Se ha extinguido el canto de
un poeta como se extingue en la selva umbría el trino de un sinsonte. La musa bohemia de Abelardo Farrés no ha de
posarse nuevamente sobre la elegante página de ninguna revista literaria para
enaltecer la belleza de las mujeres y ensalzar los triunfos de la patria.
Aquella musa, enlutada y silenciosa desde
hacía tiempo, cesó de revolotear el sábado último, después de haber empolvoreado
de oro la huella de su paso por la vida…
¡Pobre Abelardo! Fuiste de mis primeros amigos
en la prensa, y de tus labios, secos y exangües, oí también los primeros
elogios que me estimularon a luchar por la verdad y el ideal en las columnas de
los diarios.
Ahora, aunque estoy casi desengañado de lo que
tenía entonces por verdad e ideal, sigo agradeciendo tus nobles frases de
estímulo, tus benévolos elogios, los halagos de tu alma sin hiel y sin envidia.
Dicen que el poeta fue en sus mocedades un
caballero distinguido que trajeaba exquisitamente. Cuando yo le conocí, estaba
ya caído en la desgracia, enfermo y sin recursos. Vivía de una manera
espantosa, pernoctando en los parques, comiendo en los cafés, hartándose de brebajes
insanos, y todo ello más por desesperación que por miseria. La tuberculosis le
había desbaratado los pulmones.
Y el pájaro rebelde, acostumbrado a vivir y
cantar libremente, no se resignaba a la esclavitud del lecho. Un corazón como el
suyo, acostumbrado a las puras emociones de las mañanas risueñas, de las tardes melancólicas y de las
noches voluptuosas, no cabía sino bajo el puntal inmenso de los cielos
estrellados.
Farrés había nacido con un ramo de mirtos en
la frente. Su verso, áspero y franco, surgía con espontaneidad, desenfado y
elocuencia. Jamás pulió. Como escribía sus composiciones, así las mandaba a los
semanarios. Era inculto; al menos, carecía de educación literaria. No obstante
haber cantado generalmente en serio, poseía una vis cómica admirable. En
una quintilla, en dos cuartetas, en una
décima, caricaturaba, a cualquiera, sangrientamente. Su vena epigramática
corría como un surtidor de vitriolo.
A mí se me figura que él, dado su natural
amable y poco agresivo, se cortó las alas de satírico y prefirió ahogar parte
de su talento a malquistarse con el prójimo. No se explica de otro modo que
desechara tan fresco manantial de inspiración, cuyo veneno le hubiera producido
más que todas sus elucubraciones líricas.
Abelardo Farrés, como todos
los hombres combatidos por el infortunio, era escéptico en religión, en
filosofía y en moral. No creía ni en el aberenjenado manteo del padre Emilio
Fernández, obispo suntuoso por fuera y cura a secas por dentro.
El poeta ha muerto olvidado
del amor. En el instante supremo de rendir el fardo de sus dolores, no hubo una
boca femenina que le besara con pasión en la frente sudorosa... En su estéril
bohemia no cuidó siquiera de cultivar una flor de vertedero. ¡Triste Abelardo sin
Eloísa! ¡Infeliz cantor del trópico, muerto sin que sobre su tumba hayan
vertido lágrimas de fuego los brillantes ojazos de una criolla!
Ideas y colores, La Habana, El Avisador Comercial, 1907, pp. 19-20.
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