José Manuel Prieto
No sabía que sería tomado por un espía, perseguido por un guardia de seguridad, interrogado como un espía. No lo sabía y por eso actué de la misma manera que en tantos otros lugares, la Galería Tetriakov incluida. Franqueé una alta verja con el dictáfono en la mano, susurrando en él la fecha en la entrada, tomando nota de los lujosos autos (aquí también) frente a la mezquita y junto a ella, en una tiendita semivacía, el título de los libros que vendían, las escasas mercancías. Un lugar francamente desangelado, una vitrina que no parecía estar en Moscú sino en el Cáucaso, de tan pobre. Mi aspecto, el dictáfono en la mano despertaron las sospechas a un hombre que me interpela antes de que haya terminado la inspección de la tienda: “no puede usted, me dice, grabar nada aquí”. O bien, “¿qué hace grabando aquí?” Casi gritado, sus palabras rompiendo el cerco de una dentadura de falso oro, de pie, el mismo, sobre unas pantuflas de fieltro a cuadros, horrorosas. Horroroso todo él. Como un borracho o un vagabundo que descubres en un ramal en desuso y te grita porque has invadido su territorio, un pedazo que tiene reservado junto a la caseta del guarda agujas, en el piso, para pasar la noche. Miles en todo Moscú, de esos vagabundos. Y me disgusta enormemente oírle y me desentiendo de él moviendo la mano desde la muñeca, hacia arriba, elevando los dedos juntos: déjeme usted en paz, váyase. Un error. Salí de allí sin saber que el hombre me haría seguir. Hasta que me dan captura (puedo decirlo así) y soy sometido a una suerte de interrogatorio o a un interrogatorio real (nada de suerte).
Me sentí relajado como un prisionero por fin en su celda, cuando la persecución hubo terminado y pude lidiar con el peligro real de las trampas del instructor. Mientras hablábamos en su gabinete, no dejé de pensar que en cualquier momento interrumpiría la plática con un manotazo en la mesa, se pondría de pie, daría un paso hacia atrás (dos pasos) y adelantaría el brazo, señalándome, innecesariamente, al tiempo que los agentes uniformados se abalanzarían hacia mí. Lo esperaba, aunque no dejaba de tomar notas, seguir su plática, como se sigue viviendo aunque se esté enfermo, sin tiempo a detenerse. Me había subido, más inteligente que los otros, a su gabinete para reducir mis posibilidades de fuga (aunque abajo, la distancia hasta la verja, lo apartado del lugar, las diez cuadras hasta la estación del metro dificultaban mi huida). Como prisionero en un territorio remoto, en una montaña del Cáucaso (e imaginé la suerte de los periodistas, de los hombres de negocios que secuestran en el sur de Rusia). Y también como en una película mala, lo recordé ahora, cuando pensaba que me había logrado sacar de arriba al hombre de los dientes de falso oro y pantuflas, me había acercado a él para preguntarle, con absoluta inocencia y atraído por su aire de respetabilidad, cómo llegar a la sinagoga. Me lo mostró, el camino, sin mirarme inquisitivamente, con absoluta cortesía, porque en ese momento no sabía del incidente ocurrido en la mezquita, con su lugarteniente o secuaz, y sólo cuando ya había avanzado yo un tramo, inspeccionado la puerta cerrada del templo ortodoxo, donde como un cristiano entre los sarracenos pensaba pedir asilo, llegó a él el secuaz seguido de un hombre joven, un gordo con botas de caña alta, pantalones de camuflaje y camiseta negra (un atuendo terrible para una tarde en Moscú, con tantos niños jugando frente a sus casas, las abuelitas preparando la cena) y ordenó a aquel guardia de seguridad, un imbécil, darme alcance y traerme de vuelta a ser interrogado.
