, el santuario de la intimidad.
Tengámoslo
siempre, con una cadena al pie, junto al tronco de un árbol de nuestro jardín y
próximo a alguna fuente, cuyos surtidores envíen hasta él, por medio de sus
líquidos abanicos, para refrescar sus ardores, lluvia de sus perlas irisadas.
Los perros
desgraciados, o sea, los callejeros, son casi todos, como los niños de las
cercanías de Belén, inocentes... No hacen daño a nadie, ni siquiera a las aves
muertas. Ellos se arrastran, con las orejas gachas y con el rabo entre las
patas, por encima de todas las inmundicias de las calles, expuestos a recibir
en sus lomos puntiagudos los puntapiés de los transeúntes, las pedradas de los
pilluelos o los latigazos de los cocheros.
Están mejor
educados que los otros. Si marchan por la acera, en el momento en que cruzamos,
se pegan a la pared o se arrojan al arroyo para dejarnos pasar. Nunca se
atreven a pedirnos, como los mendigos limosnas, la más ligera caricia. Tienen
conciencia de su estado y no quieren provocarnos náuseas. Ni siquiera se
quejan. Hasta cuando un coche los aplasta bajo sus ruedas sólo lanzan un
aullido apagado que no percibimos.
Desde hace
algún tiempo, esos perros son recogidos, en carros especiales, por los
servidores de la filantrópica asociación. Ya no necesitan introducir los hocicos
helados en los cajones de basura para saciar su hambre, ni sumergir la lengua
amoratada en el agua verdosa de los charcos para apagar su sed. Pueden morir
también, no en mitad del arroyo, sino como los artistas pobres, en uno de los
lechos de su hospital.
Señor Rodríguez
Batista ¡piedad para esos inocentes!
A pesar de lo
expuesto en contra de los perros caseros, he conocido uno, lo mismo que tú, mi
querido Antonio, que pasará a la posteridad.
Un poeta amigo
nuestro lo ha inmortalizado en preciosos versos. Era un modelo de belleza, de
finura y de discreción.
Su blancura era
igual a la del armiño y el verde de sus ojos al de las esmeraldas.
No comía más
que fresas y sólo bebía esencia de violetas.
Todavía, al
recordarlo, siento un calofrío de tristeza en el corazón.
Séale la tierra
leve ¡ha pesado tan poco sobre ella!
Hernani
La Discusión, martes 22 de abril de 1890,
año II, No 256.
Desde hace algunos días se ha fulminado, por
el Gobierno Civil de esta provincia, un decreto de muerte contra los perros que
vagabundean por las calles de esta capital. La medida se funda en el daño que
pueden hacer esos animales, en esta época del año –época en que les ataca la rabia–
a los transeúntes. Es una medida previsora y que, al revés de otras, ha
empezado a cumplirse de seguida. Dentro de poco no se verá un solo perro
callejero. Hasta los de las casas particulares están amenazados de muerte, si
se atreven a sacar el cuerpo fuera de la reja de la ventana o a trasponer el
dintel de la puerta principal.
No voy a atacar la disposición del señor
Rodríguez Batista. Es digna de aplauso y ha merecido la aprobación de las
personas sensatas. El perro, como todo lo que adora el vulgo, es una de las
cosas más detestables de la creación. Sólo me gusta verlos en los cuadros del
Veronés, echados a las plantas de hermosas venecianas, encima de rica alfombra,
donde producen deliciosas manchas de color. Por lo demás, sólo sirven para ser
degollados.
A semejanza de muchos hombres modernos, el
perro carece en absoluto de educación. Basta darle una pulgada de confianza,
para que se tome una legua. Siempre estará saltando a nuestras rodillas,
ladrando a nuestros oídos o ansiando nuestras caricias. Y no consienten que
vayamos a alguna parte sin ir con ellos. Son como esas mujeres que nos matan lentamente
con sus ternuras desenfrenadas. Donde haya un perro, no puede haber nunca paz.
Tampoco consienten en que tengamos predilección por otros animales. Son
profundamente egoístas. Nada diré de su suciedad. Entre la lana de un perro se
encuentran siempre más inmundicias y un olor más nauseabundo que en un
pudrigorio.
La fidelidad de esos animales es una de las
tantas mistificaciones que sufre la humanidad. Es una fidelidad nacida del
temor, de la costumbre o de otra causa análoga. La simple vista del cuerpo
humano produce en el perro un asombro ilimitado, asombro que ha sido estudiado
por algunos fisiólogos. Es un fenómeno como otro cualquiera. Además, cuando la
fidelidad llega al extremo de soportar pacientemente toda clase de golpes y
lamer luego la mano que los descarga, se convierte en bajeza.
