Salvador Salazar y Roig
Como las modas, como las costumbres, como las
escuelas literarias, la crítica evoluciona. Una observación poco aguda haría
creer que en la apreciación exacta de los valores artísticos, el crítico debe
substraerse a la influencia del medio, y colocándose en un plano ideal, más
allá del espacio y del tiempo, fijar, de un modo absoluto, el mérito relativo
de la creación estética. Pensar así es el error de los que pretenden juzgar las
producciones literarias de una época pretérita a la luz de los cánones nuevos.
Hay algo de permanente, de esencial, de inmanente en la obra de arte que se
sobrepone a los cambios de gusto, es cierto; y eso es lo absoluto infinitesimal
que cada una de ellas puede reivindicar. Pero sobre ese pequeño sedimento de
belleza inmortal, hay una serie de atributos externos que responden a la
particular ideología que cada época y cada lugar determinan en el artista. Hay
una crítica clásica, como una crítica romántica. El crítico de hoy, psicólogo,
científico, filósofo y esteta, no puede confundirse con el que juzgaba según
los cánones de Boileau, o el que, al examinar la obra artística, pensaba como
los hombres de 1830. Pero si ha de ser en su apreciación probo, leal y exacto,
debe, como el historiador de la filosofía, colocarse idealmente
en el momento histórico y en el lugar donde floreció la obra que juzga,
saturarse de sus errores y de sus grandezas; lograr, por un esfuerzo supremo de
adaptación mental, vivir las mismas horas angustiosas que el artista en el
instante supremo de su alumbramiento.
José Jacinto Milanés, el bardo
infortunado, a quien señala Menéndez y Pelayo un sitio de honor entre los seis
grandes poetas cubanos, demasiado sencillo, muchas veces infantil, tierno e
ingenuo, podría parecer, examinado a luz de la crítica moderna, un poeta
vulgar, excesivamente humano, en estos tiempos en que parece predominar la
deshumanización del arte, para usar un expresivo título de Ortega Gasset. Pero
colocado en la época en que el mundo entero hervía con la fiebre
romántica, situado en su medio social, y comprendido en su peculiar fisonomía
moral, adquiere un aspecto nuevo; y sin esos elementos de apreciación, la
crítica histórica se vería perpleja a la hora de explicar
el instante culminante de su vida, y por ende, de su producción artística; lo que,
por llamarlo de alguna manera, hemos denominado el secreto de Milanés.
Su
caso es bastante sorprendente en un país en que, salvo gloriosas excepciones (Heredia,
la más saliente), los poetas se sobreviven. Un día de 1837, estimulado por aquel
gran Mecenas literario que se llamó don Domingo del Monte, publica Milanés, en
el periódico Aguinaldo Habanero, las desiguales estrofas de "La
Madrugada." El aura de la popularidad baña a poco su frente, el mundo literario
lo proclama, produce durante poco más de un lustro, y en 1843, en pleno apogeo
de creación artística, sin haber arribado aún a la plenitud de los 30, su mente
infeliz se sumerge en las nieblas crepusculares de una insania naciente.
Diríase, en nuestra vida literaria, una de esas brillantes exhalaciones que
aparecen fugitivas en nuestros cielos estivales, un momento brillan con
deslumbradora claridad en el diáfano zafiro de nuestros firmamentos tropicales,
y se pierden luego en la noche infinita...
Para
explicar esta súbita locura, la historia literaria habla de una "enfermedad
espiritual." ¿Cuál fue su origen, qué síntomas tuvo, cuál fue su
desenlace? El simple examen de su labor artística no nos daría jamás la clave.
El poeta era demasiado tímido, reservado, humilde para llevar a su producción, como
aquel gran ególatra, lleno de soberbia y de personalidad, que escribiera la
"Última Lamentación," el secreto intimo que nubló su pensamiento,
destrozó su corazón e hizo de su vida una lenta agonía que duró más de veinte
años.
Dos
cartas íntimas, publicadas en 1916, por el laborioso bibliógrafo matancero, don
José Augusto Escoto, (1) explicaron el suceso con una historia de amor. Una de
ellas, de cierta vaguedad en los detalles, era de Federico Milanés, hermano y
editor del poeta; la otra, mucho más expresiva (al fin era de mujer), fue escrita
por una pariente próxima que guardó, por modestia, el secreto de su nombre.
