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martes, 18 de diciembre de 2018

Bertholdo muerto




  Carlos A. Aguilera

  Bertholdo muerto, gritaban los rusos a coro.
 Bertholdo muerto. Muerto y mucho más muerto que un animalito muerto, como decían las enfermeras y los cazadores y los pacientes y todos los que alguna vez habían cruzado un par de palabras con nuestro dottore e incluso, con subterfugio (¿cómo hacerlo de otra manera?), acariciado aquella joroba que se escondía siempre tras un capote grueso de color casi indefinido aunque en verano, esos veranos-plomo a que nos tiene acostumbrado el Este, se notaba que se fatigaba y recalentaba más de la cuenta. Como un fogón, le había dicho una vez un Ulianov a otro, arqueando hasta lo inverosímil los cinco dedos de su mano derecha.
 Bertholdo muerto. Sí. Muerto. Muerto y mucho más muerto que mamushka Oblómov muerta, esa “zíngara” de nuevo tipo, la cual durante tanto tiempo incordió y castigó y descerrajó las orejitas bien puestas y minúsculas de todos los habitantes del Este y, mientras estuvo en este mundo, no paró de maldecir y levantar una plegaria contra la “casta oscura de los zorros”, esa raza intonsa y de hocico perruno, a la que mamushka, nuestra mamushka, nuestra enfática y nerviosa madre superiora mamushka, con tisis, con tos, con cortinas cerradas y un frío que pela, se encargó de perseguir con todo lo que siempre tuvo a mano, hasta con un palo, ya que el mal, según ella, era la fuente de que algunos animales existiesen e incluso garrapatearan cerca del hombre. Y en su extraño catálogo incluía  zorros, arácnidos y moscas.
 Bertholdo muerto. Muerto y mucho más muerto que cualquier otro ser humano muerto, tal como pudieron comprobar en el tanatorio los cicerones bien planchados del hospital, al situarse delante de aquel cuerpo chamuscado que nunca había pasado en vida por un salón de belleza aunque no obstante, remando contra viento y marea, había logrado llegar a una edad donde ni siquiera otros, adscritos a los tratados de higiene y gimnasia tan de moda en el norte de Europa (no hay más que leer los prospectos), llegaban. Y para esto no sólo había tenido que luchar contra esa conspiración del malvado de Koch, conspiración que le había desarreglado los músculos de la espalda y lo había sacado de juego durante buena parte de su vida. Sino, haber tenido el coraje de observar de frente su propia pasión, esa que tenía como epicentro a muñecas, trajes militares y olores, y cualquiera ahora con cierta maledicencia podría comparar con la morfina o el opio, aunque en verdad era otra cosa. Algo más que una droga y algo más que cualquier tipo de estímulo, como se decía en los salones burgueses. Su pasión era algo que sobretodo lo sacaba de su soledad, su histeria, su mal genio, su añoranza, su dolorcito. Algo que lo acercaba al  paneslavismo, como le aseguró borracho a algunos exiliados en la knajpa, y a cualquier tipo de discusión política donde él pudiera implementar su cabeza: “esta cabeza que ya una vez el cabrón de Koch quiso descuartizar”. En resumen, algo más que una afición, un vuele, un estímulo, un secreto. Algo más; aunque ahora mismo resulte imposible decir qué.
  Bertholdo muerto. Muerto y otra vez muerto. Muerto como alguien que no escapa a esos tentáculos chiquiticos del humo puede quedar sin miembros y literalmente muerto y, muerto, como sólo un jorobado que apenas puede ya moverse queda, más allá de lo estético, encima de su sofá catatónicamente muerto. Con el detalle de que Bertholdo, monsieur e investigador en vías respiratorias a la vez, había sido encontrado en la misma posición en que había caído la noche anterior (es decir, en la que dormía todos los días) y la cual ahora es noticia sólo porque aquella velita se había doblado fuera del cenicero donde hasta este momento se había mantenido siempre erecta (¡esas velitas largas y baratas que pasado un tiempo se parten!) y se llevó por delante todo. Incluyendo a Bertholdo, quien una vez más había quedado anestesiado en cuatro patas oliéndole el txotxo a su Bertholdina.
 (Información que para ser completa debiera subrayar que, Bertholdo, puro encanto y agresividad repartida a partes iguales, tenía que tomar como otro gran porciento de seres humanos hasta tres comprimidos de Sonneril cada noche, regados con su poquitín de alcohol, para poder conciliar el sueño. E incluso, en los últimos meses, periodo de mayor agitación gracias a las reuniones constantes de los Ulianovs y a sus fracasos constantes con el exilio, había dicho más de una vez a uno de sus Kollegen en el hospital que estaba pensando en cambiar de medicamento ya que los comprimidos cada vez se le atragantaban más y cada vez lo ayudaban menos. Cuatro horas y ya, aseguraba enfáticamente el Dr. Bertholdo ante la mirada irónica de su contertulio, quien siempre reía ante los aspavientos del loquito Bertholdo. ¡Cuatro horas y se acabó!, volvía a espetar nuestro dottore, como si su insomnio fuese en sí culpa del otro.)
