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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Reglamento de barberías y peluquerías





 Art. 320. — Los instrumentos metálicos de barbería y peluquería que se utilicen en el servicio público,  como navajas, peines, tijeras y maquinillas, asi como las brochas, con excepción de los de uso particular, después de haberse usado en cada cliente, se sumergirán por espacio de cinco minutos en un recipiente metálico que contenga agua caliente renovada en cada caso, a la que se agregará antes un trozo de jabón o bien carbonato de soda en la proporción de cincuenta gramos por litro de agua. Esta solución no perjudica el temple ni el filo de los instrumentos. Dichos útiles, así como los cepillos, podrían también ser desinfectados sometiéndolos a la acción de los vapores de formol durante quince minutos en un aparato adecuado.

 Art. 321. — Se emplearán únicamente navajas de mango de metal, a fin de que puedan ser propiamente desinfectadas.

 Art. 322. — Se prohíbe pasar por los asentadores las de navajas que no hayan sido previamente desinfectadas, así como el limpiar éstas cuando se preste servicio al cliente, con otro papel que no sea uno especial destinado al objeto, o en un utensilio de goma que se desinfectará como los demás instrumentos.

 Art. 323. — Se prohíbe el uso de las esponjas y de motas, pudiéndose sustituir aquéllas con un poco de algodón u otro material adecuado renovado para cada servicio o con un insuflador las motas. El alumbre u otro astringente que se emplee para la cara sólo se permitirá en forma pulverulenta o en disolución.

 Art. 324. — En la parte del sillón en que se apoya la cabeza, se colocará una toalla o un papel apropiado que se cambiará en cada servicio.

 Art. 325. — Los barberos y peluqueros se lavarán las manos con cepillo y jabón inmediatamente antes de atender a cada cliente; y las toallas, paños, etc., se picarán limpios y renovados para cada persona.

 Art. 326. — Queda prohibido el desempeño de su oficio a los barberos y peluqueros afectados de alguna enfermedad transmisible, asi como prestar servicio en el establecimiento a clientes enfermos de las mismas que no lleven sus propios utensilios, pudiendo en algunos casos negarse a admitirlos, sobre todo a los que presenten manifestaciones cutáneas.

 Art. 327. — -Se lavará diariamente el piso del establecimiento, se barrerá el pelo esparcido por el suelo con un lienzo húmedo, y se mantendrán el salón, los lavatorios, muebles, escupideras, etc., en completo estado de limpieza.

 Art. 328. — Es obligatorio para las barberías y peluquerías tener colocado en sitio visible del establecimiento un ejemplar de los artículos de estas Ordenanzas en lo que les atañe y que proporcionará la Junta local de Sanidad.


 Ordenanzas sanitarias para el régimen de los ayuntamientos de la República, Habana, Imprenta y Papelería de Rambla y Bouza, 1906.


martes, 29 de noviembre de 2011

El abanico de Erasma Domínguez Heredia





 Otro abanico (De la señorita Mallarmé)


 Oh, soñadora, para que me zambulla
En la pura delicia sin camino,
Has de saber, con una sutil mentira,
Proteger mi ala en tu mano.

 Un frescor de crepúsculo
Te viene con cada batir
Cuyo golpe prisionero hace retroceder
El horizonte delicadamente.

 ¡Vértigo! He aquí que estremece
El espacio como un gran beso
Que, loco por nacer para nadie,
No puede surgir ni apaciguarse.

 ¡Siente el paraíso no domado
Así como una risa sepultada
Escurrirse de la comisura de tu boca
Al fondo del unánime pliegue!

 El cetro de las riberas rosas
Estancadas sobre los atardeceres de oro, eso es,
Este blanco vuelo cerrado que tú pones
Contra el fuego de un brazalete.


lunes, 28 de noviembre de 2011

Manuel Gutiérrez Nájera: Historia de un dominó




  ¡Pobre mujer! Tu suerte es parecida a la de aquellos dóminos rotos y desteñidos que ves bailar en medio de la sala. Primero, cuando el raso estaba virgen, atraía las miradas codiciosas en el aparador resplandeciente de una peluquería. ¡Qué terso y qué lustroso era su cutis! La luz resbalaba por él haciéndole espejear suntuosamente. Un hombre lo tomó, cubrió con él su levita negra y se fue al baile. A cada paso, el dominó, perfectamente nuevo, producía un ruido cadencioso, así: frú-frú-frú-frú. Era rojo... ¡como el pudor! Aquella noche cayó en el raso púrpura la primera gota de Borgoña. Ya no era nuevo, ya tenía una mancha, ya no estaba en el aparador, ya valía menos.