Pero ambas, con levantar el velo sobre ciertos hechos, no dicen, no pueden
decir, los hondos combates interiores; la lenta, terrible incubación, en un
cielo sin nubes, de una tempestad eléctrica; ese abominable, misterioso trabajo
de zapa que en el subsuelo de la conciencia humana realizan implacablemente los
terribles roedores del remordimiento, el amor sin esperanza y los deseos que
nunca se consiguen. Porque, en definitiva, aunque complicada con algunos otros
elementos físicos y morales, el caso Milanés no es otra cosa que un caso de
locura de amor. Para un hombre de 11)30 esto es algo inexplicable y ridículo;
para la generación de cien años atrás, la de Fígaro, la de Werther, la de
Anthony, es la historia de un suceso vulgar.
En
Matanzas, la soñadora y poética ciudad cubana, tendida sobre un valle y mecida
por dos ríos, nació José Jacinto Milanés. Nació en una vieja casona del tipo criollo,
cuya tradición se va perdiendo, por desgracia, merced a estas construcciones
que hacemos ahora, bajas de techo, pequeñas de planta, propias para climas
helados en plena tierra tropical. Amplia y espaciosa, con alas de habitaciones
a ambos lados, rodeada de ancho colgadizo de techo inclinado para defenderse de
la fuerte luz solar, sostenido por airosas columnas de la madera de nuestros bosques,
que ya son también una lejana tradición. Allí el clásico zaguán, la sala espaciosa, la amplia saleta contigua, los patios a la andaluza, cuajados de plantas y de
flores.
...En este escenario la imaginación gusta de crear un cuadro familiar de nuestro
pasado, que tiene todo el prestigio de un óleo antiguo. Es en la hora del
crepúsculo, cuando las sombras invaden el recinto perfumado de los. patios
floridos; a lo lejos, las campanas de la catedral dicen, pausadas y graves, la
plegaria del Ángelus. El patriarca de la familia, don Álvaro Milanés, rodeado
de la esposa buena y sencilla, doña Rita de Fuentes, y de la prole harto numerosa
para las modestas entradas de un sueldo exiguo, y algunos viejos esclavos que
se mantienen como sirvientes por vieja devoción a los antiguos amos. Las
cuentas del rosario van pasando lentamente entre las manos del padre, y todos
rezan, fundidos en una sola fe y en un solo amor, que
no es únicamente la devoción a Dios, sino, además, el fuerte lazo del
parentesco, en aquella remota concepción de la disuelta familia cubana.
En
este ambiente, en este templo de austeridad y de virtud, en que el ahorro, la
previsión, la diligencia y la conformidad suplían milagrosamente la falta de
bienes materiales, se iba conformando el espíritu del cisne matancero. Las
lecturas fragmentarias, irregulares, disímiles, pero todas dirigidas en el
sentido sentimental y filantrópico de Juan Jacobo Rousseau y Bernardino de
Saint Pierre, completaban la tarea de crear un temperamento reflexivo, tímido,
contemplativo y melancólico. El paisaje idílico de Pablo y Virginia florecía
perennemente ante los ojos de su imaginación, y Las reflexiones de un paseante solitario
pudieron ser las propias suyas cuando andaba, soñador y errante, por su valle
yumurino...
Cuando
tuvo la edad suficiente para comprender e incorporarse a la vida mental de su
siglo, el mundo entero padecía la locura romántica. La revolución política que agitó
la Francia de 1789, no fue nada comparable a esta revolución de las ideas. Hay
en la primera un episodio, el de la noche del 4 de agosto, en que los nobles, abrazándose
y llorando, renunciaban, con febril entusiasmo patriótico, a sus ancestrales
privilegios feudales. Literariamente, la Europa tiene, en 1830, otro 4 de
agosto; hay un delirio, una locura, un vértigo de redimir a los humildes, de
exaltar a la pecadora, de amparar al expósito, de compadecer al delincuente, de
derramar a manos llenas, sobre todas las heridas de la Humanidad doliente, el
bálsamo restañador de la misericordia.