Lo vi cuando hube rebasado el fundamento del templo budista, la primera piedra. Lo vi avanzar a paso rápido y tuve la sospecha de que me perseguía. Cuando ya estuvo tan cerca que podía alcanzarme con su voz, me gritó, ¡detente! Y asimilando yo la orden como una instrucción contraria, apreté el paso (no corrí, no diré que corrí) para llegar a las puertas de la sinagoga. Construcción no menos horrenda, un como cubo gris con puertas de cristal, donde tampoco me dieron asilo. No me permitieron entrar, unos guardias, también vestidos de camuflaje, unos custodios privados. No te me vayas a escapar, me gritó el primero, y me agarró por el codo, porque, en efecto, había yo lanzado una mirada desesperada a un auto que en ese momento tomaba una curva al fondo del parque temático y doblaba y se perdía entre los edificios. Le grité lo de rigor en esos casos, ¿saben ustedes? “Extranjero, mi embajada, etc.” También tomado de un filme de cuarta. En lo alto de la escalera, los dos custodios estudiaban la escena sin ánimos de inmiscuirse. Lo cierto es que podía ser yo un comerciante extranjero o bien un diplomático. No bajaron a golpearme alegremente como lo hubieran hecho de ser un nacional. “Llama a la policía”, le aconsejó uno de los custodios al gordo. No, debía llevarme ante su superior al que le daría cuenta de por qué había estado contando las ventanas. (Otra vez, ahora que lo pienso, el mismo motivo absurdo de las ventanas). ¿Ventanas? ¿Cuáles ventanas?, repetí estupefacto primero y acto seguido aliviado, porque era ¡tan claro! ¡Un malentendido! No había contado ningunas ventanas. Fácilmente, me dije, aclararía aquello, pero mientras deshacíamos el camino, comprendí lo difícil que sería sacarles de su error. Había dictado a la grabadora el título de los libros (El Islam para niños), las pobres mercancías que tenían expuestas, el aspecto desangelado del lugar, ¡pero lo había dictado en español! ¿Cómo lograría sacarlos de su error? Imaginé, además, que terminarían quemando todas mis cintas, mis libretas de notas. (Y después, cuando estuve arriba en la oficina del director y graciosamente me regaló unas fotos del lugar, donde se veían perfectamente las ventanas, que podían ser contadas sin dificultad, estuve a punto de decirle “pero si aquí las hubiera podido contar”. Alguien que hubiera querido conocer el número de ventanas, ¿habría tenido que entrar, exponerse?) Pero de ese tipo, absurdas e inverosímiles, son las acusaciones que en una guerra te llevan frente a un pelotón de fusilamiento (ni que Dios lo quiera), contando por última vez las ventanas de los multifamiliares, desde el patio de la mezquita, antes de escuchar la descarga). “No conté ningunas ventanas, déjeme explicarle. Es absurdo, ¿cuáles ventanas? Soy periodista (mentí)”. El hombre bien peinado, de camisa blanca y zapatos limpios, me escuchó con una mueca de absoluta desconfianza y desprecio por un espía, un informante abyecto que el enemigo había enviado a contar sus ventanas. Desconfiando incluso, estoy seguro, de mi fingido acento, porque en una situación así, de absoluto nerviosismo y frío en los dedos, se me entorpece la lengua en español, titubeo, y en ruso se me entorpece la lengua, titubeo y se acentúa (involuntariamente) mi acento. Le expliqué, ahora así, en esas condiciones, todavía sin maniatar, lo que le habría explicado en condiciones más amables, la idea (¡absurda!) de venir a Moscú a escribir un libro el año 2000 (año de mi ajusticiamiento, por error, a manos de una milicia musulmana), todo lo que el lector conoce. Cortó mi exposición: “¿Y las ventanas? ¿Con qué objetivo contabas las ventanas?” “¡¿Cuáles ventanas?! ¡¿Cuáles?!” Nada de ventanas, un infundio, una acusación infundada. ¿De dónde habían salido esas ventanas? Se adelantó entonces el hombre de los diente de falso oro. Me acusó señalándome con su sucio índice: “tú, dijo, estabas contando ventanas”. “Sí -confirmó el hombre de la camisa blanca, el de aspecto (falsamente) respetable -lo sabemos, que estabas contando las ventanas. Llama a la policía”, ordenó al gordo. “No, a la policía no (porque no me había registrado, ya lo dije, y no quería otra vez lo de la multa, agravado ahora por las ventanas. Lo que hubiera representado unos cien dólares de soborno, por ver la primera piedra del primer templo budista, del Disney religioso). Volví a levantarme del polvo, rehíce el discurso con infinita paciencia (¡con paciencia oriental!), negué los cargos de las ventanas, me aferré al Año Cero, le hablé otra vez del libro. Soy periodista (volví a mentir). Y sin saberlo, cuando el hombre de la camisa blanca ya me había dejado en manos de la jauría, pisé otra mina oculta: “¿Periodista?” “Sí, bueno, escritor” (algo que nunca digo). “¿Tendrás entonces (inquirió con una sonrisa) un carnet de escritor?” “¿Un carnet de escritor? No, no tengo.” “¿Cómo afirmas, entonces, que lo eres?” (En pleno siglo XX, bueno, a fines, en Europa, ese tipo de preguntas.) No podía seguir hablando con ese hombre... Yo, en efecto, no tenía un carnet de escritor, pero ¿acaso León Tolstoi o Fiodor Dostoievski tenían uno? No le dije eso, incluso evité mirarlo porque no había nada, ningún gesto que leer en su rostro, solo maldad. Entonces quiso la suerte que volviera a aparecer el hombre de la camisa blanca. Le volví a explicar y quizá ya había entendido que mi misión, de tener yo alguna, no podía ser la de contar ventanas. Quiso averiguarlo y me pidió que subiéramos a su oficina. Comprendió por fin en ella el error de “sus hombres”. Se disculpó, amablemente, ante mí. Me reprendió: “Cometió usted un error. No somos queridos aquí. Hay una guerra en el sur, en el Cáucaso ¿comprende?
De Treinta días en Moscú, Mondadori, 2001, pp. 23-26.
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