 ¡Cuántos carnavales han pasado por él! Durante los primeros años, el dominó, merced a la bencina y los remiendos, estuvo en las peluquerías de primera clase. No cubría más que levitas negras, cuerpos varoniles que salían del baño, cabezas suavizadas con ungüentos aromosos. Al cabo de sus mangas aparecía el guante. Pero luego, a fuerza de gotas de Borgoña y gotas de Champagne, el dominó perdió su lustre virginal, su color fue palideciendo. Los descosidos y los remiendos eran más notables. Los clientes de la peluquería no le quisieron ya y el peluquero lo vendió a una barbería. Su precio bajó: entre los artesanos y los pobres, pasaba siempre por un traje de lujo. Todavía entonces siguió yendo a los grandes bailes; pero ya no rozaba vestidos de seda ni desnudos brazos blancos. Las gotas que llovían sobre él a la hora de la cena ya no eran de Borgoña: de cognac.

 El descenso fue más acelerado. De barbería en barbería, recorrió todos los barrios. Dejó de ir a los suntuosos bailes de teatro, y fue a las bacanales sucias y asquerosas de los cafés y los salones vergonzantes. Ya estaba desteñido. Algunos opinaban que había sido rojo, pero nadie lo aseguraba. El pobre dominó se alquilaba con dificultad, a dos pesetas por la noche. Ya no cubría levitas negras abrochadas, sino raídas chaquetas y cami¬sas sucias. Los cabellos que ocultaba con su capucha olían mal y eran ásperos. Al cabo de sus mangas aparecían dos manos casi negras. El pobre dominó ya estaba encanallado. Olía a gente ordinaria. Ya no rozaba al bailar trajes de seda, sino rebozos y percal almidonado. Ya no le caían gotas de Champagne ni de Borgoña, ni siquiera de cognac; le caían gotas de aguardiente. Una noche sintió el desgarrón de la hoja aguda y larga de un cuchillo, penetrando hasta el corazón que latía abajo. En esa vez la mancha fue de sangre. El pobre dominó estuvo largas horas en la cárcel, y pasó luego al hospital. Allí le desgarraron para vendar la herida del enfermo. Sus compañeros, que se aburrían, colgando de los grasientos y carbonizados clavos de una obscura barbería, oliendo aguas sucias y pomadas rancias, no rezaron por él. Los dóminos no rezan.

 ¡Pobre mujer! ¡Tu suerte es parecida a la de esos brillantes dóminos! Tú no lo puedes comprender ahora: ¡las ideas tristes resbalan por tu cerebro, como resbala el agua llovediza por la seda de una sombrilla japonesa!
 
 

domingo, 27 de noviembre de 2011

Guillermo Cabrera Infante: Una pesadilla con personajes cubanos





 En mi sueño hay sólo tres personajes: dos conocidos y otro desconocido, pero no por mí. Se trata de José Hernández, más conocido como Pepe el Loco. Uno de los personajes es Alejo Carpentier, el otro es Lezama Lima. Pepe el Loco quería ser escritor pero más quería ser un suicida. No logró una cosa, pero sí la otra, y murió aplastado por un autobús delante del cual se arrojó una madrugada.
 El primero en aparecer fue Alejo Carpentier, que llegó, se sentó y no dijo nada. Del interior del apartamento (que tenía al fondo la disposición de mi viejo estudio, al que se abrían ahora unas ventanas francesas) vi venir a Lezama Lima, que me dijo sin otro saludo: "Tu estudio es perfecto para jugar al billar". Seguramente se refería a que mi escritorio estaba cubierto por un cubremesa de fieltro color vino, pues no había otra característica que se pareciera a una mesa de billar. No le expliqué nada a Lezama, que vino a sentarse junto a Carpentier sin siquiera saludarlo. Lezama parecía preocupado solamente porque su enorme puro se mantuviera encendido. No había ninguna conversación entre nosotros. De pronto la sala se convirtió en una terraza con un balcón viejo que recordaba el antiguo balcón de Zulueta 408. Nadie parecía asombrarse de la transformación. En un momento apareció junto a la terraza un automóvil descapotable y pude ver bien claro al chofer. Llevaba el pelo casi cortado al rape, pero de un rubio deslumbrante. No tuve tiempo de asombrarme porque acababa de reconocer al chofer: era Pepe el Loco, que se sonreía de una manera atroz. Parecía conocer un secreto que yo ignoraba; cuando sacó una enorme pistola, el sueño se volvió, como ocurría a menudo, un melodrama violento. "Es Pepe el Loco", dije, pero a nadie asombraba esta conversión y la pistola se hacía más grande. Parecía que solamente yo la veía y ahora supe qué hacía Pepe el Loco: había sido enviado para matar a Lezama, a quien le dije que tuviera cuidado con la ventana por la que emergía la pistola. Pero Lezama seguía fumando: imperturbable fumando su enorme puro. Fue entonces que Pepe el Loco se despreocupó del manejo del auto para comprobar los efectos de sus disparos... que no hirieron a Lezama, sino que acababan de matar a Carpentier, que caía de su silla sin siquiera quejarse: había muerto encerrado en su silencio.