Milanés,
un espíritu pletórico de austeridad, ebrio del romanticismo bebido en la vida y
en los libros, sentía la misión del arte como la de un
supremo sacerdocio. El poeta era, para él, como un apóstol que tuviera en sus manos
el don de hacer descender, sobre la humanidad atribulada, el reino de la paz y
del amor. Así nació su afán docente, que fue el glorioso extravío de un corazón
sencillo y generoso. Milanés no concibió jamás el arte por el arte: creyó que
era el medio propicio de envolver con el ropaje de las bellas formas un
pensamiento útil, una máxima filosófica o moral. De tal modo le obsedió su generoso
error, que no ya en la colección de composiciones como "El ebrio,"
"La cárcel," "El hijo del rico," "La hija del
pobre," "La ramera," etc., en que se dejó vencer por la manera
un tanto socialista de Espronceda, sino en aquellas como "La madrugada,"
"De codos en el puente," "Bajo el mango," "El alba y
la tarde," etc., consideradas como sus mejores esfuerzos líricos, como su
más honda y sincera poesía, surge a cada instante la ilusión pedagógica, el
criterio ético, tan arraigado en su alma como falso.
Mil
pruebas más, diseminadas en su epistolario, en sus artículos de costumbres El
mirón cubano, en sus dramas y en el resto de su producción poética, podrían
demostrar que el bardo matancero se formó un criterio moral de integridad
absoluta, recto como una arista, que no admitía transacción alguna con la vida,
ni compromiso con la felicidad que no fuera a base de una ética inflexible.
Él,
que era frágil como un adolescente, inocente como un niño, se creyó capaz de domina el destino, de dirigir su vida por la senda de antemano trazada, pero bien pronto
se convenció de que no somos dueños de nosotros mismos y que el destino manda.
Dice su hermano Federico que sus primeras relaciones amorosas con una pariente,
cuyo nombre silencia por discreción (fue la señorita Dolores Rodríguez y
Valero, de la familia materna de don José de Armas y Cárdenas, el gran crítico
cubano), (3) tuvieron por causa más que los estímulos de una verdadera pasión, un
sentimiento de piedad, de simpatía compasiva. Desdeñada por un hombre a quien
amaba, Milanés sintió tal compasión por la pobre muchacha, que poco a poco fue
aficionándose a ella, y hasta creyó que la amaba verdaderamente. Tanto, que
cuando la Srta. Rodríguez, temerosa quizás del fracaso anterior, se resistía a
creerlo, lloraba su desdén en versos apasionados. De esta época y refiriéndose
a su soledad espiritual, son las mejores estrofas de "La madrugada."
Al fin, la constancia y acaso la gloria repentina
del poeta ablandaron el alma de su "Lola"; y empezó un amor que, para
la integridad moral de Milanés, no podía terminar sino en matrimonio.
El
destino había dispuesto otra cosa. En casa del poeta, él, con sus trece
hermanos y los seis hijos de sus tíos, don Simón de Ximeno y doña Isabel de
Fuentes, que vivían al otro lado de la calle, formaban una tertulia juvenil,
llena de regocijo y encantadora camaradería. Don Simón de Ximeno, de gran
solvencia económica y elevada posición social, protegía generosamente a su
sobrino. Con una recomendación suya pasó a la Habana, después de haber servido
en su oficina, a ocupar un empleo en una casa
de comercio; pero al surgir, en 1833, la epidemia del cólera, regresó a Matanzas
y entró como secretario en la oficina del Camino de hierro matancero.
Con
más vagar económico, protegido y estimulado en el campo de las letras por
Domingo del Monte, solicitado por las publicaciones literarias más famosas, su
nombre se destacaba ya con la aureola del triunfo. En el grupo familiar su figura
sobresalía. Su tía, que era una mujer de relativa cultura, charlaba largamente
con él sobre cuestiones de letras; y todos escuchaban, como a un oráculo, la
voz pausada, dulce, entusiasta e inspirada, que a veces recitaba, a veces discurría
sobre los grandes poetas del pasado.
