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miércoles, 8 de abril de 2020

Cuba sacada de dentro



 Ángel Crespo

 Cada día te invento
junto pedazos de periódicos,
noticias mutiladas
emisiones roídas por los dientes
del miedo, y las lecciones
de geografía y las historias
que nunca nos contaron
quién fue Martí.

Reúno,
para formar un cuerpo,
una página transitable,
esto y aquello,
y las postales amarillentas,
con bahías y muelles,
plantaciones espesas y guajiros descalzos,
que rodaban por los viejos cajones
de la vieja familia.
Así voy inventándote.

Ordeno los fragmentos de películas,
que veía entre beso y beso
en los cines de barrio,
con putas, es verdad, de barrio,
y con yankis —como nosotros—
pero también con gente
de color y con blancos
que hablaban con acento
caliente, se movían como
al viento, la caña,
eran como un cañaveral
que estaba a oscuras.

Bien me acuerdo cuando
al salir al aire te pensaba,
Cuba, barco frutero
anclado en alta mar,
penetrante de aromas de melaza
y macerado por los pasos
del toro azul de Bunyan.

Todo lo voy uniendo. Pienso ahora
en las canciones que escuché,
en el superviviente
de la guerra de Cuba,
que guardaba en el monte los conejos
y hablaba sin rencor de aquellos años.

(Se vino a España, se llamaba
Apolinar, el tío
Apolinar, sabía
sabía cantar guajiras.
Los conejos no se escapaban.
Era un español sin hiel.)

Éramos españoles sin hiel, pero vertida
fue sobre nuestras almas
cuando no conocíamos
la palabra fusil, y solamente
sabíamos de la escopeta
que tumbaba al conejo.

(Lo dice un español de 35 años,
el que oía hablar bajo la encina,
del bohío; junto a los cardos,
de la caña; bajo la luna llena,
del sol de las Antillas;
al tío Apolinar, que nunca quiso
tirar al cuerpo. Él que también
echaba el plomo al cielo
para espantar a los furtivos.)

Qué de prisa te invento: se me antoja
la sonrisa del pueblo, la alegría
de las olas humanas
y —desde lejos déjame
que invente y llene el hueco—
las del mar, empinándose
para ver a la tierra limpia de polvo y paja.
No te invento. Te tengo.

  
 España canta a Cuba, Ruedo Ibérico, 1963, pp. 64-66. Fotografía de Deeana Stryker. 


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