Fernando Ortiz
Agustín
Acosta, La Zafra. Poema de combate,
La Habana, 1936, Editorial “Minerva”.
Apenas recibido el poema lo leímos dos veces,
y acabamos de leerlo todavía en el tren que corre como una oruga monstruosa por
las llanuras floridanas.
Petulancia nuestra habría de ser quizás la de
creernos capacitados para saborear el verso y para absorber de él sus linfas,
pues el poema, según su autor, solo está escrito “para ciertas almas que
abarcan totalmente el horizonte de las realidades que nos ahoga”. Fuera
vanagloria sentirnos así privilegiados y habríamos abandonado el libro, si esa
aristocraticidad misteriosa no hubiera sido fuerte excitación mental a la
búsqueda de esa cábala que no pueden comprender sino los iniciados en los
sortilegios y conjuros para elevarse hasta las alturas donde se da el prodigio
de ver la realidad. Esto aparte de que Acosta, aunque poeta y acaso por ello
mismo y por serlo mucho, nos da en la belleza de sus versos tal sensación de
realidades, no deformadas empero por la rica iluminación subjetiva con que la
refleja su intelecto, que rimas de Acosta son siempre atracción irresistible
para quienes, dados a las investigaciones objetivas por amor sólo de verdades,
solemos a veces en las albas, tras los orgasmos de las noches de mentales deleites,
sabernos a solas en el retozo con las ideas y sentir la desesperanza de no
poder gozar las más bellas, por faltarnos el superlenguaje de la poesía.
Acosta aspira a que su libro “sea en la
literatura cubana algo que deje en firme la verdad de una época”. Y porque “una
obra de arte ejerce sobre determinados espíritus una influencia distinta a la
que ejercen los libros”, Acaso La Zafra sea cruce de hierro y semillero de
ideaciones, que habrán de hundirse ahora en el cerebro terruñero de nuestro
pueblo, absorbido por el caguazo estéril de viejas cepas que ya no pueden
retoñar lozanas, para que la generación futura pueda cortarlas un día, cuando “la
caña esté a tres trozos”, aumentando con la riqueza de sus mieles la
dulcedumbre de la vida humana”. Deber de poetas de verso y prosa, es dar al
terruño las limpias que nuestras esperanza y amor nos inspiran, a matarle así
la mala hierba, y dejar libres para vigor de las cepas nuevas todo el aire,
toda el agua y todo el sol.
Todo cubano debe leer La Zafra como
antaño se leía a Heredia, a Luaces, a Plácido, a Milanés. Los que no saben leer
oigan sus versos y aprendan en ellos la belleza de un apóstrofe nacional con
audacias de blasfemias. Y deben cantarla en el tiple y gemirla por las
guardarrayas, junto a los cañaverales.
El poema comienza y acaba con décimas, el
verso que traduce mejor el alma de nuestro pueblo, y comprende diez y ocho
cantos.
La metáfora va tejiéndose sobre Cuba
republicana. Acosta no canta ahora el pasado, aunque la época de la liberación
lo cuenta entre sus poetas favoritos. Ahora quiere cantar con más libertad aun,
como el sinsonte en la fronda patria, para el presente y el futuro.
Los ruiseñores no cantan
en la jaula de la Historia
El poeta siente que las musas cubanas han sido
pródigas, justamente pródigas, si esto puede decirse, vistiendo en arte de
versos la poesía de la mujer, de la tierra, de la patria esclva y liberada…
pero oye en las reconditeces de su ánimo, donde más lejos se oye y mejor se
escucha, una voz que le dice:
Poeta: hay algo tuyo
que quiere ser cantando:
existe algún arrullo
que tú no has escuchado.
Y hasta le aconseja su arte:
Poeta: el canto es fuerte,
y el verso debe ser ligero y musculoso.
Y el poeta obedece, descuelga la callada lira
y
canta bajos los patrios palmares
el dolor de Cuba, la congoja de esta época.
La aurora es el primer canto. Luz de
sol, ópalo de niebla, cantío de gallos, invocación báquica y despertar de
ninfas rientes.
Por fin el sol! El ojo lo mira frente a frente
……………………………………………………
Acosta cree que puede mirarlo porque
…………………… consistente
niebla la luz del astro magnífico amortigua!