 Tomado de El País, 28/05/2005. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Guillermo Rosales: Patillas de hacha




 La puerta de la barbería de Alipio se abrió a primera hora de la mañana y entró un hombre con cara de esbirro, vestido con un traje de guardia de seguridad de color azul y un zambrán lleno de balas del que colgaba una pistola Star en su funda. Alipio lo vio llegar y sintió que un frío mortal le subía por las piernas y se asentaba en el corazón, que por unos segundos palpitó sin ritmo.
 Era él. Alipio no había olvidado aquel rostro cetrino, las orejas peludas, el diente de oro, el bigotito fino tan a la moda en los años cincuenta. Era él. Treinta años no habían sido suficientes para cambiar sus rasgos fundamentales. Era él. Aquí, en Miami, guardián de seguridad de algún cementerio o tienda de ropas; allá, en Cuba, antes de la Revolución, Ovidio Samá, capitán del Servicio de Inteligencia Militar, con fama de malo, valiente y tramposo.
 Por primera vez en mucho tiempo, Alipio volvió a pensar en su hijo. Ahora tendría cuarenta y cinco años, y con la cabeza que tenía para los números sería un excelente economista o un magnífico contador público. Para eso estudiaba en la universidad cuando lo mataron. Para contador.
 —¿Se quiere sentar? —preguntó Alipio al sujeto—. Hay otro barbero, pero llega a las diez.
 —Yo sólo vengo a afeitarme —dijo el hombre con una voz áspera, que correspondía con su aspecto y su historia.
 —Entonces siéntese. Enseguida estoy con usted.
 El hombre tomó asiento en el sillón de Alipio y cerró los ojos como si se dispusiera a dormir.
 —¿Lo descañono?
 —Sí.
 Alipio tomó la navaja y comenzó a pasarla por el fajín de cuero. Había pasado muchos años buscando a este hombre que ahora tenía en sus manos. Había ido a Jacksonville porque le dijeron que vivía allí. Luego le informaron que estaba en New Jersey, pero allí le dijeron que había ido a Kansas como guardia de seguridad de un club nocturno. Recorrió Kansas con una pistola y una sevillana grande y afilada. Visitó todos los bares, los billares, los antros de mala muerte, preguntando por este maldito Ovidio Samá que en el año 57 había matado a su hijo en una manifestación universitaria. Luego, dejó de buscarlo, pues los últimos informes decían que estaba en Venezuela dedicado al tráfico de estupefacientes.
 Pero ahora el destino se lo ponía en sus manos. Un hijo. Su único retoño. Lo que más había querido en su vida. Y aquel hombre abominable había vaciado un peine de ametralladora en su cuerpo, dejándolo casi irreconocible.
 —¿Quiere que le limpie las espinillas?
 —No se ocupe de eso. Sólo quiero afeitarme.
 —¿Hace mucho tiempo que llegó de allá?
 —Casi treinta años —respondió el sujeto—. Fui de los primeros en salir. ¿Y usted?
 —Yo llegué más tarde —dijo Alipio—. Creí en aquello al principio, pero después me desencanté.
 —Así le ha pasado a muchos.
 No hablaron más. Alipio aplicó la crema de afeitar, pasó la brocha, y con la navaja en su mano comenzó a perfilarle la patilla derecha. Éste también era un buen momento. Un poco de presión en el brazo y aquella cabeza caería sin vida sobre la sábana blanca. Pero, ¿y después? Nadie creería que fue un accidente. Nadie tampoco justificaría aquella venganza que duraba treinta años.
 Alipio pasó limpiamente la navaja por el carrillo derecho del hombre, y luego se percató de que tenía un lobanillo en el mentón e hizo prodigios de pulso para esquivarlo.
 El hombre se mantenía callado, con los ojos cerrados, como disfrutando intensamente del frescor de la crema y el agradable corte de la navaja. A partir de ahora, cualquier momento era bueno para Alipio. Treinta años. Treinta años. Pasó a la otra mejilla y la descañonó con tres cortes precisos.
 —El bigote, ¿lo quiere así o más corto?
 —Así está bien —dijo el hombre—. Siempre he llevado el bigote a lo Arturo de Córdova.
 No obstante, Alipio tomó unas tijeras y cortó algunos pelos del bigote y la nariz, además de recortar también las pobladas cejas del cliente. No podía. Ahora se daba cuenta de que no podía. Nadie entendería aquella historia. Pasaría el resto de su vida en chirona y, lo que era peor, vería correr la sangre que, aunque era sangre de esbirro, contaba lo mismo a la hora de rendirle cuentas al Cielo.
 Terminó. Secó la cara del hombre con una toalla limpia y le quitó la sábana del pecho. Luego le extendió un espejo y éste se miró en él unos segundos.
 —¿Satisfecho?
 —Más o menos —dijo el esbirro.
 —Son tres dólares.
 El hombre sacó una cartera y extrajo un billete de a cinco.
 —Guárdate el resto —dijo.
 —Gracias —musitó Alipio con el rostro sombrío.
 El hombre fue hasta el espejo grande de la barbería y se arregló bien el cuello de la camisa y la corbata. Luego dijo:
 —Vine aquí porque me dijeron que usted me buscaba para matarme.
 Pero matar no es fácil. ¿Ahora se da cuenta?


