Enrique José Varona
Clarísimo varón:
Aunque tu fama anda ya por el
mundo algo desmedrada y paliducha, se debe más a la malicia y descreimiento de
los hombres actuales, que a su buen juicio. Por mi parte, sigo pensando que los
productos de tu antigua fábrica son excelentes; y los prefiero con mucho a los
de los innumerables émulos tuyos, que, en mis días, tienen taller abierto, para
proveer el mercado de hombres ilustres por medida.
Por pensarlo así, me he decidido a escribirte,
a ver si me socorres, y conmigo a mis conciudadanos, en la apretada necesidad
en que nos encontramos. No te impacientes, figurándote que se trata de que nos
remitas algunas parejas de hombres egregios. No, no necesitamos que sacudas el polvo
de tus anaqueles. Por el contrario, aquí los tenemos a porrillo, hasta para
exportar y si te hicieren falta algunas docenas, podemos cedértelos, con
descuento sobre el precio del catálogo.
Te diré en puridad, para tu gobierno, que este
artículo se ha desacreditado un poco, por el exceso de producción, que tiene
abarrotadas las plazas y trinando a los fabricantes. Con los procedimientos
modernos, no cuesta más inflar un personaje, que una pompa de jabón. Todo lo
que se necesita son unas cuartillas de papel, un vocabulario abundante de
epítetos empenachados, dos docenas de papanatas y un empresario hábil, a quien
tenga cuenta la operación.
Precisamente lo difícil hoy es dar un paso,
sin tropezar con un grande hombre. Nosotros, míseros consumidores, estamos
reventando de empacho de ellos. Y aquí tienes que se me ha venido a la mano el
objeto principal de mi epístola.
Vivo, insigne beocio, yo que me permito
importunarte, vivo en una isla de que no tuviste noticia, mucho más acá de la
última thule. Esta isla tiene fama de fértil; y aunque no muy poblada,
compensan sus habitantes la falta de cantidad con la sobra de calidad. Somos
pocos, pero todos ilustres. Nuestra historia no es historia, sino epopeya.
Nuestros hechos no son hechos, sino hazañas. Excepto la talla, todo en nosotros
es grande, todo admirable, todo mayor de la ordinaria marca.
A tu perspicacia y experiencia no puede
ocultarse que del exceso de tanto bien nace nuestro mal. Tantos superhombres
juntos se sienten estrechos, se estorban unos a otros, y en cierto modo se
anulan unos a otros. Tantas cimas iguales hacen el efecto de una línea
continua. Nuestra común grandeza resulta monótona. Si, de algún modo, no se
introduce entre nosotros algo que forme contraste, vamos a morir de hipertrofia
de todas las células que componen nuestro tejido social.
Como eres tan perito en hombres, que los
sabías bertillonear muchos siglos antes de Bertillón, se me ha ocurrido acudir
a tu ciencia; a ver si nos mandas unas cuantas remesas de individuos
perfectamente mediocres. Por lo mismo que tu especialidad son los grandes hombres,
has de saber distinguir a maravilla la gente común, la de poco más o menos, que
es la que nos hace falta.
Queremos, buen Plutarco, hombres laboriosos,
que no pregonen a todos los vientos su laboriosidad como virtud excelsa; gente
que labre su huerta, y no crea que se le deben recompensas públicas por
labrarla; que ame su patria, y no entienda que un sentimiento tan natural
merece estatuas; que la defienda llegado el caso, y no espere que se le
consagre héroe por haber cumplido un deber rudimentario; que sirva con celo a
la república, se vea recompensado por la prosperidad general de que forma parte
la suya, sin esperar que le paguen en privilegios lo que es deuda de todo ciudadano.
No más que eso queremos; pero lo queremos con gran apremio, porque la carencia
es mucha.
Si nos puedes servir, siquiera con algunas muestras,
nos dejarás eternamente obligados.
Te deseo grata compañía, buena conservación y
sutiles disquisiciones.
La Habana, 19 de junio, 1904
Posdata. Si te decides a
complacerme, mira si encuentras por ahí de repuesto un Filopoemen de marca
menor. Dices del tuyo, en alguna parte, que sabía no sólo mandar según las
leyes, sino a las mismas leyes, cuando la necesidad pública lo requería. No
pretendo que el nuestro sepa tanto; sino que acierte a servirse de las leyes,
para evitar que otros se crean superiores a ellas, y por tanto exentos del
deber de cumplirlas.
Después de todo, dicen por ahí, y ya se decía en tu
tiempo, que la ley sólo se ha hecho para los pequeños. Razón de más, para
procurar nosotros que venga esa remesa de hombres no grandes, no ilustres, no
excelsos; sino modestos, pobres de espíritu, súbditos de la ley. Porque éstos,
y sólo éstos, son los que hacen innecesarios a los Filopoemen completos o
recortados.
No te importuno más, no sea que algún malicioso pretenda sacar a mi
posdata más jugo que a mi carta.
Jairein
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