¡Pobre mujer! Tu suerte es parecida a la de aquellos dóminos rotos y desteñidos que ves bailar en medio de la sala. Primero, cuando el raso estaba virgen, atraía las miradas codiciosas en el aparador resplandeciente de una peluquería. ¡Qué terso y qué lustroso era su cutis! La luz resbalaba por él haciéndole espejear suntuosamente. Un hombre lo tomó, cubrió con él su levita negra y se fue al baile. A cada paso, el dominó, perfectamente nuevo, producía un ruido cadencioso, así: frú-frú-frú-frú. Era rojo... ¡como el pudor! Aquella noche cayó en el raso púrpura la primera gota de Borgoña. Ya no era nuevo, ya tenía una mancha, ya no estaba en el aparador, ya valía menos.
¡Cuántos carnavales han pasado por él! Durante los primeros años, el dominó, merced a la bencina y los remiendos, estuvo en las peluquerías de primera clase. No cubría más que levitas negras, cuerpos varoniles que salían del baño, cabezas suavizadas con ungüentos aromosos. Al cabo de sus mangas aparecía el guante. Pero luego, a fuerza de gotas de Borgoña y gotas de Champagne, el dominó perdió su lustre virginal, su color fue palideciendo. Los descosidos y los remiendos eran más notables. Los clientes de la peluquería no le quisieron ya y el peluquero lo vendió a una barbería. Su precio bajó: entre los artesanos y los pobres, pasaba siempre por un traje de lujo. Todavía entonces siguió yendo a los grandes bailes; pero ya no rozaba vestidos de seda ni desnudos brazos blancos. Las gotas que llovían sobre él a la hora de la cena ya no eran de Borgoña: de cognac.
El descenso fue más acelerado. De barbería en barbería, recorrió todos los barrios. Dejó de ir a los suntuosos bailes de teatro, y fue a las bacanales sucias y asquerosas de los cafés y los salones vergonzantes. Ya estaba desteñido. Algunos opinaban que había sido rojo, pero nadie lo aseguraba. El pobre dominó se alquilaba con dificultad, a dos pesetas por la noche. Ya no cubría levitas negras abrochadas, sino raídas chaquetas y cami¬sas sucias. Los cabellos que ocultaba con su capucha olían mal y eran ásperos. Al cabo de sus mangas aparecían dos manos casi negras. El pobre dominó ya estaba encanallado. Olía a gente ordinaria. Ya no rozaba al bailar trajes de seda, sino rebozos y percal almidonado. Ya no le caían gotas de Champagne ni de Borgoña, ni siquiera de cognac; le caían gotas de aguardiente. Una noche sintió el desgarrón de la hoja aguda y larga de un cuchillo, penetrando hasta el corazón que latía abajo. En esa vez la mancha fue de sangre. El pobre dominó estuvo largas horas en la cárcel, y pasó luego al hospital. Allí le desgarraron para vendar la herida del enfermo. Sus compañeros, que se aburrían, colgando de los grasientos y carbonizados clavos de una obscura barbería, oliendo aguas sucias y pomadas rancias, no rezaron por él. Los dóminos no rezan.
¡Pobre mujer! ¡Tu suerte es parecida a la de esos brillantes dóminos! Tú no lo puedes comprender ahora: ¡las ideas tristes resbalan por tu cerebro, como resbala el agua llovediza por la seda de una sombrilla japonesa!
¡Cuántos carnavales han pasado por él! Durante los primeros años, el dominó, merced a la bencina y los remiendos, estuvo en las peluquerías de primera clase. No cubría más que levitas negras, cuerpos varoniles que salían del baño, cabezas suavizadas con ungüentos aromosos. Al cabo de sus mangas aparecía el guante. Pero luego, a fuerza de gotas de Borgoña y gotas de Champagne, el dominó perdió su lustre virginal, su color fue palideciendo. Los descosidos y los remiendos eran más notables. Los clientes de la peluquería no le quisieron ya y el peluquero lo vendió a una barbería. Su precio bajó: entre los artesanos y los pobres, pasaba siempre por un traje de lujo. Todavía entonces siguió yendo a los grandes bailes; pero ya no rozaba vestidos de seda ni desnudos brazos blancos. Las gotas que llovían sobre él a la hora de la cena ya no eran de Borgoña: de cognac.
El descenso fue más acelerado. De barbería en barbería, recorrió todos los barrios. Dejó de ir a los suntuosos bailes de teatro, y fue a las bacanales sucias y asquerosas de los cafés y los salones vergonzantes. Ya estaba desteñido. Algunos opinaban que había sido rojo, pero nadie lo aseguraba. El pobre dominó se alquilaba con dificultad, a dos pesetas por la noche. Ya no cubría levitas negras abrochadas, sino raídas chaquetas y cami¬sas sucias. Los cabellos que ocultaba con su capucha olían mal y eran ásperos. Al cabo de sus mangas aparecían dos manos casi negras. El pobre dominó ya estaba encanallado. Olía a gente ordinaria. Ya no rozaba al bailar trajes de seda, sino rebozos y percal almidonado. Ya no le caían gotas de Champagne ni de Borgoña, ni siquiera de cognac; le caían gotas de aguardiente. Una noche sintió el desgarrón de la hoja aguda y larga de un cuchillo, penetrando hasta el corazón que latía abajo. En esa vez la mancha fue de sangre. El pobre dominó estuvo largas horas en la cárcel, y pasó luego al hospital. Allí le desgarraron para vendar la herida del enfermo. Sus compañeros, que se aburrían, colgando de los grasientos y carbonizados clavos de una obscura barbería, oliendo aguas sucias y pomadas rancias, no rezaron por él. Los dóminos no rezan.
¡Pobre mujer! ¡Tu suerte es parecida a la de esos brillantes dóminos! Tú no lo puedes comprender ahora: ¡las ideas tristes resbalan por tu cerebro, como resbala el agua llovediza por la seda de una sombrilla japonesa!
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