Bonificio Byrne
Hallándome un día del año 1893 en la redacción
de El Correo de Matanzas, tropecé de manos a boca con Francisco Hermida,
crítico teatral de La Discusión y el cual tenía en su diestra el espadero
en lo que respecta a los componentes de la farándula y a juzgar, sus
trabajos escénicos.
Yo conocía a Hermida por sus escritos, desde
que actuó como director de La Correspondencia en La Habana, recién
llegado de España, en la que habíase hecho periodista.
Saliendo de la redacción y sentándonos en la
librería, cuyo dueño lo era también de El Correo de Matanzas, me dijo
Hermida de pronto:
—¿Qué hay de versos? —Poca cosa –le respondí.
Pero le voy a enseñar una poesía que he titulado «Los Náufragos». Acerca de
ella déme su opinión.
Le leí los versos, y después de oírlos, me
dijo Hermida:
—¿Por qué no escribe usted treinta
composiciones de esa misma índole?
Con ella podía formar un volumen y publicarlo.
—¿Qué título le pondría usted? —repuse.
—Excéntricas –me contestó prontamente.
—Reconocido por la sugerencia y por el
título.
Al día siguiente puse manos a la obra, haciendo
el trabajo en unos cuartos altos que se hallaban al fondo del establecimiento La
Emperatriz, cuyos propietarios, Manuel Serrat y José Russinyol, eran íntimos amigos
míos. En esos altos nadie interrumpía mi labor. Nadie iba a molestarme. Y en ese
lugar, escribí las poesías que integran el tomo, al que bauticé con el título que
hubo de indicarme Francisco Hermida.
Como consecuencia del esfuerzo a que sometí en
esos días mi cerebro, me saltó una neurastenia que me dio muchísimo combate. Me
enfermé de veras. Durante el día, como he dicho antes, escribía en La
Emperatriz. Por la noche, en mi casa. Vivía yo entonces en la calle San Diego
núm. 16, Pueblo Nuevo. Recuerdo que una vez, después de entregada al sueño mi
familia, me puse a escribir mi composición titulada «El Diablo».
Una tras otra, las estrofas
iban brotando de mi pluma, fáciles y espontáneas, ni más ni menos que si
alguien me las fuera dictando, y yo no tuviese más trabajo que ir trazando los
versos en el papel. Cuando acabé de escribir esta estrofa:
El
diablo es un gran músico. Inspirado,
sólo
toca de noche su violín:
un
violín diminuto y encarnado,
que se
encontró en las márgenes del Rhin.
Miré en torno mío aterrorizado, como si detrás
de mí hubiese alguna persona. Un escalofrío me recorrió la médula espinal y
levantándome de pronto, me dirigí a mi habitación, caminando no de frente, sino
de espaldas, señal esta del pánico que habíase apoderado de mí. Metíme en el
lecho, costándome trabajo conciliar el sueño.
Al día siguiente acabé la poesía comenzada,
repuesto y avergonzado de mis pueriles temores. Aunque haya quien se ría de lo
que voy a decir, confieso que llegué a figurarme, gracias a mi neurastenia, que
era el diablo el autor de aquellos versos, que hicieron reír grandemente a mi
colega y amigo Manuel de los Santos Carballo, el día en que se los di a
conocer. ¿Por qué se reirá el autor de Voces en la noche de una poesía
que mereció celebraciones y alabanzas de Rufino Blanco Fombona y de otros
muchos escritores y literatos de fuste?
Él no me lo dijo. Ni yo insistí entonces en
averiguarlo. A mí me queda la satisfacción de no haberme reído jamás, después
de haberle oído alguna de las bellas poesías con que me deleitaba el espíritu. La
fe que animaba a Balzac, cuando su propia familia dudaba de sus aptitudes para
sobresalir y vencer en el cultivo de un género tan difícil como la novela; el
entusiasmo que le dominaba, en tanto que sus preceptores en el colegio y sus
condiscípulos le hacían burla y se mofaban de él y de sus aspiraciones literarias;
esa fe y ese entusiasmo debían tener algún parecido o semejanza con la
confianza que yo experimentaba, cuando sometía una empresa poética y lograba
darle cima, o cuando un Zoilo me salía al paso para sin razón censurarme.
Las contrariedades eran para mí un acicate.
La risa, un estímulo. La crítica, una exhortación para que no cejara en mis
propósitos.
Publicadas las Excéntricas, tuve la
suerte de que fueran acogidas benévolamente por los críticos. Julián del Casal,
el poeta cubano por excelencia, lo mismo que el ilustre peruano don Ricardo
Palma les tributaron un cálido elogio, aunque inmerecido.
Manuel Sanguily en sus Hojas Literarias hizo
un juicio acerca de ese volumen: «Por cierto, que se notaba en las poesías que
integraban el tomo, la influencia de Baudelaire.» ¡Y yo no sabía el francés, ni
tampoco lo sé a estas horas, por negligente y perezoso!
Pero Sanguily hizo una observación tan atinada
coma juiciosa. Como las Excéntricas aparecían dedicadas al diablo —¡oh
neurastenia!—, Sanguily fijó sus ojos perspicaces y certeros en una poesía
titulada: «Muerta», que figura en el volumen y en la cual se habla de Dios —¡nada menos que de Dios!—, y de ello dedujo que mi incredulidad y mi culto a
Satanás eran fruto en mí, de un estado mental transitorio y no de convicciones
arraigadas.
Sanguily dio en el clavo, estando conmigo muy
comedido, lo que de veras le agradecí, pues en cuestiones de arte y de críticas
no se paraba en barras y decía la verdad, costase lo que costase y pesárele a
quien le pesare. A mí me juzgó benévolamente, y por ello mereció mi gratitud.
Rufino Blanco Fombona, el insigne escritor venezolano, que es una gloria no de
su patria, sino de toda la América Latina, en un hermoso capítulo habla de las Excéntricas,
obligándome, por lo que de ellas dice, a mi inextinguible y profundo reconocimiento.
En ese capítulo dice el ilustre autor de Letras
y letrados y de La lámpara de Aladino, que mi tomo Lira y espada reducido
a la mitad hubiera quedado mejor. ¡De acuerdo, Maestro! Véase como en
asuntos literarios, igual que en todos, no me duelen prendas.
De las Excéntricas no queda hoy más
ejemplar que el que yo poseo, y está dedicado a mis hijos. Bien es
cierto que la edición de ese libro mío fue corta: quinientos ejemplares.
Como no soy de madera de héroes, no pasé prudentemente, de ese número. Y
creo, con toda sinceridad, que hice bien y que estuve en lo cierto.
Hacer otra cosa hubiera sido una verdadera excentricidad.
Tomado de Francisco Morán: ¡Cómo tiembla! ¡Cómo tiembla! Poesía y Prosa
de Bonifacio Byrne. El TIC diabólico y raro del modernismo hispanoamericano,
Stockcero 2011.
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