“DAMA DE CORAZONES, por Xavier
Villaurrutia.
México. Ediciones Ulises. 1928”.
México. Ediciones Ulises. 1928”.
Jorge Mañach.
Otro libro mexicano reciente.
Con sentencia de Jean Cocteau, se nos previene en el umbral: "il n'est ni beau ni laid —il a
d'autres mérites". Evidentemente, no se alude a la novela, sino más bien
al fiscalizador de sí mismo que nos da la fina versión de vida interior en que
ella consiste. Porque "Dama de corazones" tendrá "otros
méritos"; pero el cardinal —y en buena cuenta, el que más importa— es que
resulta una bella obra, de "un arte próximo al vicio, de un arte
perfecto". En cambio, a esta primera persona del relato que nos hace
confidencia de sus reacciones ante dos mujeres muy iguales y muy distintas, sí
parece cuadrarle el aviso liminar. Su psicología no es ni bella ni fea —es
ambigua. Pero tiene otros méritos: sensibilidad, fineza, elegancia, humor.
Y digo que es ambiguo su semblante espiritual porque
no acierta el personaje a determinarse en lo esencial de su propósito. Aurora y
Susana, "diversas, parecen estar unidas por un mismo cuerpo, como la dama
de corazones de la baraja". Esta imagen perfecta cifra el conflicto —llamémosle
así— del agonista íntimo: "el dilema de la imagen bicápite". Porque
el hombre siente, a veces, una vaga apetencia de amar a una o a otra.
¿Querrá
en realidad amar a alguna? El amor —nos han venido diciendo— se caracteriza por
su especificación. Amor vacilante
no es amor: es afición al amor. Marañón lo llama donjanismo; lo llama hasta cosas peores. Y,
en efecto, ciertos perfiles del vacilador denunciado por Villaurrutia nos hacen
pensar hasta en el libro reciente de M. Francois Porche, en "L'amour qui
n'ose pas diré son nom". ¿Lejanos efluvios gidistas? No me atrevería a
concretar. Insinúo una explicación posible de la psicología del personaje y del
por qué su experiencia queda irresuelta, trunca, flotando en un blando ambiente
de desgana.
Pero, en fin de cuentas, lo que realmente
importa no es la psicología del personaje ni la integridad de su experiencia,
sino que ésta se revele convincentemente. Villaurrutia ha querido hacer —y lo ha
logrado a maravilla— una novela de estados de ánimo. La experiencia es toda
interior. Hay la menor cantidad de anécdota o de episodio objetivos. Cuando el
poeta, tan certero veedor de lo plástico, vierte hacia afuera la mirada, es
para coordinar perfiles, colores, fragancias, con el panorama interior. Por eso
la novela se realiza en imágenes (armonías entre el yo y su circunstancia),
puestas al servicio del famoso stream of consciousness.
“¿Por qué razón en vida partimos en mil pedazos cada minuto?", se pregunta
el relator. Y en literatura, su versión —proustiana en esto— atomiza también
implacablemente cada minuto de sensibilidad.
Lo que se admira es, entonces, la integridad y
finura de esta introspección nueva, fría, como a través de un hombre de
cristal. Introspección sin apologética ni blandura amielesca, porque
—recordemos algunas frases significativas— excluye "todos los elementos
que hicieron del arte del siglo XIX un arte impuro". La visión se expresa
con la misma arbitrariedad, el descoyuntamiento, la incoherencia de las
peripecias interiores, "en imágenes enlazadas como las ruedas de humo de
un cigarrillo". Y con una gracia delicada y cínica, en una prosa de
límpida precisión, coloreada a veces con aquel "rubor de copa fina"
que a Aurora le monta al rostro cuando se escancia en su mirada la de M.
Miroir.
Por lo demás, recordemos que Villaurrutia
consiente que en las propias páginas se le atribuya un concepto del arte
"como un deporte distinguido y nada más. "En ese juego sin grandes
apuestas, su "Dama de corazones' resulta un doble triunfo.
Revista de Avance, 15 de noviembre de 1928, p. 331.
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