Mario Vargas LLosa
En el bello título, su mejor acierto, están condensados buena parte de los componentes del último libro de Cabrera Infante (1): la nostalgia, el humor, la compulsiva necesidad de jugar con las palabras. No nos dice nada, sin embargo, sobre el ingrediente principal: la obsesión erótica, esa maraña de aventuras y desventuras sexuales que el narrador trata meticulosamente de resucitar. Es un libro curioso, inesperado, de
arrebatos de exhibicionismo contrarrestados por una invencible reticencia a
desvelar los sentimientos y en el que la imagen de ser sarcástico y frío,
egoísta implacable en la realización de sus deseos, que ha conseguido sin
saberlo el ideal libertino de hacer del sexo una pasión del cerebro disociada
del corazón, que nos propone el autor, es desmentida a cada paso por un
sentimentalismo que aprovecha cualquier resquicio -por ejemplo, las referencias
a la época, al cine, a la ciudad- para volcarse a raudales.
Una novedad es su esfuerzo confidencial, infrecuente en la
literatura de lengua española, en la que, a diferencia de lo que ocurre en
Francia o Inglaterra (países donde la gente son reacias a hablar de sí mismas,
pero en los que, paradójicamente, existe una riquísima literatura de esta
índole) las memorias y autobiografías suelen ser alusivas, perifrásticas, sobre
todo en lo que se refiere al tema tabú. No recuerdo en América Latina ningún
libro en el que, en primera persona, se ofrezca un testimonio más explícito
sobre el aprendizaje sexual, que refiera con tanto pormenor, sinceridad y
gracia, la iniciación sexual y los tormentos, dudas, prejuicios, estímulos, desviaciones
y maravillosos hallazgos de que podía venir acompañada en una sociedad como la
nuestra. (El habla de la Cuba de los años cuarenta y cincuenta, pero casi todo
lo que cuenta hubiera podido ocurrir en el Perú y, estoy seguro, en el resto de
los países hispanoamericanos. Aunque, sin duda, una experiencia así debe
resultar exótica y apenas comprensible en cualquier país anglosajón.)
Pero, pese a esta franqueza -que es a menudo crudeza- el
libro difícilmente podría ser llamado una autobiografía; pues, al concentrarse
en el tema erótico, aboliendo todo lo demás, da una silueta trunca, deformada,
del narrador. Dos son los escamoteos más flagrantes: la literatura y la
política. Esta última merece unas pocas menciones despectivas, nada más, y ello
tiene quizás, la justificación de que lo que Cabrera Infante cuenta en su libro
ocurre en su prehistoria política, antes de esa revolución de la que sería
primero adherente y luego víctima. Con la
gran literatura sucede en su libro algo distinto. Hay en él una postura antiintelectual
ostentosa, y en sus páginas abundan burlas, escarnios, invectivas contra las
personas que, algunas con ingenuidad, otras con desconocimiento, otras con
escasas luces, hablan de asuntos culturales, tratan de convertir las lecturas
literarias en modelos de comportamiento y hacen esfuerzos, bien o mal
encaminados, para ocupar intelectualmente sus vidas. Son las páginas, para mí,
más incómodas del libro, las menos creíbles, en la pluma de un intelectual que,
si no a cada línea, sí a cada párrafo, hace alusiones en tres o cuatro idiomas
a libros y escritores y cuyos chistes son a menudo alambicadas citas de
historia y poesía trastocadas. Se trata, por supuesto, de una simple pose. Pero
es una pose subliminalmente pretenciosa: sólo quienes se siente cultos,
desprecian la cultura, sólo los literatos exquisitos juegan a acabar con la
literatura.
En cambio, hay otro rasgo cultural sobre el que La Habana
para un infante difunto resulta directo, ameno, instructivo. Tiene que ver con
las fuentes no literarias de Cabrera Infante, y, de manera general, con las de
quienes, años más años menos, pertenecemos a su generación. Es decir, quienes,
a la vez que por los libros, fuimos educados por el cine, la radio, las
revistas y -más tarde- por la televisión. Así como siempre he encontrado fastidioso
el antiintelectualismo de los intelectuales, siempre me ha parecido una ingenuidad
de avestruz el a menudo muy sincero desprecio que muchos de ellos profesan a
aquellas canteras culturales de nuestra época, a esos grandes hacedores de los
mitos e imágenes que han forjado buena parte de nuestra sensibilidad y
fantasía. Basta haber leído los cuentos y las novelas -para no mencionar sus
excelentes críticas de cine- de Cabrera Infante, para saber hasta qué punto él
es deudor de aquellos grandes medios de comunicación, y resulta muy grato, por
lo natural y agudo que se muestra siempre que lo hace, oírle referir sus
recuerdos de espectador cinematográfico o de oyente radial, advertir la
precisión amorosa con que su memoria ha retenido todo aquello, no sólo
importante, sino también lo trivial o lo efímero, y cómo el mundo de celuloide
y del acetato (así decía un presentador de radio, en mi infancia) está selváticamente
entrelazado con todos los episodios de su vida (y lo estará, más tarde, con su
obra).
