Ana Basualdo
«A escritor argentino muy severo le preguntaron en una universidad norteamericana qué
opinaba sobre Tres tristes tigres. El escritor —dejémoslo en prudente
anonimato— dijo: ¿Cómo me pregunta por ese libro? No es serio...» Quiso
descalificarme pero para mí, fue un elogio. Me alegro de no ser serio.»
Poco después de levantarse Guillermo
Cabrera Infante se dispone a la entrevista con buen humor, a pesar de que
—según confesó más tarde— la mañana no es casi nunca el mejor momento de su
día. Además: «Me gusta ser entrevistado por una mujer». Pero esta vez evitó ejemplos
extremos, como el que aparece en La Habana para un infante difunto: «Hasta
el día de hoy prefiero conversar con una mujer idiota que con un hombre
inteligente».
«Me gusta lo que escribo cuando en principio me
divierte a mí mismo; luego, si se divierte Miriam —mi mujer y primera lectora—,
mejor. Si luego logran divertirse los editores, todavía mejor. Y si después lo
hacen otras personas —yo querría que fueran muchas—, mi alegría es total. Por
eso fue un elogio la crítica del escritor serio. Pero hay otro argentino que es
el mayor humorista desde Quevedo; Jorge Luís Borges. Podemos ir a una biblioteca
y quedarnos leyendo allí durante días: no encontramos otro más irónico y
humorista. También admiro a Bioy Casares un hombre que ama tanto a las mujeres
como él no puede ser “serio”.»
La conversación de Cabrera Infante (así como sus libros) está sostenida
por dos o tres pasiones relacionadas entre sí. El cine —a la vez fuente de
temas y de recursos técnicos— no es por cierto la menos fuerte:
«Puig y yo
(cada uno a su manera) hemos sido los primeros en incorporar el cine a la
literatura. Puig lo hizo sobre todo en su mejor novela —El beso de la mujer
araña—: allí hay una Scherezada que cuenta películas. Ahora se hace normalmente,
tanto en Estados Unidos como en Europa, pero no en la época en que Manel y yo
nos dimos cuenta de las posibilidades del cine en la literatura. Recuerdos de
cine, en lugar de recuerdos literarios. Referencias cinematográficas, en
lugar de literarias. La diferencia es que Manuel se identifica con dos o tres actrices;
para mí, el cine es una fuente total de mitos. Se lo ha asociado muchas veces
—y es un acierto— con la caverna de Platón.»
Pero la adicción indiscriminada a
cierto cine puede acaso implicar, para el escritor, una adicción al pasado (y
no siempre es el pasado dinámico de la memoria); a imágenes complacientes y
repetitivas.
«Para mí el cine tiene una importancia técnica. Ya no hay que
hacer lo que hizo Dickens, qué debía trabajar y fijar una figura para siempre.
Y tampoco hay por qué recurrir a imágenes antiguas, consagradas por el arte.
Para transmitir la figura de una mujer, se puede recurrir a figuras colectivas,
reconocibles por un lector medio. Si digo que la mujer está peinada a lo
Verónica Lake es más actual, más cercano que si digo que se parece a la Venus
de Botticelli. En mi última novela, Cuerpos divinos (el título es más
bien irónico), que no trata de cine, aparecen muchas referencias de ese tipo.»
Cabrera Infante prefiere el cine americano y detesta, en cambio, el moderno
cine alemán: «He visto sólo dos y me juré no ver nunca más ninguno. Me parecen pretenciosas;
quieren significar algo que está más allá de ellas mismas. Son extensas
metáforas, que me aburren. Me gustaba la gran época del cine alemán, antes de
Hitler: aquellos directores que luego se exiliaron en Estados Unidos. Pasó algo
en Alemania. Pasó la guerra, claro, pero algo pasó también después. Gunther
Grass, con toda esa erudición culinaria de El rodaballo no es por
cierto Thomas Mann.»