 Tomado de Revista Encuentro, no 47, invierno 2007/2008.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Reinaldo Arenas: De modo que Cervantes era manco



              

 De modo que Cervantes era manco;
sordo, Beethoven; Villon, ladrón;
Góngora de tan loco andaba en zanco.
¿Y Proust? Desde luego, maricón.

 Negrero, sí, fue Don Nicolás Tanco,
y Virginia se suprimió de un zambullón,
Lautréamont murió aterido en algún banco.
Ay de mí, también Shakespeare era maricón.

 También Leonardo y Federico García,
Whitman, Miguel Ángel y Petronio,
Gide, Genet y Visconti, las fatales.

 Ésta es, señores, la breve biografía
(¡vaya, olvidé mencionar a San Antonio!)
de quienes son del arte sólidos puntales.


                           
                        (La Habana, 1971)


martes, 22 de noviembre de 2011

Arístides Fernández: La cotorra

 
  


 En una vieja tabla puesta sobre el palanganero de hierro, la cotorra picoteaba los restos de una fruta. Con un sonido bajo y áspero mostraba su satisfacción, sacudía el plumaje con movimiento brusco y ruidoso. Cansada de atacar la fruta, cogía con la pata las semillas y con el duro pico trituraba el hueso en busca de la almendra. Parecía una vieja sesuda delante de un plato exquisito.
 Una sombra larga y quieta se proyectó en la puerta de la habitación, interceptando la claridad. El animal tuvo un sobresalto, receloso dejó de comer y miró fijamente la puerta; un sonido de gallina inquieta se repitió en su garganta como un estribillo, y balanceándose sobre las cortas y nada graciosas patas daba vueltas sobre la tabla. La sombra avanzó por toda la habitación en busca de la otra puerta, atravesó el cuarto a lo largo, indiferente, como ignorando el bicho. Al pasar junto al animal, éste se quiso tirar de la tabla; el hombre no le dio tiempo, de un papirotazo la lanzó al suelo sin interrumpir su camino. Patas arriba la cotorra sobre el mosaico, gritó de rabia impotente; su garganta dejó escapar una serie de chillidos ásperos y penetrantes. El hombre respondió con una carcajada. Derrengada y con las verdes alas extendidas buscó refugio bajo la cama. Escondida dentro de un cajón debajo de la cama, comenzó a chillar, a chillar sin parar. El hombre se acercó al lecho y dándose puñetazos sobre el torso desnudo gritó exasperado:
 —¡Cállate, condenada! ¡Animal del diablo! Cállate o te aplasto. Tus gritos me exasperan, crispan mis nervios, me torturan. ¡Diez años ha que eres mi pesadilla, diez años que me persigues como la sombra de un mal espíritu. Sin embargo, te he dejado con vida por odio feroz que te tengo, porque siento placer en martirizarte! ¡El verde de tus plumas enciende de furor mi sangre! ¡Cállate...! ¡Cállate...! ¡Cállate...!
 El perico dejó de gritar y la sombra del hombre se retiró por los cuartos, oscuros y cerrados a la claridad.
 El hombre se debatía en el suelo, todos los objetos revueltos se amontonaban en las habitaciones, el escaparate con las puertas violentadas, regada por todo el cuarto la ropa; el hombre espiaba un rayo de luna a través de la ventana. El hombre amordazado y amarrado de pies y manos era un bulto más en la confusión de tanta ropa regada. Pensó: «Faltarán dos horas para el amanecer».
 Dio un suspiro y esperó con la vista fija en los cristales del ventanón.
 A poco se quedó dormido.
 Cuando despertó, el sol estaba muy alto, un rayo brillante y dorado jugaba en los mosaicos. El hombre fijó la vista en la entrada del cuarto vecino; quiso gritar, pero la venda que le amordazaba la boca se lo impidió.