Absorta,
embebida, pendiente de sus labios, con sus bellos ojos de iluminada clavados en
el poeta, una niña de catorce años aspiraba la delicada esencia de aquella alma
sensible y pura, y no perdía una sílaba de su conversación florida y sugestionante:
Cualquiera hubiera creído que esta adolescente, cuya alma se abría, como una crisálida
próxima a metamorfosearse, al beso de la vida, se había enamorado de su primo
el poeta. Acaso el propio Milanés pensó que Isabel Ximeno y Fuentes (4) le había rendido
su corazón enamorado; porque olvidando sus antiguos amores, hizo de Isabel, o
mejor Isa, apócope poético del nombre, la nueva musa de sus versos.
Frente
a este conflicto sentimental, convencido de que, a pesar de todos sus principios
inflexibles de moral y de la palabra empeñada, no podía casarse con la primera
novia, porque era juguete de una pasión avasalladora, el poeta cayó en cama con
una fiebre altísima. Para la historia literaria
han sido siempre hechos inexplicables que no quiso asistir al estreno, en la
Habana, de su drama El Conde Alarcos y que no pudo verlo nunca luego sin una grave
crisis nerviosa; pero hay que recordar que el asunto de su obra teatral es el viejo
romance novelesco de Pedro de Riaño en que se narra la historia de un pobre
caballero feudal que, por cumplir una palabra empeñada, ha de matar a la mujer
que adora...
La
situación, con ser tan trágica, no había llegado aún a la inesperada crisis. La
sociedad matancera leía el 27 de noviembre de 1842 un soneto en que se advertía
claramente su amor por Isa, y poco después el titulado "Amar y
morir," que es aún más expresivo. Y, sin embargo, si Isa sintió algo por
Milanés fue admiración, mudo respeto, veneración supersticiosa de un espíritu
niño hacia un alma superior. Amor, ninguno. Ante aquel torrente desbordado,
ante aquella ternura sin límites, contenida hasta entonces, que irrumpía
violentamente, la niña retrocedió asustada. Hay que recordar que Milanés la
superaba en quince años, uno más de los que tenía de nacida.
Sucedió algo peor.
La familia de ella, rica, distinguida; el tío, que había sido su protector,
consideraron una ingratitud y un atrevimiento este amor infinito; y al tierno calor
de las tertulias vespertinas sucedió el despego, la frialdad, la ruptura; las
casas vecinas, en lugar de los abiertos balcones, como brazos que se tienden,
mostraron hoscas la huraña clausura de sus huecos, con el gesto airado de los
ojos que se cierran...
Su
cerebro, conturbado por los conflictos de motivos que estudiamos antes; su corazón,
herido en sus fibras más sensibles; su conciencia, atormentada por el torcedor
del remordimiento; su inteligencia, atónita ante la inesperada repulsa de un
alma que consideraba suya por derecho triple de ocupación, cultivo y conquista,
se agitaron convulsamente y se produjo el
derrumbamiento espiritual. Tras la negativa, la locura: una locura rara, casi
intermitente, no bien diagnosticada todavía. Sus parientes, especialmente su
hermana Carlota, que le consagró su juventud, su felicidad, y su vida, trataron
de detenerlo en las fronteras del hórrido abismo. Le hicieron viajar por Europa
y los Estados Unidos en busca de una luz para sus eternas tinieblas mentales; y
ni el espectáculo supremo del Niágara, que inmortalizó a Heredia, le arrancó
otra cosa que pobres versos, imperfectos y mediocres.
En un estado de absoluta
idiotez regresó a Cuba. Sería
curioso estudiar científicamente el caso de Milanés. A su vuelta publicó La
Aurora de Matanzas una poesía "A Lola" (Dolores), la primera novia,
que muestra como en aquella inteligencia conturbada seguía flotando el recuerdo
de su gran conflicto sentimental. Todavía hubo otra ráfaga de su inteligencia
en camino de extinguirse. Fue un dramático encuentro con Isa, a quien tendió
los brazos suplicantes, y halló de nuevo la repulsa, en uno de sus melancólicos
paseos, acompañado de su hermana, que era su enfermera, en las tardes serenas y
poéticas de su bella Matanzas. Tras veinte años de muerte moral, el 14 de noviembre
de 1863, halló, en la tumba, el último reposo. Ya
estaban muy lejos las horas soñadoras y tranquilas de la vieja casona paterna,
en la que, rodeando la figura venerable del patriarca, familiares y siervos
rezaban el rosario, mientras el aire se impregnaba de perfumes y de las
graves, sonoras armonías de las campanas de la catedral.