«Me gustan Hitchcock y John Ford. Sus películas
también son metáforas de la realidad, pero invisibles. No son
presuntuosas; están ocultas debajo de una superficie que entretiene.»
Su pasión le permite ver cine en cualquier circunstancia: al aire
libre, sobre una pared, en pantalla pequeña enorme, de día o de noche. Y tanto en La Habana como en Londres:
«En Londres hago una vida monótona, casera, agradable. Tengo un excelente televisor (no tengo video) y veo cine
todas las noches. Durante los fines de semana, puedo ver —para desesperación y
envidia de Gimferrer— hasta cinco buenas películas, en los tres canales. El
resto del tiempo trabajo, o trato de trabajar. En realidad, escribo durante más
o menos tres horas, todos los días; mejor dicho, las tardes (por la mañana, no
funciono). He descubierto que la mayoría de los escritores que dicen trabajar
muchas horas por día, todos los días, mienten.»
«Por la mañana, tomo el desayuno frente a una ventana a través de la
cual veo llover. Y me alegro muchísimo de no tener que salir a la calle para
trabajar. Veo lluvia, pero no niebla. Cuando llegué a Londres, comprobé que los
ingleses no son tan puntuales como siempre hemos creído, que el té no se toma a
las cinco sino a las cuatro y —lo que es más grave —que no hay casi niebla. La
niebla londinense fue inventada por Conan Doyle para que Sherlock Holmes se
moviera con un aire de misterio.»
Otra de las pasiones de Cabrera Infante —acaso el recurso más notorio de su estilo (detesto la
noción de estilos)— es la aliteración. Y toda clase de juegos de lenguaje.
Algunas frases aliteradas (ejemplos elegidos al azar, entre centenares) de La
Habana para un infante difunto: «versión venérea del venerable Gandhi», «salía silbando, súbita sierpe, sola sombra sólida», «escalera de mármol
impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca».
«El idioma está lleno de frases gastadas, de consignas carentes ya de sentido. Por eso yo cometo tanta cantidad de
paronomasias, aliteraciones y todo eso: para provocar.»
El vaso de agua mineral está por la mitad. La mano de Cabrera Infante lo
busca con un ligero temblor: es casi imperceptible pero él, entre bromas, lo
señala: «A veces la gente (mujeres, sobre todo) cree que la saludo efusivamente,
pero se trata más bien de ciertos temblores. Provienen de la época —entre el 72
y el 75— en que estuve loco. Estuve muy loco: ya no me importa contarlo.
Primero, ataques de parálisis y de amnesia. También depresión clínica, que no tiene
nada que ver con la depresión corriente. Y esquizofrenia.
También tuve ataques
de euforia en los que me creí dueño de los mayores secretos del mundo. Un día
fui a buscar a mi mujer al aeropuerto y la llevé corriendo a casa para
mostrarle el televisor: creí haber encontrado el secreto máximo de la
narración. Mi mujer se preocupó por mi mirada, pero sobre todo porque lo
que le mostré (una vulgar serie USA) era una estupidez. Fui a un psicoanalista
—que se daba el lujo de publicar en Londres un libro escrito en francés sobre Mallarmé— pero hundí más. A la tercera sesión
se dio cuenta de que tenía delante a un verdadero loco; al principio
lo confundió el hecho de que yo contestara sus preguntas
objetivamente. Finalmente, fui a una clínica psiquiátrica, donde me
dieron dieciocho electroshocks y una sal (litio) que cura la esquizofrenia.» «No
sé cuál es el origen de los ataques. Y todavía tengo que tomar la sal.
Pero hace tiempo que estoy bien —los temblores son efectos del litio—: ahora
sólo estoy loco tres horas al día, las horas en las que escribo. Cuando estuve
totalmente loco, no escribí una sola línea. Durante tres años, no pisé
mi escritorio.»
La Vanguardia, 5 de agosto de 1981, p. 17.
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