 Una sombra pequeña y de vacilantes pasos avanzaba por el cuarto vecino, vacilante como un cangrejo. La cotorra caminó hasta la entrada de la habitación donde el hombre se debatía. Se paró en el cuadro de la puerta y esponjeó sus plumas con una sacudida nerviosa. El cuello rojo brillaba como escarlata, el pico duro y amarillento como marfil. Inició un sonido bajo como un cloqueo, avanzando un pasito. Luego, quieta y silenciosa, miró al hombre, con la cabeza de medio lado inclinada. El ojo redondo e inmóvil miró fija y largamente, la mirada se hizo dura, sangrienta, irónica. El hombre sintió un estremecimiento de terror.
 El ojo redondo era como un metal encendido. El animal comenzó un canto guerrero y de satisfacción, y sobre sus cortas patas se acercó al hombre.
 El hombre quiso aplastarla con los pies, pero el pajarraco con un revuelo evitó el peligro, y, triunfante, se posó sobre el pecho del que en el suelo se debatía impotente.
 El hombre quiso rodar por el suelo. La cotorra, volando, se posó en la cabeza y afianzándose con las garras en las negras greñas, hundió su férreo pico en los ojos del hombre; por dos veces repitió la operación, y cuando saltó al centro de la habitación, dos agujeros horribles sangraban en la cara del hombre.
 Luego comenzó una danza triunfal, chillando agudamente entre los gritos de dolor del hombre.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Broma macabra II




  Búscase la excéntrica anciana millonaria en cuya residencia se escenificó la broma trágica.

 Un revuelo incesante de las autoridades, periodistas y fotógrafos, centralizó anoche, la lujosa residencia situada en 1ra 244 entre 24 y 26, reparto Miramar, que ocupaba la excéntrica anciana Elizabeth C. Ford, con motivo de la sensacional noticia, que había aparecido el cuerpo de una mujer atravesado por un impresionante punzón en la escalera de la casa y muy cerca otro cadáver de un individuo, balanceándose al compás de una danza macabra.
 El policía de recorrido se puso en comunicación telefónica con el jefe de la Demarcación de la Tercera Estación Henry Pérez, el cual con varios agentes y carros perseguidores se dirigió al lugar y ya frente a la puerta de la residencia pudieron observar los cuerpos.
 Alguien llegó entonces a la conclusión que se trataba de un homicidio y suicidio. La mujer aparecía vestida, cubiertos sus pies con magnífico calzado al igual que la otra víctima, es decir, el hombre, con un traje limpio y nuevo.
 Pero aquello que movió  a una caravana de curiosos, policías, periodistas y fotógrafos quedó al descubierto, y se pudo saber la verdad. Se trataba de una broma trágica. Aquellos cuerpos, uno que aparecía con manchas de sangre y otro colgado eran ¡muñecos de trapo!
 La dueña de esta residencia, lugar del suceso es la ciudadana norteamericana Elizabeth C. Ford, que cuenta más de 66 años de edad, mujer que ha originado vivísimos comentarios en la Crónica Roja, dueña de un capital fabuloso, y que dedicara el mayor tiempo a la esmerada crianza de perros, para lo cual cuenta con la ayuda de numerosos criados.
 La señora Ford hace años contrajo matrimonio con uno de sus sirvientes nombrado Daniel Darío Rodríguez de 25 años de edad, lo que provocó un escándalo social.
 Tras un cúmulo de incidentes y una serie de hechos anormales, la señora Ford se divorció de su esposo Daniel, lo que volvió a dar origen a distintas informaciones y comentarios a la actitud de la ciudadana norteamericana.
 Este hecho ha puesto sobre el tapete de la actualidad a la expresada señora Ford, porque aparte de la broma trágica ya descrita, no se ha podido localizar a esta rara mujer, la policía se encuentra investigando si es cierto que abandonó el país, o la otra versión, que se encuentra en la Habana atendida por el veterinario.