…………………………
Acaso se equivoque, y sea por el sol, al orto
como al ocaso y al revés de Anteo, pierda al tocar la tierra mísera toda su
fuerza de fuego, que allá en lo alto es su ardiente soberbia, y se vea entonces
como humilde semejante nuestro, con el espíritu igualitario que anima a los
fuertes que no han subido y a los que ya se siente caer. Aun sin los cendales
de la neblina podemos al alba ver el sol, y porque era la aurora de los ideales
cubanos, así lo vieron los poetas, lo fijaron en nuestro blasón, y junto a él,
en la bandera, el lucero solitario, el del alba, la única estrella que brilla
en cielo rojo, que retiene la aurora para ella solita, cuando son
desvanecidas las constelaciones.
Y así los poetas patrios no dieron en las
luces sidéreas de la mañana el símbolo de la idealidad perenne, de la esperanza
eterna, de un porvenir siempre mejor.
El canto segundo: mediodía en el campo.
Huele a caña de azúcar. Verde oleaje de cañaverales, temblor de sol, rizamiento
de follaje, rojas huellas de pezuñas bovinas, que se llenan de sangre al llover…
Tierra de ascuas. El aire quema.
Saltan totíes, cuervos con espíritu,
tan negros como el NO que a la esperanza
suele darle la vida.
Maizales, dorados granos, cristales azules,
esmeralda atlántica de los cañaduzales….
El campesino sueña con una zafra, pródiga, y
hay fuerte olor de caña de azúcar en el aire…
El canto tercero es al corte de caña,
la fase más musculosa de la zafra, la que más resuma esclavitud, sudores,
ansias y humanidad. Es la siega de Cuba. El vendimiario de un pueblo.
El verso de Acosta va alzando su tono. El alba
de la zafra es una miniatura de verdad. Noche, bohíos con luz sanguinolenta,
gallos cantando a la vida que duerme, rocío sobre los campos aun en tinieblas…
olor a café fresco despierta en los bohíos,
y constante a la noche abre torcidas grietas
un monótono y áspero rechinar de carretas.
…………………………….
La caña, como el sándalo, perfuma el aire que
lo hiere.
Porque la caña es como un alma nazarena
que su dulzura ofrece a toda crueldad
que da néctar al agrio filo que la cercena,
y al hierro que la estruja opone su bondad.
El elogio al buey constituye el
canto cuarto de Acosta.
Salud para que seas esclavo mientras vivas,
gozoso de la exigua libertad del potrero.
……………………………………………………………………………………
para que en la impotencia de tus mejores años
no goces nunca del amor…
El poeta se mofa de la alcurniada y bicorne
bestia de sus míticas y protohistóricas adoraciones y se compadece de su testuz
rendida.
Que siendo lo que eres, ¡oh
buey!, tan sólo sirves
para rudas faenas de campo y dolor,
que no se ven premiadas, tras el esfuerzo máximo,
con el espasmo del amor.
Este es el canto más viril del poema. El poeta
ya alcanza el contacto con la fuerza y se lamenta, como varón, de la potencia
sometida.
…como eres
fuerte, ¡oh, buey!, se te subyuga…
Y el cantor cubano se rebela a toda
subyugación, y restallan sus ironías flagelantes.
El canto siguiente es una aguafuerte
criolla, muy fuertemente mordida, de sepia turbia, color de fango y
podredumbre, sordidez y cenizas.
Es canto de seria emoción mambisa. El poeta
encuentra tras el verdor de la esperanza y el rojo de la fuerza, la negrura de
la humanidad humilde y doliente, las lobregueces del pueblo guajiro.
Tarde ictérica, ocaso frío, grisáceo,
silencio de crepúsculo se mece en el vacío.
Éxodo de
flacos jornaleros cansados, sucios bohíos, agua turbia, sucios vasos,
Café yanqui en las tasas mal
lavadas humea.
……………………………………………………………………………..
sombras vagas de aspectos fantasmales,
un perro hambriento ladra a lo que no sabe…
huele a caña quemada… a sudor… a ceniza…
a corral inmediato y a excremento
de ave…
El poema irrumpe en desesperadas endechas de
patriótica emoción. Es triste este canto de realidades. Aguafuerte por los
perfiles y sombras, pero colorido de Cristo velazqueño por el verismo de su incruencia.
Y así transcurre sórdida la vida de esta gente
en el sitio que la pereza hace infecundo:
con el horror de toda labor
independiente
y un concepto extraviado de las cosas del mundo.