Para justificar todavía más la repugnancia que
me inspiran esos animales, citaré los hechos que cualquiera puede comprobar: el
animal más despreciado por los otros animales, es el perro; el perro es también
el más indecente y más cínico de todos los animales: todo lo hace a la vista de
todo el mundo.
Y, por último, se sabe también que los perros
no se aman mutuamente, en lo que se parecen bastante a los hombres. Tal vez sea
esta la causa del cariño que inspira a la mayoría de los hijos de Adán.
Si la medida del señor Rodríguez Batista no
mereciera nuestros elogios por las razones expuestas, los merecía porque está
llamada a producir la muerte de los falderos que se escapan de las piernas de
ciertas mujeres y que, con sus incesantes caricias, les hacen olvidar que han
nacido para ser compañeras del hombre y multiplicar la especie.
¿Verdad, E. y L. y J. y...?
Hernani
La
Discusión, jueves 17 de abril de 1890, año II, No 252.
Cualquiera
creerá al ver el epígrafe de este artículo, estampado sobre el papel en los
días caniculares del mes de agosto, que vamos a incurrir en la vulgar costumbre
de la prensa española de pedir a voz en cuello decretos de persecución y muerte
contra la raza canina de la Europa entera. No somos a la verdad supersticiosos
admiradores, como los árabes, de la independencia y libertad perrunas, ni
querríamos que las calles de nuestras ciudades estuvieran invadidas por perros
enfermizos y vagabundos, como con religioso respeto dejan estar las suyas los
turcos y marroquíes; pero de eso a acostumbrarnos a la idea de pedir
desapiadadamente el envenenamiento y exterminio del animal que desde remotos
tiempos se llama amigo del hombre, media la distancia moral y física que
existe entre las gacetillas impremeditadas a que aludimos, y los párrafos
razonados que nos proponemos escribir.
Siempre hemos
rechazado por instinto todas las inquisiciones, y nunca nos ha parecido liberal
la ley de Lynch ni aun aplicada a los perros rabiosos.
Sabido es que
uno de los proyectos que entraban en la convocatoria de la Exposición Universal,
era el concurso permanente de animales vivos, renovado por quincenas entre las
razas más útiles al hombre; pero el desarrollo de la epizootia en la mayor
parte de los ganados de Europa anuló casi desde el principio este propósito de
la Comisión Imperial, quedando reducido el certamen a la exhibición de la industria
pecuaria francesa, con algún que otro ejemplar de la prusiana.
En las dos
quincenas de abril se expusieron las razas ovinas destinadas a la producción y
al degüello; en las de mayo, las vacas lecheras y las ovejas laneras; en las de
junio, los caballos de tiro y los animales de corral; en las de julio, los
bueyes y caballos de lujo, y en la quincena que acaba hoy le ha tocado su turno
a los perros.
Antes de
decir lo que es una exposición de perros, necesitamos manifestar que en los
países extranjeros no se ven estos animales abandonados como en España por
calles y caminos, arrastrando una existencia escuálida, pestífera y en
ocasiones aterradora. Nosotros no sabemos en qué consiste la diferencia, pero
consignamos el hecho añadiendo que se les tiene por cosa seria, útil y
productiva. Solo así puede explicarse que en algunos países exista una
contribución sobre los perros, que en otros se piense en imponerla, y que en
todos se procure adquirir datos y establecer métodos para mejorar y difundir
las especies. En Francia, por ejemplo, se sabe de una manera oficial que hay
794 869 perros que ganan lo que comen guardando casas decampo; 576 950 que
cuidan rebaños o prestan su servicio en los mataderos; 337 255 que se ocupan en
cazar; 1 431 en guiar ciegos y 534 326 en recrear a sus amos.
Los perros
alemanes, especialmente los de Darmstadt, producen al Estado grandes sumas por
su contribución; siendo de advertir que a pesar de haberse cuadruplicado el
tributo en este último punto desde 1821, hay hoy muchos más perros de los que
entonces había. Todo esto explica, decimos, la atención que en esos países se
consagra a los generosos animales que con tanta usura pagan al hombre siempre
el alimento y cariño que este les da.