 Localizada, en la clínica de perros, la anciana que se estimó estuviera secuestrada.

 Al llegar a esta clínica, situada en San Lázaro 862, bajos, entre Marina y Venus, los periodistas y policías se encuentran que efectivamente Elizabeth se hallaba recluida en una de las últimas habitaciones de esa clínica, durmiendo en un sucio colchón y como acompañante un perro de gran tamaño, de raza Gran Danés, al que pusieron el nombre de ‘Leopoldo’.
 Poco después la policía interrogó al Dr. Soto, manifestando éste que la señora se encuentra recluida desde hace 8 meses, pero que jamás la tuvo secuestrada, ya que el juez de Marianao tiene conocimiento de su reclusión, desde que tuvo un incidente con el joven Daniel. Agregó que a su juicio la señora Ford, padece trastornos mentales.
 La señora Ford, al ser interrogada, manifestó que estaba allí para curarse de la lesión que presenta, es decir, fractura en una pierna, que le causó su ex esposo Daniel, que estaba allí por su voluntad, pero que no estaba secuestrada. En el curso de la conversación daba muestras de persona desequilibrada y hacía mención constante de que era perseguida para darle muerte, aunque no señalaba la persona determinada.
 El capitán Henry Pérez trata de localizar a Daniel y al apoderado de la anciana para interrogarlos y presentarlos ante el juez correspondiente, para determinar qué persona y con qué propósito colocaron en la casa abandonada los maniquíes.
 Se espera que de un momento a otro el activo capitán Henry Pérez  aclare definitivamente este misterioso suceso.

 Vivía en la más completa indigencia en la clínica de perros, pese a que recibía $ 1200 mensuales de pensión. El veterinario recibía cinco pesos diarios por atender y cuidar a su perro “Leopoldo”.

 Esta tarde fueron presentados en el Juzgado de Instrucción, el veterinario Dr. José M. Soto, dueño de una clínica canina que existe en San Lázaro 862, y su esposa Josefa Romero, por estar acusados del secuestro de la anciana norteamericana Elizabeth C. Ford, de 66 años, propietaria de una casa situada en Avenida 1ra, Miramar, en cuyo hogar personas hasta ahora desconocidas, llevaron a cabo, con fines ignorados, una macabra broma, al colocar unos muñecos aparentando que se trataba de una mujer asesinada y de un hombre ahorcado.
 La anciana Ford recibe mensualmente una pensión de $ 1200, además de poseer una finca en Bahía Honda, terrenos en Santa Fe y residencia en Miramar, pagando al veterinario Dr. Soto $ 5.00 diarios por el cuidado de su perro “Leopoldo” en la referida clínica.

  
 La anciana, pudo saberse hace unos ocho meses testó a favor del Dr. Soto, con lo que no estuvo de acuerdo su apoderado, el Dr. Juan Silva, por lo que él le puso pleito.
 Al ser interrogada la anciana, acusó al veterinario y a su esposa de tenerla secuestrada, afirmando que quería volver a su casa y que se lo impedían, así como que sospechaba que querían matarla.
 Por su parte, el Dr. Soto declaró que había dado alojamiento a la anciana Ford por haberlo solicitado así ella, ya que le dijo que temía que la mataran en su casa y además quería que atendiera a su perro, nombrado “Leopoldo” con el cual dormía en la cama.

 La excéntrica anciana será instalada nuevamente en su residencia del reparto Mirarmar, por disposición del Juzgado. 

