Guillermo Cabrera Infante
No
sé nada del tema. Ni siquiera me atrae la literatura de espías ni el mito de la
espía bella, traicionera, que es fusilada al amanecer mientras su amante,
soldado dos veces ciego ¡cree que la descarga son salvas! Esta visión sólo es
tolerable cuando sirve al despliegue de la belleza asexuada o bisexual de Greta
Garbo. En cuanto a la literatura de espías, como no he leído todos los libros y
puedo todavía creer a la carne alegre, quiero sólo mencionar dos o tres novelas
de espías que me intrigaron antes. Ahora ni siquiera he abierto mi ejemplo de
cortesía de Gorky Park. Si el único paisaje del espía es desolado y su
perspectiva está dominada por el dinamismo de lo sórdido, la novela de espionaje
es eminentemente aburrida y su interés para mí viene dado por dos o tres maestros
de la novela, como Rudyard Kipling en Kim, Joseph Conrad en El agente
secreto y Somerset Maugham en Ashenden. Eso deja una sola obra
maestra absoluta de la literatura de espías, The Riddle of the Sands
(traducirla por «El acertijo de las Arenas» es injuriar su hermoso título), de
Erskine Childers, que defendía en ella a su país, Inglaterra, y murió fusilado por
traidor a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial. Hay un libro que vuelvo a leer
cada año, La máscara de Demetrios es simplemente una novela policial que
sustituye el plano de Londres por el mapa de los Balcanes y que comienza en
Turquía y termina en París, como podía comenzar en Charing Cross Station
y terminar en Paddington. Hollywood, que sabe de géneros, no se equivocó
cuando confió sus protagonistas a Peter Lorre y Sdney Greenstreet, los viles villanos
de El halcón maltés, arquetipo de la película policial.
Esa es toda mi relación con la novela de
espionaje. He leído a John Le Carré y aunque sus tramas no llevan a cabo la
amenaza de ridículo que evoca el nombre del autor, sus libros me parecen
espesos, tristes y deprimentes, como una mala niebla. Le Carré es Dostoievsky
dictado a una secretaria bilingüe de la KGB en Londres. El otro cultor del
género, Graham Greene, no es más que Somerset Maugham convertido al
catolicismo. Ustedes dirán que El tercer hombre redime a Green para
siempre. Pero The third man fue concebida y desarrollada por Alexander
Korda, su productor, ejecutado por Carlo
Raed,
su director, y completada por Orson Welles, actor único, Svengali de todos. Graham
Greene fue un pálido factotum de toda esa comparsa creadora. Y la música, por
supuesto, fue compuesta por Antón Karas, un húngaro olvidable.
Los
orígenes
La
literatura de espías es enemiga del cuento, que es esencial a la narración
policial. La trama de espionaje es, para citar a Marlowe (me refiero a
Christopher, no a Philip), «una rama cortada que debió crecer derecha». No
habría novela de espionaje sin dos cuentos, (“La carta robada”, de Edgar Allan
Poe y el «El tratado naval», de Arthur Conan Doyle, que pertenecen a los orígenes
de la literatura policial. Lo que más limita a la novela de espías es su necesaria
contaminación con la política y aún con la inmediata rivalidad de los imperios.
Hace falta conocer las divergencias imperiales entre Inglaterra y Alemania para
poder leer Riddle of de Sands, la novela que de veras inaugura la
colección. O saber el grado de pugnacidad de la Rusia soviética, un imperialismo
que se presenta como la única ideología posible. Sólo así se pueden entender
las novelas de John Le Carré, que están en los mismos límites del género: el
espionaje presentado como un patético combate moral. A la novela de espías le
sobra intriga pero le falta misterio y voluntad de juego, que es precisamente lo
que caracteriza al género policial, de Poe a John Franklin Bardin. La narración
policial, no necesita, como la novela de espías, de baedeker ni de guía
para la ficción política: «Si es de John Le Carré éste debe ser Berlín y ese,
el muro de la vergüenza erigido en 1961». Podrá ser historia contemporánea pero
no es una metafísica futura.
Todos los historiadores tratan siempre de determinar
cuándo comenzó exactamente la historia de la literatura policial. Poe comenzó
el cuento policíaco usando posibles inventos anteriores. Poe confesó que la
idea que creó una literatura le vino al leer Barnaby Rudge y adelantarse
a Dickens con la solución al enigma. De ahí surgió su “método analítico». No
importa si Poe miente otra vez, lo que es probable, y no quiere reconocer la deuda
que tiene con la novela gótica. Ese es su privilegio de autor: Todas las fuentes,
la fuente, como diría Carlos Fuentes. Nuestro privilegio y goce actuales es
leer los tres cuentos puramente policiales que escribió Poe y olvidarse de que
de veras intuyó al detective antes de que lo nombrara Scotland Yard. La
intuición notable es siempre literaria. Poe no creó al policía inglés, pero, lo
que es más importante, creó a Auguste Dupin, primer detective de la literatura y
dio origen a todos los que vinieron después, del cautivante Sherlock Holmes al
lamentable Lew Archer de Ross MacDonald, que Raymond Chandler con toda razón
consideraba un plagio permitido por las limitadas leyes pero no por la infinita
moral estética.
Edgar Allan Poe —ya nadie tiene duda de ello—
creó el género policial y por lo menos una de sus tres narraciones, «La carta
birlada», es la primera obra del maestro del género. Pero es una ironía
retórica que el padre de la narración policial fuera hijo adoptivo y además no
tuviera otra descendencia que su suegra. Un tanto más para las genealogías del
misterio.