Y así, sórdidamente, huérfanos de
cariño,
con el ejemplo de la promiscuidad,
en el bohío lóbrego crecen los pobres niños,
con un precoz instinto de voluptuosidad…
Así en estos lejanos parajes olvidados
vitaliza el estupro el hijo natural;
y los hijos anónimos y los hombres burlados
del adulterio aspiran el perfume letal...
Descalzos y desnudos, niños escrofulosos,
con los puercos se arrastran en el negro hormigón;
con gallinas enfermas y con los perros sarnosos…
(¡Y esto ocurre después de la Revolución…!)
[…]
El poeta recoge del ambiente cubano el canto
quejumbroso, no en los hombres, que callan; no en los bueyes, que sin mugir se
relamen; no en los pájaros, que trinan sólo las inconsciencias del instinto;
sino en las más humildes ánimas, que no viven sino en la zafra, para sólo
confundir en una fuerza su trabajo y su lamento: las carretas en la noche,
almas en pena de rodar caña ajena, purgando culpas de la frivolidad
pecadora.
Mientras
lentamente los bueyes caminan,
las viejas carretas rechinan… rechinan…
No pudo
el poeta dar con mejor símbolo. La carreta de los bueyes es la conquista, la
dominación por y para el trabajo, el vencimiento de la selva virgen, el aporte
de Castilla para la roturación de Cuba con el bracero de África; es la vieja
alma criolla cuyo rodar surge de la solemne Edad Media y por sobre esclavitudes
y rebeldías, sigue en hondos cangilones y con desprecio al tiempo, chirriando
su quejumbroso y pausado arrastre.
Las viejas carretas rechinan… rechinan…
Acosta evoca el cortejo de las carretas cargadas de cañamelar: teorías de bueyes tras el nerigonero, aparejamiento de brutas fuerzas de carne, sólo avivadas un instante por la brusquedad del aguijón aleve, atascamiento en las hondonadas, reniegos del carretero, relamimientos de los bueyes para beber y rebeber su sudor, crujidos de ruedas, de mecates, de yugos, de maderos, de huesos, de carnes... y la décima guajira que en las placideces suspira, como saeta sevillana para cantar pasiones, y la sirena del ingenio que en la mañana ordena, chiflando como un mayoral de cíclopes, el cambio en los turnos de faena y ruge, bufando como monstruo unicorne agazapado, el hambre de sus fauces de fuego.
Este será de los cantos del poema uno de los más sentidos.
Por las guardarrayas y las serventías
forman las carretas largas teorías… //
Vadean arroyos… cruzan las montañas
llevando la suerte de Cuba en las cañas… //
Van hacia el coloso de hierro cercano:
van
hacia el ingenio norteamericano, //
y como
quejándose cuando a él se avecinan,
cargadas, pesadas, repletas,
¡con
cuántas cubanas razones rechinan
las viejas carretas…!
Los cantos VII y VIII rezan el pasado; uno los antiguos ingenios; otro,
los negros esclavos. Pocas pinceladas, pero magistrales: torsos desnudos, latigazos,
sangre, úlceras, fetiches, mayorales, cimarrones, mieles negras...
y una
idea que campea por los cielos azules.
Es la libertad.
Acosta no ha podido evitar la historia; pero no pudiendo cantar en su
jaula, canta desde fuera lo que ve tras su enrejado de oro. El canto IX es toque
de clarín.
Factoría de antaño… Grandes cruces… escudos.
Concubina de Morro… ¡oh, libertad…! ¡Oh Habana…!
Duramente maltrata a la Habana de hace un
siglo el poeta matancero, vástago linajudo de ateniense ascendencia. Pero toda
Cuba fue antaño sometimiento de carne blanca, bocabajo de carne negra, vida
bovina de beocios, ahupada a instantes por fulmíneas ideas patricias…
Y fue la clarinada, la diana de otro sol de
más luz, fue la rebelión, la guerra. Lenguas de fuego en los cañaverales,
derrumbamiento de barracones, oxidación de ruedas y engranajes, púrpura en la
manigua, tañido de La Demajagua, bateyes desiertos, torres caídas…
Al recuerdo de aquellos días que vinieron
cuando nuestro patriciado engendró una nación, dando alma a Cuba, poesía a la
vida e ideas a la libertad, Acosta consagra un canto nostálgico, lleno de
ternura, como las prosas que antaño escribía Suárez y Romero.
Oh los
días pasados… ¡
Oh los
tiempos vividos…!
Los lugares amados…!
Los senderos perdidos… ¡
Ya se ha luchado y vencido. El canto XI es retorno
a la esperanza, es la reconstrucción de Cuba.