Otra originalidad del
libro es el humor, el peculiar e inconfundible humor de Cabrera Infante, un
humor que, a ratos, hace reír y otras sonreír y otras lo deja a uno intrigado,
tratando de descifrar el acertijo verbal, el rompecabezas semántico, o
desconcertado por la elusión y la ruptura del sistema narrativo que significa. Muchas
veces tiene un aire frívolo, gratuito, juego de palabras que es una tentación
irresistible a la que el autor sucumbe cada vez que una aliteración, una
asonancia o una asociación se lo permiten, pero es evidente que se trata de algo
profundo, esencial, para quien así escribe, pues el hecho es que esa propensión
a la acrobacia estilística, a fabricar el chiste barajando y revolviendo las palabras
de manera insólita y absurda, es algo a lo que está dispuesto a sacrificar todo
lo demás: la coherencia del relato, la gravedad de un diálogo, la limpieza de
una descripción, hasta la intensidad de un coito. Dos y tres y hasta cinco
veces en una página, los juegos de palabras salen al encuentro del lector,
brillantes, musicales, intrusos, sorprendiéndolo, divirtiéndolo y, también, a
veces, frustrándolo. Hay algo de provocación en ellos, y, sin duda, de
estrategia inconsciente, para evitar hacer demasiado transparente, aquellas
revelaciones que, al mismo tiempo, el autor se empeña en hacer de sí mismo. En pocos
libros es tan notoria la naturaleza ambivalente del humor que, a la vez que
puede abrir muchas puertas de la realidad humana, permitiendo al artista sacar
a luz gracias a él estratos desconocidos de la realidad, es también el instrumento
irrealizador por excelencia que trastoca todo aquello de que se apropia de una cualidad
ajena, distante, distinta, que parece como emanciparlo de la experiencia
humana. El humor, con su naturaleza bifronte, está en el centro de la obra de
Cabrera Infante; es, en su caso, ese elemento añadido que todo creador
auténtico agrega a aquellos materiales que roba al mundo para erigir su propio
mundo.
Todo lo que llevo
dicho hasta ahora no ha dejado claro todavía si el libro me gustó poco o mucho,
que es la primera pregunta que debería absolver el comentario de un libro (la
más difícil de fundamental). Lo leí de corrido, como leo los libros que me
importan, sin sentir en ningún momento que fuera demasiado prolijo. Me interesó
enormemente y aun en los momentos en que me irritaba (ciertas destrezas ecolálicas,
esa magia verbal sobreimpuesta al relato me hacía a ratos el efecto de una
traición, y me costaba trabajo perdonar esa actitud superior, de perdonavidas,
del narrador con aquellas muchachitas cursis de La Habana a las que permite
abrir las piernas, pero no opinar de música y de poesía) algo había en él que
conservaba el hechizo, esa pregunta ansiosa que mantiene en el lector un relato
logrado: ¿y ahora que va a pasar? A la distancia descubro que en mi memoria se
conserva como el personaje mejor modelado, el más viviente del libro, la ciudad
de La Habana, la de antes, la de las posadas fornicatorias y la de los “night
club” y los bares pecaminosas y las oleadas de turistas, la de los radioteatros
y telenovelas sensibleras, la de los espectáculos pornográficos del teatro
chino y la imitación norteamericana, la de la miseria y la corrupción, pero
también la de la frescura vital, la de una cierta libertad de espíritu, y de
una belleza fraguada por la conjunción del cielo, el mar, los crepúsculos, la
música alegre y la sensualidad a flor de piel. A través de esta Habana es toda
la época que vivimos, en América Latina, los que fuimos niños en los cuarenta y
jóvenes en los cincuenta, lo que el libro rescata con pinceladas maestras. Fue una
época bella y horrible, como todas las épocas, y que la memoria melancólica y
la prosa prestidigitadora de Cabrera Infante nos lo recuerde tan bien es algo
que, a los infantes difuntos de entonces, no puede menos que dejarnos confusos,
sin saber bien si debemos, por ello, felicitarlo o insultarlo.
(1) La
Habana para un infante difunto. Barcelona, Seix Barral. Biblioteca Breve, 1979.