 Fueron remitidos al vivac por el tiempo que marca la ley, el veterinario Dr. José M. Soto y su esposa Josefa Romero, acusados de tener secuestrada en la Clínica de Perros, situada en San Lázaro 862, a la anciana Elizabeth C. Ford.
 Por este hecho se erradicó la causa No. 271, estimando el Juez Carlos Roig que existen suficientes indicios de culpabilidad, por lo que se ordenó la prisión preventiva de ambos acusados.
 El Dr. Soto fue remitido al castillo del Príncipe y su señora a la cárcel de mujeres de Guanajay.
 Por su parte, la anciana continúa ratificando que la tenían secuestrada y que le habían dicho que estaba condenada a muerte, desconociendo por qué motivo se le maltrataba.
 En la cama donde se encontraba la anciana Ford, sobre un mugriento colchón, se encontró también a su perro “Leopoldo”, raza Gran Danés. La anciana pidió que se le devolviera a su residencia en Miramar, donde en compañía de su criada y de su perro, podrá permanecer tranquila.
 Por documentos oficiales se supo que la señora Ford se nombra Elizabeth Carrie Ford, nombre que adquirió al contraer nupcias con un súbdito inglés, siendo natural de Florencia, Italia, y habiendo nacido el 26 de noviembre de 1888, teniendo actualmente 67 años y habiendo llegado a Cuba en el 32. Compró su casa actual en 1944 por $ 19 000.
 El Dr. Soto declaró que hace 15 años la atiende, habiéndose dedicado a la atención de su perro, sin que lo guiara otro propósito, pues siempre le pagó sus honorarios con generosidad. Agregó que en agosto del 49 hizo, en unión de la anciana, un viaje a Miami, llevando a su perro “Leopoldo” para atenderlo con auxilio especializado. Hecho que es corroborado por un testigo que afirmó haber visto paseando por la ciudad floridana y por las playas, al Dr. Soto, en unión de la anciana Ford, en trusa, con su perro.
  
  Habla el ex-esposo.

 Hizo su presencia el joven Daniel Darías Rodríguez, de 26 años, que reside en Monte 914, quien manifestó que estimaba que en el secuestro estaban complicados Soto y su apoderado Juan Silva, quien se casó con la anciana porque esta quizo hacerlo en muestra de agradecimiento por haberla atendido solícitamente en varias ocasiones en que ella estuvo enferma. Estima que todo fue una combinación de Soto y Silva para evitar que la fortuna de la señora Ford pasara a su poder, ya que habría testado a favor suyo, lo que impidieron aunque él tiene pendiente una apelación.

  El País, 1950. 

¡Un crimen!