La exposición última de
Billancourt no ha sido tan numerosa como algunas que hemos visto en Inglaterra:
aquí han concurrido únicamente unos cuatrocientos perros, mientras que allá se
contaban por miles. Alójanse de ordinario los animales en unos tinglados de
mediana extensión, a cuyos costados corren dos galerías de pequeñas cuadras,
cortadas en su altura media por unos tablones con el fin de que cada perro,
alojado en la suya, ocupe una posición superior al individuo que lo contemple.
Los tinglados contienen razas aisladas, y todos los perros están atados a la
pared de su cuadra con largas cadenas, que les permiten recorrer el espacio con
amplitud. El pavimento está asfaltado y el agua circula en abundancia por el
local, para que los malos olores no turben la inspección detenida de los
animales.
En la primera sala de esta
exposición han figurado los mastines, a quienes su antigüedad en el mundo les
hace de derecho acreedores en todas partes a tan singular preferencia: en esta
familia descollaban los de la raza de Brie, que representa según los
inteligentes, el tipo más perfecto. Seguían después los guarda-montañas, entre
los cuales se distinguían los del monte de San Bernardo con los collares,
carlancas y barrilillos que llevan en sus expediciones, y las medallas que han
ganado en sus respectivos salvamentos. La primitiva raza de esos célebres
perros se extinguió en 1820, como es sabido, a consecuencia de la peste que la
invadió; pero habiéndose salvado uno solo y héchose cruzamiento con él en la
casta leomburguesa del Pirineo, ha resultado felizmente la actual familia, que
aunque menos bella que la otra, la supera en fuerzas musculares y dulzura de
genio. Los perros del monte de San Bernardo atraían la atención del público con
algo de religioso miramiento. Por último, los hermosos perros de Terranova,
esos anfibios que se disputan con los pescados el nadar, cuya nobleza y gallardía
son proverbiales, completaban con la magnífica especie danesa, que cada día se
mejora y embellece, la colección de los perros de estampa.
Visitábanse a
continuación los cazadores, entre cuyas varias familias había ejemplares
preciosísimos. Estos perros son los de mayor valor en el tiempo presente, por
ser también ahora como nunca elegante el ejercicio de la caza, y aun más que el
ejercicio, los adherentes y útiles del cazador. Algunos de esos animales de
castas inglesas que se ofrecían en venta, tenían asignados precios entre ocho y
doce mil reales cada uno: las trahillas particulares no se vendían. Tampoco
creemos que estuviese en venta formal un perro del Sr. Howard, el fabricante
inglés de máquinas agrícolas, sobre cuya estancia se le había consignado un valor
de cinco mil duros. Si algún animal del mundo valiera realmente esta suma , lo
sería con efecto el perro del Sr. Howard, pues su hermosa piel de color de
avellana ensortijada como las de Astracán, sus orejas de un largo y laxitud
asombrosas, sus corvejones altos y fuertes, su vientre seco, su mandíbula corta,
su pecho anchuroso, y la dulzura de sus ojos melados, revelaban esa
aristocracia de sangre y de índole, que se conserva
pura a despecho de las vicisitudes de los tiempos , y que si a venderse fuera,
valdría el dinero en que el capricho se empeñara en tasarla.
Entre las jaurías notables distinguíase la de
la especie de San Huberto, en la cual todos los animales se parecen en figura,
docilidad, fuerza, vientos y perseverancia. Asomarse a una de esas jaurías
parece ver reproducida la figura de un perro en un espejo poligonal; cualquiera
diría que estaban fabricados a mano. Las trabillas de perdigueros, pachones,
sabuesos, lebreles y galgos, eran tan numerosas como apreciables.
Los alanos,
los dogos, los aterradores y los rateros, que seguían después, dejaban bien
puesto el pabellón de su alcurnia hasta en las castas cruzadas que los han
degenerado: en contraposición de ellos lucían su pequeñez, falderos de pelo
corto, grifos y de aguas. El hermoso perro conocido entre nosotros por este
último nombre, no estaba representado allí, si bien es cierto que ni de aguas,
ni de presa, ni de ninguna clase asomaba perro alguno español. Ni perros parece
que nos quedan ya.
Las castas de
lujo doméstico, o como si dijéramos de señora, eran las menos numerosas de la
Exposición; pero en cambio las más cuidadas, las más impertinentes y las que con
mayor ostentosidad se exhibían. Sucede con los perros lo que con las criaturas;
el que es modesto y laborioso, el que es fiel y callado, el que es leal,
prudente y digno en su conducta, duerme sobre las piedras o los troncos, come
berzas y huesos, recibe palos y sofiones, y vive siempre atado a su cadena
acerada; mientras que el holgazán y sin vergüenza, el inepto y parlador, se
alimenta de melindres y pechugas, descansa en cojines de terciopelo con borlas
de oro, habita en saloncillos de seda con puertas de cristales, y hasta tiene
una doncella al lado para acudir a sus caprichos y hablarle de cuando en cuando
el lenguaje hechicero de las monerías y mimos de su ama. Así había en el último
salón diferentes animalitos en miniatura, cuyas desdeñosas miradas acusaban una
profunda tristeza por lo hediondo y poco elegante del local en que, tal vez
accediendo á un compromiso, se encontraban expuestos.