Vientos de libertad frescura ofrecen
a tus mejillas pálidas, en donde
la sangre del triángulo refleja
el escarlata de las flores;
y tus ojos nocturnos tienen llamas azules:
cifra
de un alto ensueño de colores
que en
la bandera se fundieron
como en incógnitos crisoles.
[…]
De nuevo entra el poema en la vida presente. La
molienda es su otro canto; trapiche por el que pasa tropológicamente la
mecánica vida de ingenio, la función orgánica:
de ese
cerebro de hierro,
que lanza su idea de azúcar…
Idea que es pensamiento, la
monomanía de Cuba, a que dedica Acosta una loa arbitraria en su canto XIII.
Rubia, como de oro, hacia el azar extraño,
sale de los centrífugas la riqueza del año;
la
esperanza de todos hecha fino cristal;
grano
de nuestro bien ... clave de nuestro mal
se
ignora, mientras rauda danzas en la turbina,
si serás
nuestra gloria o serás nuestra ruina.
El poeta recuerda los trabajos, afanes,
angustias y anhelos que se funden en el azúcar y que dan aristas a sus
cristales. Es la savia de Cuba.
Todo
sale de ti, áurea azúcar cubana:
antes
de que la caña germine en la sabana,
a tu aleatorio influjo ya se ha dado la vida:
………………………………………………………………………………………….
Pero Acosta no ve sólo guarapo, sino bagazo;
no sólo miel, sino cachaza... y de nuevo filosofa, como ante la miseria guajira,
ahora ante la ligereza, frivolidad, impresión e indolencia del alma tropical.
Y se duele de que las riquezas de nuestro suelo vayan a rendirse a
extrañas cotizaciones, a atesorarse por anónimos Cresos.
Todo, ¿por qué? por nuestra pereza patricida;
por el despreocupado bienestar de la vida;
porque la provisión del suelo excluye el bravo
esfuerzo sin reposo al logro del centavo...
Por nuestra inclinación a jugar a la suerte,
esperando la vida sin temor a la muerte,
jugamos
nuestra inmensa fortuna en los mercados
como la jugaríamos en un café a los dados...
Por nuestra sumisión a lo convencional;
por no tener un gesto de santo… o de animal;
por
aceptar los tácitos convenios inconsultos...
Por rendir a la Patria equivocados cultos…!
[…]
Estas estrofas son la otra aguafuerte
del poema, la más cruel porque sangran las heridas de donde tomó sus tintes. Y en
dos versos graba el perfil de la vida subyugada:
¡Por no sembrar en tierra propia nuestro
alimento,
a las extrañas tierras debemos el sustento…!
Canto XIV. Admonición. ¡La proclama de la
nueva independencia!
No
esperes que te adule, campesino cubano.
Tengo
derecho a hablarte: por algo soy tu hermano….
………………………………………………….
Tú has
vendido tus tierras al billete extranjero;
has jugado
a los gallos… Casi eres pordiosero…!
…………………………………………………………………………………….
Áureas
te deslumbraron las águilas falaces
y entregaste el tesoro de tus tierras feraces,
sin comprender que en esa locura a que te dabas
la pobre patria tuya era lo que entregabas…
Ahora
vives del préstamo. Hasta el yarey cubano
trocóse en tu cabeza en sombrero tejano.
Ya no tendrás bandurria, con que el alma se explaya
en los días de fiesta: ahora vas a la valla;
y el
dinero que tomas de anticipo, oh guajiro,
los juegas al “jabao” o lo pierdes al “giro”…!
Y cuando por la noche retornas a tu casa,
la cara sofocada, roja como una brasa,
te tiendes en la cama sin sábanas, rendido,
sin
saber que tus pobres hijitos han comido…!
Arráncate la venda y mira al porvenir
con el
ansia absoluta de quien quiere vivir.
………………………………………………………………………….
Acosta es apóstol del nuevo credo patrio:
Tu pensamiento sea lluvia para el sembrado;
ayuda a la semilla, a la planta, al ganado,
al reverdecimiento primaveral, al fuerte
impulso
que estaciona el paso de la muerte…
[...]
