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sábado, 19 de noviembre de 2011

¡Un crimen!



 
  Manuel Márquez Sterling



 Nuestra sociedad es hondamente impresionable: los crimenes la estremecen y las modas extravagantes la vuelven loca. Presta una misma intensidad a sensaciones distintas; su espiritu gira,  con violencia, obedeciendo a un mismo impulso, a un solo instinto, pasional aquí y trágico allá. La novela de folletín constituye, entre nuestra clase más elevada, una necesidad como el comer; y de  ahí que muchos cerebros se nutran de lecturas hinchadas y malsanas. La política le interesa poco cuando nada ofrece digno del drama montepinesco; los ciudadanos representantes pasan inadvertidos, y se les hace poco caso, si son actores medianejos de una comedia lánguida, aburrida, somnolienta.
 ¡Un crimen! ¡Cómo agita nuestra neurosis tropical un crimen! La escena es rápida y violenta; la memoria la recuerda íntegra, con toda su luz, y a ratos la reproduce; el cerebro, jugando el papel de máquina fotográfica conserva, por algunos días, el sangriento negativo. Los periódicos son devorados por la multitud;  se habla de la víctima como de una persona de la familia; se ensalzan su belleza y sus virtudes; y se llora, la horrible desgracia, usurpando inconscientemente, en el desenlace del drama, el lugar que corresponde a los dolientes. Un iris fúnebre descubren en el cielo todas las miradas; y dos colores hieren los nervios ópticos de la muchedumbre: el rojo de la sangre y el negro de la muerte.
 En estos días, el asesinato de una niña, cometido por un hombre fiera, ha sido un vértigo. La indignación, tomando las formas del odio, agitó el sentimiento público; y las investigaciones de la prensa han sido pocas para saciar la sed inagotable de noticias experimentada por nuestro pueblo. El criminal fue objeto por parte de la muchedumbre de una manifestación nunca vista en Cuba, y la ley de Lynch, convertida por un instante en terrible tentación de la vindicta pública, determinó al fin un estado de conciencia.
 La policía con grandes esfuerzos salvó, para la sentencia de los tribunales, al monstruo; y la multitud, poco satisfecha de su debilidad, rodeo la prisión del criminal rugiendo con rugido pavoroso.
 Una pobre mujer, enloquecida, histérica dirán los médicos, atravesó las calles gritando sin cesar: «Lo he visto, lo he visto. Sus ojos son ojos de pantera. Su mirada causa espanto y dolor. Quise arrancarle la vida y no pude!» Era de  noche. La obscuridad y el silencio se tragaron sus palabras y la histérica desapareció en las tinieblas.
 Un sabio anónimo, contemplando al criminal, hizo observaciones de orden psicológico, ligeramente ribeteadas de un suave lombrosismo:
 -Vea usted esos ojos: una gota negra en un huevo rojo; su mirada es fija, como si el miedo, no el remordimiento, la paralizara. En el fondo de esa gota negra, sin expresión humana, diviso un átomo de sangre, como si el recuerdo de su crimen manchara su retina; como si, al verse atado por la justicia, no pudiera ver otra cosa que sangre. Vea usted esa sonrisa de odio: el odio tiene una sonrisa que da miedo, una sonrisa que amenaza, una sonrisa que casi es un juramento...  
 El orador se inspiraba poco a poco y su oyente, que no tenía nada de filósofo, no lograba ver lo que iba indicándole aquel discurso a sotto voce:
 -Yo no pongo en duda el acierto de la policía en este caso; y créame usted que, aunque no soy partidario de la pena de muerte, a ese hombre le daría garrote sin remordimientos de conciencia. A un asesino de esta clase, se le debe borrar de la humanidad, corno se borra, en un escrito, una palabra equivocada. La antropología criminal, que es una maravilla, nos indica, previendo sus consecuencias, los errores de la naturaleza, los corazones que esta pone en cuerpos humanos, olvidándose de que esos corazones los tiene ella para los tigres. Pero la humanidad es muy imbécil y no se cura jamás en salud: espera a que la hieran para defenderse del enemigo común...
 Reflexionó un instante; convocó a un congreso mental la representación de todas sus lecturas; y de un caos de entendimiento, arrancó estas digresiones:
 -Los hombres somos así: vivimos de sofìsmas, nos regodeamos con las más absurdas utopías y cerramos los ojos a la ciencia experimental, a la verdad antropológica. Si estuviéramos socialmente organizados por un criterio puramente científico y altruista, la criminalidad no tendría a su disposición tantas víctimas.
 Los criminales son degenerados, y de los degenerados, criminales o no, es preciso cuidarse. Lombroso señala la calvicie como un signo importante de degeneración: la policía debe vigilar a todos los calvos, y en especial a los calvos jóvenes, a los calvos prematuros. Aquello que es anómalo en una raza, revela aptitud para la criminalidad. Un ruso lampiño, tiene que ser degenerado; una nariz aguileña, en un pueblo de narices chatas, gusta,  cuando menos, del olor de sangre. Ay, amigo mío, y no quiera usted ver, en los días de su vida, una oreja en asa. Ese es un signo en el que coinciden todos los  antropólogos. Si yo tuviera autoridad para ello, examinaría las orejas de todos los ciudadanos: «aquí hay un criminal», diría cada vez que encontrara una oreja en asa; y le pondría a buen recaudo, para tranquilidad del vecindario. Dicen los sabios que casi todos los criminales tienen las orejas enormes; y ya usted ve que lo primero que en esta fiera del Vedado se observa, es la irregularidad de sus orejas, orejas tan extrañas que dan a su cabeza el aspecto de una taza... La mandíbula inferior de ese energúmeno, parece una cuchara envuelta en trapo negro; y los ojos, como puñales que asoman por la herida repugnante de una arruga de la piel, están diciendo: «yo he sido el asesino, yo he sido el asesino».
 Cuando los últimos espectadores se retiraban del vivac, convertido en jaula por una noche, la aurora quería romper la tosca negrura del cielo; y una corriente de aire tibio, inflaba la imaginación de los trasnochadores. Cada cual se dirigió a su cueva, a dar reposo al pensamiento y a la indignación. La filosofía había dado un paso, en el alma del pueblo, y un estímulo de terror impresionaba las almas perversas en quienes la degeneración va  preparando el crimen de mañana. Los repórters de los periódicos, unidos por la molestia del oficio, comentaban el hecho en mitad del arroyo; y unos fìlosofaban en la embriaguez del sueño contenido,  mientras otros convenían en que los días muy calurosos son los de más trabajo, porque aumenta la criminalidad.
 Misterios de la naturaleza, que la escrupulosa observación del hombre va descubriendo... Cuando el desorden social se encrespa, y una ola de escepticismo inunda las almas, el corazón del pueblo se entumece, abatido por un cansancio moral perfectamente explicable; las conciencias chocan y el choque repercute al parecer en los degenerados. Por eso, el estremecimiento de un crimen sucede al dolor de una gran decepción; y no sería extravagancia señalar el hecho de que en las explosiones de felicidad popular, el cuchillo del homicida permanece oculto. La alegría de una gran victoria espanta el crimen; y reaparece con las hondas tristezas de la realidad indómita.


 Alrededor de nuestra psicología, La Habana, 1906, Imprenta Avisador Comercial, pp. 29-37.





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