Pero hasta
aquí el lector se está figurando que tal muchedumbre de animales colocados
simétricamente en orden de museo catalogado, y representantes en París de todo
lo más florido de la raza europea, observarían ese tono característico de los
concursos públicos, en que la miaja de educación impide que cada uno se muestre
tal cual es; y, sin embargo, nada menos que eso. Mientras los canes se
encontraban en el silencio de la soledad que precedía a la apertura de los
tinglados, eran notables, efectivamente, la parsimonia y razonamiento de los
exponibles; mas desde el instante en que la concurrencia invadía los salones de
la exhibición, ávida como lo es toda concurrencia aficionada de investigar por
obra y con palabra el objeto predilecto de sus aficiones; y aquí un cazador,
allí un ganadero, en este lado una dama, en el otro el caporal de un
regimiento, comenzaban a citar a uno, a azuzar a otro, a requebrar a este, a
perseguir a aquel; y por una parte enseñando pan, y por la otra levantando
palo, todos los individuos de una clase se veían en el centro natural de su
vida campestre, aun cuando cohibidos por la argolla y la cadena; ladridos por
aquí, lamentos por allá, esperezos a la derecha, riñas a la izquierda; los
galgos que quieren correr, los mastines devorar, los perdigueros seguir la
pista, los falderos que los mimen, las trafullas que se levantan, las jaurías
que huelen a monte y escopeta; porque a todos les hablan su idioma, a todos les
excitan por su gusto, contra todos se ceba la maliciosa inteligencia de los
concurrentes, no decimos exposición, ni orden, ni catálogo, sino cuantas
legiones de demonios sean concebibles en zahúrda infernal desesperada,
atarazando y mordiendo sus propias carnes, no pueden compararse al desconcierto
ronco, chillón, estridente, y más que nada, perruno, que atronaba aquellos
tinglados en que en vez de pasos de recreo ni excursiones de estudio, parecía
que se libraba la batalla de todos los lobos de una sierra contra todos los
ganados y los cortijos de un valle.
Media hora no
más de permanecer entre los perros, y bastaba para que ladrase el curioso; una
línea más hablando de ellos, y quizá ladraría en lugar de escribir el que traza
estas líneas.
José de Castro y Serrano: España en París: revista de la Exposición Universal de 1867, Madrid,
Librería de A. Durán, 1867, pp. 110-11.
Comenzó a sabérselo en la tarde, apenas pasada
la hora de la siesta.
-Se ha suicidado un hombre.
-Han asesinado a un hombre.
-Han encontrado a un hombre ahorcado.
-¿Ahorcado?
-¡Ahorcado! ¡Que bruto!
-Ahorcado con un cordel.
-Ahorcado con una corbata.
-Ahorcado con un alambre.
-¡Un ahorcado!
-¡Un ahorcado!
Entonces llegó a saberlo también la Oficina de
Seguridad y envió al Jefe de Demarcación, acompañado por detectives y hombres
de armas.
-Aquí es.
-Sí, aquí es.
Las culatas de los rifles castigaron la puerta
cerrada y luego la descerrajaron apresuradamente.
En realidad, ahí estaba el hombre ahorcado.
Ahorcado con un alambre, en el centro de su viejo cubo, colgante como una
lámpara.
Y su excelencia el Jefe de Demarcación redactó
para el señor Intendente, acto continuo, el siguiente comunicado:
“Señor Intendente:
De
conformidad con las órdenes recibidas de usted, el día de hoy, a las cuatro de
la tarde, me constituí en el sitio de costumbre, con veinte hombres de mi
mando, para averiguar el resultado del asunto que de algún tiempo acá ha venido
preocupando a esta Dependencia. Como nadie diera respuesta a nuestras llamadas,
abrimos la puerta a golpes. El hombre estaba ahorcado”
Ahora
bien:
Esta historia pasa de aquí a su comienzo, en
la primera mañana de mayo; sigue a través de estas mismas páginas, y cuando
llega de nuevo aquí, de nuevo empieza allá...