El alma cubana de Acosta invoca la ternura de
nuestro pueblo, sus santos amores, en que nadie nos supera:
Vuelve a la quieta vida de tus nobles abuelos,
que aman el conuco con entrañable amor;
y sufre por tus hijos dolores y desvelos,
para que sepan cuánto deben a tu sudor…
La imprevisión, la incuria, la soñera, la
frivolidad, el infantilismo tropical de nuestras gentes exaltan la paterna
exhortación del poeta. Ningún sacerdote ha dicho en Cuba más emocionante
prédica. En las frases de Acosta hay dolor, patria, anhelos de vencer la
desesperanza, amor e hijos, alma de maestro, fraternos consejos y pura y
sublime idealidad.
Tu pensamiento sea lluvia en el sembrado;
……………………………………………………………………………………………….
Ahí está el nuevo sol del escudo cubano. Sol
en lo alto, no en el horizonte, que nuestros padres nos dieron como un orto de
porvenir, no como un ocaso de ilusiones. ¡Cultura! para subir nuestro sol, más
y más a lo alto, al cenit; para que no puedan ver los cubanos, cuando en Cuba
se está quemando el aire, que
el sol tiene un color de fuego que impresiona,
un color amarillo de catástrofe…
¡Cultura! No más esa luz horizontal y rastrera
de los primeros instantes, que agranda las sombras y nos envuelve en tibia
sensualidad de tierra húmeda. Alcemos nuestro sol para no ver más sombrío y
sintamos el fuego de las energías venir de lo alto.
Cultiva… labra…. Quema todo cuanto demuela;
e infúndele a tu prole el amor a la Escuela.
¡Cultura
cubana en la tierra y en el cerebro!
¡Cultura!
¡Luz! ¡Nuestro sol!
La sombra del caudillo. Bellamente
rimado, como romance arrullador de infancias, el canto XV es canto genialmente
sintético de nuestra historia republicana. No puede cantar Acosta en la jaula
de la historia, pero gorjea en su fronda tras gusanos y mariposas. Leed:
Llevaban sombreros de guano
en donde la estrella brillaba.
…………………………………………………………………………….
Tenían
los ojos azules...
Tenían repletas las arcas...
…………………………………………………………………………….
Se fueron. La virgen se erguía;
triunfaba la gloria en el alma.
…………………………………………………….
Tenían los ojos azules,
Mercurio extendía las alas…
Se alzaron los espíritus libres
…………………………………………………………….
y vióse
un conjunto de estrellas.
…………………………………………………………….
Surgió de
la masa el héroe
………………………….……………………………….
Y fueron
los días mejores
……………………………………………………………….
Y aquí la bandera en el viento
y un
hombre en la patria…!
Pasa, cantada con amor, la época sanamente
liberal de Cuba, con sus errores y sus altiveces criollas.
El hombre su gloria depone
en manos a extraños atada…!
[…]
La malicia política que tanto ha sido en el avillanamiento de las instituciones,
sin duda, dará a este canto interpretaciones apasionadas. La invocación final a
los dioses patrios es emocionante como una oración de hombre, sugestiva como un
sacerdotal conjuro popular contra el maligno, libertadora como un exorcismo. ¡Alzaos!
¡No más revolcarse en el fango! Acosta debió llorar de santa ira en los días
prostibularios del zayismo. Calla esos años de oprobio e impudencia. No se
canta en las tembladeras. Pero algún día Acosta rimará sus nobles inspiraciones
para darle a nuestro pueblo esos apóstrofes de patriótica indignación, que son
ideas-fuerzas para vencer la malignidad.
La
poesía prerrepublicana de Cuba no pudo prever su necesidad, como Solón no quiso
prever en sus leyes el delito de parricidio. Pero los pueblos necesitan, junto
al anhelo de salvarse por sí propios con vigores constructivos, el impulso de
la idea con que abrirse paso a filo de pensamiento contra la abyección o el
crimen, que cual dragones del mal le cierran el paso al castillo encantado de
sus ingenuos ensueños.
El poema de Acosta llega en su canto XVI a
los centrales de hoy.
Vedlos: son los colonos, los gigantes, los dueños…
Acosta siente perder la melodía de su canto, el
ritmo de su arte, al tratar de las mecánicas del central, y hasta siente
que ha de disculparse:
Yo sé que este poema está fuera del Arte.