 
  Manuel Márquez Sterling



 Nuestra sociedad es hondamente impresionable: los crimenes la estremecen y las modas extravagantes la vuelven loca. Presta una misma intensidad a sensaciones distintas; su espiritu gira,  con violencia, obedeciendo a un mismo impulso, a un solo instinto, pasional aquí y trágico allá. La novela de folletín constituye, entre nuestra clase más elevada, una necesidad como el comer; y de  ahí que muchos cerebros se nutran de lecturas hinchadas y malsanas. La política le interesa poco cuando nada ofrece digno del drama montepinesco; los ciudadanos representantes pasan inadvertidos, y se les hace poco caso, si son actores medianejos de una comedia lánguida, aburrida, somnolienta.
 ¡Un crimen! ¡Cómo agita nuestra neurosis tropical un crimen! La escena es rápida y violenta; la memoria la recuerda íntegra, con toda su luz, y a ratos la reproduce; el cerebro, jugando el papel de máquina fotográfica conserva, por algunos días, el sangriento negativo. Los periódicos son devorados por la multitud;  se habla de la víctima como de una persona de la familia; se ensalzan su belleza y sus virtudes; y se llora, la horrible desgracia, usurpando inconscientemente, en el desenlace del drama, el lugar que corresponde a los dolientes. Un iris fúnebre descubren en el cielo todas las miradas; y dos colores hieren los nervios ópticos de la muchedumbre: el rojo de la sangre y el negro de la muerte.
 En estos días, el asesinato de una niña, cometido por un hombre fiera, ha sido un vértigo. La indignación, tomando las formas del odio, agitó el sentimiento público; y las investigaciones de la prensa han sido pocas para saciar la sed inagotable de noticias experimentada por nuestro pueblo. El criminal fue objeto por parte de la muchedumbre de una manifestación nunca vista en Cuba, y la ley de Lynch, convertida por un instante en terrible tentación de la vindicta pública, determinó al fin un estado de conciencia.
 La policía con grandes esfuerzos salvó, para la sentencia de los tribunales, al monstruo; y la multitud, poco satisfecha de su debilidad, rodeo la prisión del criminal rugiendo con rugido pavoroso.
 Una pobre mujer, enloquecida, histérica dirán los médicos, atravesó las calles gritando sin cesar: «Lo he visto, lo he visto. Sus ojos son ojos de pantera. Su mirada causa espanto y dolor. Quise arrancarle la vida y no pude!» Era de  noche. La obscuridad y el silencio se tragaron sus palabras y la histérica desapareció en las tinieblas.
 Un sabio anónimo, contemplando al criminal, hizo observaciones de orden psicológico, ligeramente ribeteadas de un suave lombrosismo:
 -Vea usted esos ojos: una gota negra en un huevo rojo; su mirada es fija, como si el miedo, no el remordimiento, la paralizara. En el fondo de esa gota negra, sin expresión humana, diviso un átomo de sangre, como si el recuerdo de su crimen manchara su retina; como si, al verse atado por la justicia, no pudiera ver otra cosa que sangre. Vea usted esa sonrisa de odio: el odio tiene una sonrisa que da miedo, una sonrisa que amenaza, una sonrisa que casi es un juramento...  
 El orador se inspiraba poco a poco y su oyente, que no tenía nada de filósofo, no lograba ver lo que iba indicándole aquel discurso a sotto voce:
 -Yo no pongo en duda el acierto de la policía en este caso; y créame usted que, aunque no soy partidario de la pena de muerte, a ese hombre le daría garrote sin remordimientos de conciencia. A un asesino de esta clase, se le debe borrar de la humanidad, corno se borra, en un escrito, una palabra equivocada. La antropología criminal, que es una maravilla, nos indica, previendo sus consecuencias, los errores de la naturaleza, los corazones que esta pone en cuerpos humanos, olvidándose de que esos corazones los tiene ella para los tigres. Pero la humanidad es muy imbécil y no se cura jamás en salud: espera a que la hieran para defenderse del enemigo común...
 Reflexionó un instante; convocó a un congreso mental la representación de todas sus lecturas; y de un caos de entendimiento, arrancó estas digresiones:
 -Los hombres somos así: vivimos de sofìsmas, nos regodeamos con las más absurdas utopías y cerramos los ojos a la ciencia experimental, a la verdad antropológica. Si estuviéramos socialmente organizados por un criterio puramente científico y altruista, la criminalidad no tendría a su disposición tantas víctimas.
 Los criminales son degenerados, y de los degenerados, criminales o no, es preciso cuidarse. Lombroso señala la calvicie como un signo importante de degeneración: la policía debe vigilar a todos los calvos, y en especial a los calvos jóvenes, a los calvos prematuros. Aquello que es anómalo en una raza, revela aptitud para la criminalidad. Un ruso lampiño, tiene que ser degenerado; una nariz aguileña, en un pueblo de narices chatas, gusta,  cuando menos, del olor de sangre. Ay, amigo mío, y no quiera usted ver, en los días de su vida, una oreja en asa. Ese es un signo en el que coinciden todos los  antropólogos. Si yo tuviera autoridad para ello, examinaría las orejas de todos los ciudadanos: «aquí hay un criminal», diría cada vez que encontrara una oreja en asa; y le pondría a buen recaudo, para tranquilidad del vecindario. Dicen los sabios que casi todos los criminales tienen las orejas enormes; y ya usted ve que lo primero que en esta fiera del Vedado se observa, es la irregularidad de sus orejas, orejas tan extrañas que dan a su cabeza el aspecto de una taza... La mandíbula inferior de ese energúmeno, parece una cuchara envuelta en trapo negro; y los ojos, como puñales que asoman por la herida repugnante de una arruga de la piel, están diciendo: «yo he sido el asesino, yo he sido el asesino».
 Cuando los últimos espectadores se retiraban del vivac, convertido en jaula por una noche, la aurora quería romper la tosca negrura del cielo; y una corriente de aire tibio, inflaba la imaginación de los trasnochadores. Cada cual se dirigió a su cueva, a dar reposo al pensamiento y a la indignación. La filosofía había dado un paso, en el alma del pueblo, y un estímulo de terror impresionaba las almas perversas en quienes la degeneración va  preparando el crimen de mañana. Los repórters de los periódicos, unidos por la molestia del oficio, comentaban el hecho en mitad del arroyo; y unos fìlosofaban en la embriaguez del sueño contenido,  mientras otros convenían en que los días muy calurosos son los de más trabajo, porque aumenta la criminalidad.
 Misterios de la naturaleza, que la escrupulosa observación del hombre va descubriendo... Cuando el desorden social se encrespa, y una ola de escepticismo inunda las almas, el corazón del pueblo se entumece, abatido por un cansancio moral perfectamente explicable; las conciencias chocan y el choque repercute al parecer en los degenerados. Por eso, el estremecimiento de un crimen sucede al dolor de una gran decepción; y no sería extravagancia señalar el hecho de que en las explosiones de felicidad popular, el cuchillo del homicida permanece oculto. La alegría de una gran victoria espanta el crimen; y reaparece con las hondas tristezas de la realidad indómita.


 Alrededor de nuestra psicología, La Habana, 1906, Imprenta Avisador Comercial, pp. 29-37.