Adivinar París
Uno de los más memorables momentos de toda la literatura
es ese en que Edgar Allan Poe, imitando a su futuro traductor hace bulevardear
a Dupin y a su innombrado narrador, un Watson «avant toute la lettre», más
cultivado que Watson, más discreto que Watson, y los dos jóvenes recorren París
cuando ya ha caído la noche: la rue Montmartre, las calles del faubourg
Saint Germain y las callejas vecinas del Palais Royal, envueltos ambos en la
noche y los «destellos salvajes de la luz» artificial. He vivido un Virginia y
dado cursos en su Universidad (donde la celda de Poe se conserva intacta tras
un grueso cristal protector por entrada y bajo un letrero en latín que, según
Juan Benet, dice «Esta es la minúscula casa del poeta»), conozco Baltimore, la
horrible, y he vivido en Nueva York varias veces. Así puedo decir a sabiendas
que el mayor alarde de imaginación del poeta fue haberse imaginado, desde la
provincia y las populosas ciudades americanas, el esplendor de un boulevard de
París. Este momento, tanto como cuando una página y muchas calles más allá, Dupin
revela los mecanismos de su memoria y de su intelecto para conseguir llegar a
la verdad de la deducción: la única operación mental capaz de combatir el crimen
y enfrentar invisible al cuchillo y la bala.
Es esa imaginación poética que va a alimentar
a dos escritores
tan abismalmente opuestos como Baudelaire y Conan Doyle. Pero también muestra que
es la creación poética lo que justifica a la narración policial desde el principio.
Poeta es Poe y otra clase de poeta es su renuente epílogo Conan Doyle. Poeta es
Gilbert Chesterton y poeta es Francis Lles. Poeta es Dashiell Hammlett y poeta
es su seguidor y maestro Raymond Chandler. Poeta como Poe de la narración breve
es William lrish. Poeta a veces es Rex Stout con su «Nero Wolfe» que cultiva
orquídeas, gran gourmet del crimen que sabe todo lo que hay que saber dé vinos
y venenos y de motivos y coartadas. Poeta es John Franklin Bardin, que será el último
poeta del que les hablaré esta vez.
Poe con tres cuentos («Los crímenes de la
calle Morgue», «El misterio de Marie Roget» y «La carta birlada» y una o dos
narraciones contaminadas inventó, él solo, todas las reglas del juego.
A menudo se ha comprado la novela policial
con un puzzle, un enigma para incautos, un juego de engaños sutiles o
burdos según la inteligencia del autor. Dije que la narración policial era un
juego de ajedrez y dije mal: es un problema de ajedres. Es el juego
reducido a su esencia, eliminado el contrincante pero no sus jugadas, anotadas
con claves conocidas. Van desapareciendo las fichas fantasmales una a una,
eliminadas como términos de una ecuación feliz. Al final no quedan más que dos
o tres jugadas posibles. Por último, con la desaparición decisiva, aparece la
solución, que es siempre la misma. El problema ha sido resuelto. La partida esencial
termina con el triunfo de la lógica y la inteligencia deductiva pero también
con la derrota fina del contrincante. Jaque mate quiere decir en iraní muerte
al jerarca. La mayor relación entre el ajedrez y la novela criminal es que
nunca interviene el azar, aunque una memorable narración inglesa se llama “El
azar vengador». La ausencia del azar hace a ambos juegos irreales y mecánicos.
Hay que admitir sin embargo que algo extraño ocurre
con el ajedrez que va más allá del juego mismo —una proyección metafísica—.
También ocurre con la novela policial. Aunque Borges dijo que la novela
policial no era «la explicación de lo inexplicable sino de lo confuso».
Memorable Holmes
Lo confuso es sólo confuso en apariencia.
Quiero insistir en que el juego de ajedrez comienza con un orden estricto y
evidente, como un teorema. El desorden sólo se establece a partir de la primera
jugada o apertura. Desde entonces comienza a entronizarse el caos hasta que
éste reina absoluto, al ser un dominio con dos reinas luchando por el
predominio. Pero la confusión es más que un desorden de posibilidades, que son incontables
como para alcanzar una cifra alucinante sólo comprensible para él matemático y
el astrónomo. Pero ese caos universal tiene un centro. Mejor dicho, dos. No son
los dos jugadores sino las dos piezas conocidas como reyes, rey blanco y rey negro
la fuerza más inútil y a la vez imprescindible al juego. Es con la desaparición
de uno de los dos centros que el juego termina y vuelve a reinar la calma
inicial en medio de las huellas del desorden.
La literatura de misterio puede ser, como
propone Chesterton, una ocupación teológica porque trata, como fin y principio,
del combate a muerte entre el bien y el mal, los absolutos. El bien debe triunfar
siempre, pero no sin que el mal trate de ganar, alevoso. En algunas novelas demasiada
modernas es el mal el triunfador. Aún en las primeras narraciones el mal aparece
no sólo como un ente más astuto sino lo que es más importante, como mucho menos
tratado. El bien hay que admitirlo, aburre. No hay más que recordar la trinidad
más eminente del género. Watson es el memorista que no olvida. Sherlock Holmes
es memorable, fascinante, y no sólo ingenioso sino capaz de inducir el ingenio
en otros. Como Falstaff, pero un Falstaff a dieta, valiente que lucha contra el
mal y su vicio. Pero el tercero en discordia diabólica, el llamado Profesor
Moniarty, es más decisivo que Watson y por tanto digno rival de Holmes. Moriarty
inolvidable, hay que decirlo, es el villano que subió del infierno.
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