Quizás Acosta vea los relieves desde la sombra
y la luz reverberante de su patriotismo le haga ver en las cosas matices extraños
que son universales y no propios de una constelación sola. La trapichería que
le estruja es la misma que hizo rodar los cachimbos que nos trajeron a estas
Indias el modo de obtener dulzor oprimiendo. Es la misma que enlazaba la
agresión negrera y el látigo de los mayorales con los esclavos y las usuras de
los refaccionistas. Todo el cuadro de Acosta es dolor sangrante, amargor y
desencanto… pero así es hoy, como ayer… tumba de montes vírgenes, siembras
anhelosas, cortes cantando, trapiche de almas, crujir de pueblos, sordidez de egoísmos,
bagazos de espíritus, cachaza de infamias... y, al fin, ¡azúcar! que es
alimento, fuerza y vida. Y luego, otra vez el amargor. Es cuadro de tristes
palideces a la luz de sola una estrella, pero cuyas sombras no pueden disiparse
todavía a la luz de un sol. El sentimiento de patriotismo, el amor por la
bienandanza colectiva, que invoca Acosta, podría ciertamente darnos vigores de
que estamos escasos; pero lo dice el mismo poeta, aunque con pensamiento quizá
diverso:
el patriotismo sirve para logros cercanos...;
y pretender que en la molienda mundial, de la
que Cuba es sólo un batey jocundo, puedan las refacciones ser más cooperativas
y repartirse mejor las arrobas del fruto, es aún logro lejano al cual vamos ora
a pasos quedos ora a saltos, al ritmo de la civilización universal, del que la
patria no es sino un acorde. Por eso creemos que en este canto Acosta desciende
una grada de la altura suprema en que cantó viendo sólo al suave titilar de una
estrella o de una constelación lo que sólo puede iluminarse por las luces de
todo el cielo.
Acosta, lírico insuperado de Cuba independiente; sufre las trepidaciones que el dolor cubano imprime a su pensamiento, siente tacto de nudos en las cuerdas de su lira y hasta lamenta el acerbo prosaísmo de su verso, aunque no tenga amargor ni sea tan crudo como él quiere ver en su exquisitez de artista.
Y sólo en este canto hemos notado en el poeta un ligero parpadeo de cansancio. Fatiga de su visión por querer vislumbrar en la noche y al rojizo foguereo de los montes patrios las magnitudes que sólo pueden apreciarse a la luz del día.
Dice en su proemio: “Nadie mejor que yo sabe
de mi verso. Si el pesimismo se transparenta en él, obsérvese que ese pesimismo
no está en mi alma, sino en las cosas cuyo contacto naturalmente sufre mi alma”.
Sí. Hay algo de natural y forzosa
contradicción entre el alma del poeta y ciertas cosas que él quiere iluminar.
Los poetas no desdeñan cantar las tristezas; pero no pueden rimar los ascos. Lo
impide el ritmo vital de la belleza, que está por sobre el verso. Así como el
científico no puede con sólo la verdad elevarse a los cielos de las poesías, no
puede el poeta iluminar con belleza los antros de la pudrición que el científico
explora. Para bien de Cuba, Acosta salva su espíritu de las garras del
pesimismo. Su pesimismo no está en su alma; no puede estarlo en quien como él
crea poesía, que es fuerza perenne del alma.
La
danza de los millones, canto XVII, es la historia de unos años de delirio
cubano. ¡La maldición de Midas!
Fue el
tiempo de las sedas… de las piedras preciosas…
del champaña triunfante… del placer mercenario…
El rosal de la patria marchitaba sus rosas…
y sólo había
un héroe genuino: el millonario!
Pero Acosta sube a la palma cubana, como
debieron trepar los aborígenes para ver en los horizontes la interrogación de
las carabelas, y clama por la inmigración sana del viejo mundo hispano y sus
labores de promisión.
Y bajo
el sol que calienta y fecunda
como potente varón mis entrañas,
vengan al mundo tus hijos cubanos
y sean tuyas tu patria y su patria.
El
poeta desea para el mejoramiento del porvenir cubano, carne nueva del norte de
España y no yerra en su anhelo, si él no excluye para la constante renovación
biológica y cruzamiento de energías e ideas, otras estirpes de tan robusta
troncalidad, que a Cuba nos dieran los Finlay, los Roloff, los Sportorno, los
Amoedo, los Sanguily, los Albertini, los White, los Duplessis...
Tres esperanzas animan al poeta, tres
invocaciones: el pensamiento que sea lluvia fecundante, el inmigrante que
traiga simientes de vida y, sobre todas, el Apóstol de un futuro muy cubano,
removedor del terruño.
¡El Apóstol! ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?
El poema de Acosta ya es apostolado.
New York,
agosto de 1926
Revista Bimestre Cubana, Vol. XXII, núm.
1, enero-febrero, 1927, pp. 5-22.
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