Rogelio Saunders
Son las 6:00 en punto de un tranquilo
atardecer de verano. Me siento y escribo:
Hacía tiempo que no visitaba la casa del
poeta. Habíamos tenido una grave diferencia tiempo atrás, y desde entonces no
me sentaba ya en su amplio patio con tamarindos (tan frío en invierno, sin
embargo). En fin, que ya no me portaba por allí cuando recibí la noticia (al
principio lejana, como un eco) de que estaba gravemente enfermo. ¿Qué hacía, ir
o no ir? El agravio pesaba en mí como una losa. Pero finalmente decidí ir,
pensando que quizá fuera la última vez que lo viera y no quería que se quedara
con ese rencor, con esa idea fija, como sangre coagulada.
Cuando llegué, la esposa me recibió con una
mirada sombría, de gran abatimiento, pero con cierta alegría detrás, según me
pareció, como cuando alguien nos pasa una taza de café entre los escombros de
un terremoto.
–Hola –dije, tan torpe como siempre–. ¿Dónde
está...?
–Allá dentro –dijo, pasándose un pañuelo por
los ojos, que tenía hinchados como los de una actriz, y señaló el cuarto en
penumbras, con la cama a ras del suelo. (Lo conocía bien, pues había estado
allí dentro muchas veces, en los tiempos en que florecía nuestra amistad.
Siempre me perdía primero por otros corredores, pues la casa era un verdadero
laberinto, dividida además en dos alas asimétricas. Las carcajadas del poeta
resonaban en toda la casa cuando finalmente desembocaba, azorado, en la pequeña
alcoba llena de cuadros.)
Pero ahora el hombre enfermo apenas se movió,
si bien me había reconocido casi enseguida.
–Hola –dije, maldiciéndome interiormente por
mi increíble torpeza. (¿Eso era todo, "hola"?, me dije. Dios mío.)
Estuvimos un rato largo callados. Yo sin
atreverme a hablar; él en un silencio cuya prolongación iba llenando la alcoba
de una vaga pero creciente sensación de misterio y peligro. Al fin habló:
–¿Sabes? –dijo en un susurro. Tenía cáncer de
la garganta, por lo que su voz sonaba a cristales rotos (como bien dijo el
maestro). Acerqué la oreja.
–¿Qué?
Se oyó un suspiro largo y ronco.
–Ese poema tuyo, brillante y pésimo
–continuó–. Lo veía venir.
Incapaz de descifrar lo que podía significar
aquello, opté por callar.
Otro suspiro, más corto. Y luego, nada. El
poeta, vencido, tenía ahora una mirada plácida. Había dicho lo suyo, sin duda
alguna. Un niño no hubiera parecido tan feliz bajo la disipación del dolor y de
las arrugas.
Gritos,
los familiares, etc.
Volví a
casa. Por el camino, me encontré con un vagabundo a quien tampoco veía hacía
tiempo, y estuvimos hablando de nuestras cosas mientras pisábamos indiferentes
el pedregullo paralelo a las vías del tren. Me despedí de él al llegar a la
entrada del pueblo donde vivo (allí hay una bifurcación cuya segunda
posibilidad nunca me he interesado por explorar, pero que el vagabundo, al
parecer, conocía) y seguí caminando como siempre, de forma reconcentrada, sin
dejar de pensar en ningún momento en las cosas extrañas que tiene la vida y en
las indescifrables palabras del poeta.
Al
llegar aquí, me he levantado de un salto. ¡He matado a Jorge!, exclamé. (Jorge
es un poeta amigo mío con el que he tenido una discusión ayer que ha puesto
nuestra amistad al borde de la ruptura). Créanme: tenía la conciencia real de
haber cometido un crimen. Recogí las llaves y lo demás que pude y salí como un
loco para la casa de Jorge. (Caminando, son unos diez minutos.) Al llegar, cuál
no sería mi sorpresa y pavor cuando veo que en efecto allí se está celebrando
un velatorio. La esposa de Jorge está bañada en lágrimas y a su alrededor están
los amigos y familiares compungidos. Sin que nadie me detuviera, crucé el
umbral como un rayo, aunque fui detenido casi inmediatamente por la luz de la
sala, como cien veces más brillante de lo habitual y que me deslumbró por
completo. Ya repuesto, me acerqué al ataúd, pero lo que vi me heló literalmente
la sangre en las venas: ¡el muerto era yo!
Sin
pensar en nada, salí corriendo despavorido y no sé cómo fui a parar a un
bosquecillo de cedros donde soplaba una ligera brisa. Para mi sorpresa, allí
estaba el vagabundo, que sólo dios sabe de dónde había salido.
–La literatura –me dijo– es como las partidas
de ajedrez. Toda obra ya ha sido escrita, así como toda partida ya ha sido
jugada.
Intento no pensar en el bosquecillo de cedros.
Intento no pensar en la literatura. Intento no pensar en las palabras del
poeta.
Lo
único que sé es que son las 6:00 en punto de un tranquilo atardecer de verano y
que debo sentarme a escribir como sea. Entonces me siento y escribo:
Hace
tiempo que no visitaba la casa del poeta.
La
intuición me dice que debe haber algo antes. Pero la verdad es que no se me
ocurre qué pueda haber antes y además, dios sabe por qué, no tengo tiempo. Lo
único que puedo decir es que tengo la sensación de que estoy rodeado por todas
partes por un paisaje chino –que avanza.
Sabadell, 16/10/2002.
Tomado de Cacharro(s),
Expediente, 4, enero-febrero 2004, s/p.
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