Notas
(1) Reseña histórica, crítica y bibliográfica
de la literatura cubana. Editada por José
Augusto Escoto. Matanzas, 1916. Tomo I, núm. 3, pág. 281 y sig.
(2) Nació el 16 de agosto de 1814, de familia que, si había gozado en otro tiempo de
buena: posición, había venido a menos, por lo que su niñez no fue muy abundante
en bienandanzas materiales. Su hogar, en la calle matancera que hoy lleva su nombre,
era un santuario de virtud. Gracias a la sobriedad con que vivían, podían
subsistir, a pesar de lo numeroso de la prole, con el modesto sueldo que ganaba
don Álvaro, el padre del poeta. Su educación se redujo asistir a la escuela
primaria de don Ambrosio J. González, a algunas lecciones de humanidades y a
los estudios que por sí mismo pudo hacer en los ratos escasos que le dejaban libre
sus obligaciones en el escritorio de su tío, don Simón de Ximeno. En 1832 vino
a la Habana a desempeñar un empleo semejante en una casa de comercio; pero regresó
a su ciudad natal en 1833, cuando brotó en la Habana la primera epidemia del
cólera. Establecido de nuevo en su empleo de casa de Ximeno, frecuentó la tertulia
de don Domingo del Monte, un gran Mecenas de las letras en Cuba, recibiendo de
él consejos, orientaciones y estímulos. En su rica biblioteca pudo ampliar su
cultura clásica y conocer los grandes escritores de la Edad de Oro española, por
los cuales, especialmente por Lope de Vega, sintió gran predilección. En esta
época aparece por primera vez al público en la revista Aguinaldo Habanero con
su composición La Madrugada (1837), que le dio en su tierra natal y fuera de
ella un gran renombre. Al año siguiente, estimulado por Del Monte, escribió su drama
romántico El Conde Alarcos, muy celebrado en la tertulia y muy aplaudido en su
representación en la Habana. Nombrado Secretario de la Empresa del Ferrocarril
matancero, tuvo mayor vagar económico y se dedicó, con más preferencia, por
diponer de más tiempo, a sus aficiones literarias. De aquí a r8.¡.3, que
empieza su locura, no cesó de producir obras teatrales, artículos de crítica, cuadros
de costumbres y versos. Entre estos deben citarse; El beso, La madrugada, La
fuga de la tórtola, De codos en el puente, Bajo el mango, A Lola, A orillas del
mar, Su alma, etc. También otros de carácter romántico-social como El poeta envilecido, El mendigo, La ramera, La guajirita de Yurumí, La madre impura, El expósito, El ebrio, El bandido, La cárcel, La joven discreta, Larra, etc. Su producción dramática comprende El Conde Alarcos, Una intriga fraternal, El poeta en la corte, A buen hambre no hay pan duro, Ojo a la finca,
y el fragmento Por la puente o Por el río. Una colección de artículos de costumbres, bajo el título común de
El mirón cubano, agrupó su hermano Federico en la edición completa de sus obras
que publicó en 1846, y que hoy es muy rara.
(3) Escoto, revista citada, pág. 287.
(4) Doña Isabel de Ximeno y Fuentes nació en Matanzas en 1818. Fue muy bien educada
y realizó en su juventud diversos viajes al extranjero. Tenía en su casa una
excelente biblioteca y una rica colección de cuadros. —Contrajo matrimonio con
D. Manuel Many y León, sobrino del Capitán General de la Isla de Cuba, don
Nicolás Mahy, en 1862. Realizó su viaje de bodas por Europa y se estableció en
Madrid. Cuando regresó a Cuba el gran poeta. Ventura de la Vega le dedicó una
sentida composición. Residió en Matanzas hasta su muerte en 1897.
Revista Hispana, Tomo 2, Núm. 1, Enero-Marzo 1929.
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