 Bertholdo muerto. Sí, muerto y tremendamente muerto. Tal y como sólo carne, pulmones, hígado y estómago pueden quedar después de un incendio… ¡Imagínense el olor! Y muerto como sólo alguien a quien resulta imposible realizarle autopsia ha quedado miserablemente sin vida, ya que nuestro hombre-grill había sido “rescatado” en tales condiciones que, incluso, la costumbre preventiva de velar a caja descubierta durante varios días a un difunto había tenido que ser cancelada no sólo por el poco arreglo que tenía el cadáver (a éste no lo pone lindo ni su madre, había dicho el maquillista de la funeraria abriendo las ventanas...), sino, porque su cuerpo destilaba constantemente un líquido ocre  que obligó a las dos Yvetas de la sala C, donde durante un par de horas estuvieron depositados sus restos, a limpiar cada media hora el suelo para que de esta manera el pelotón de rusos pudiera acercarse, tocar con los nudillos la caja y balbucear en cirílico: San Eustaquio, sálvalo…
 Bertholdo muerto. Sí, sí, sí... Mucho-mucho muerto, como cantaban modulando la voz algunas de las paneslavas-hembras en esa suerte de idiolecto arrítmico que no había quien entendiese, mientras el komboskíni pasaba de dedo en dedo y se alzaba y bajaba y ponía de cabeza. Y por supuesto, muerto, ¿qué duda cabe?, de la misma manera que en la funeraria las sillas y los ventanucos y los armatostes de caja ancha donde se coloca el café y el aguardiente y las jarritas de leche con su poquitico de nata y los bols de frutas siempre tan ignorados hasta que hambre aprieta y hasta después, un poquito después, que las fuentes con strudel y medovnik han sido deglutidas con uno de esos slivovice de pera que tanto gustan y en muchas ciudades del adriático recomiendan con alguna otra hierbita están también y sin remedio metafísicamente muertas. Y muertas como las cortinas de encaje blanco (marca Kapitolioum) se meneaban indefectiblemente muertas, por lo menos este día, y tal como tiempo después todos los que ahora están esparcidos por el salón contando anécdotas de ese “desquiciado de Bertholdo” y de lo chistoso que resultaba al final morir abrazado a la propia perversión estarán también y sin compasión horizontalmente muertos. Perversión que de alguna manera todos conocían pero que nunca hizo daño a nadie, como convino uno de los médicos ante uno de los calvitos rusos y antes de decirle: Hay cosas peores, queridín. Hay cosas que ni siquiera una persona como Bertholdo hubiese aprobado. Comentario que le puso roja la nariz al ruso.
 Bertholdo muerto. Muerto y bien muerto. Tanto, que resultaría obsceno continuar hablando de esos pedacitos casi negros de Bertholdo (un dedo, retazos de pelo, la dentadura postiza, el peroné) que tuvieron que ser “levantados” con una pala en el lugar del incendio y los cuales, después de ser depositados en varias cajitas forradas de satín, fueron echados a la basura sin más. Para qué, fue lo que dijo el médico haciéndole un guiño a una enfermera de peluca roja que enseñaba la muela del juicio cada vez que abría la boca. Para qué, si esto ya no lo recompone nadie, y la enfermera se alzó de hombros.
 Bertholdo muerto. Muerto, muerto y muerto. Tanto, que los rusos no han dejado ni por un momento de exaltarlo (ah, nuestro mejor espía, decían bajito) y las rusas, esas mujeres que siempre fueron dadivosas con él aunque a nivel de cuerpo siempre se mantuvieron alejadas y con el corpiño alto (no confundamos), no cesaron de entonar su oración al altísimo y pensar que más nunca deberían dejar a sus maridos, quienes no tan en  silencio libraban una doble batalla: contra el obtuso georgiano y contra la indiferencia del exilio, tomar por las noches ese invento nefasto del Sonneril. No vaya a ser que empiecen a quedarse dormidos también ante el piano de cola, y se reían con picardía las picaronas.
 Bertholdo muerto. Cómo negarlo, si el olor a quemado se sentía a veinte kilómetros a la redonda, e incluso Oblómov Padre, quien después de la muerte de su mujer (la pobre, no paraba de gritar frente a una pared blanca en Kreuzlingen que ella era la reencarnación de la verdadera Carlota) abandonó todo y se unió a la caravana de un bogomilo milagroso que recorría pueblo a pueblo todo el Este buscando fieles para fundar en algún lugar una comunidad que salvase a la nuestra del mal (el mal y la traición, como le gustaba enfatizar, ya que el bog había tomado el nombre de Judas el Piadoso para precisamente recordar y exaltar y expiar la traición del Tadeo hacía veinte siglos atrás: ese esclavo, como no paraba de maldecir delante de sus convencidos el monstruoso Judas), moriría también aplastado por un rayo que le quemaría la mitad de la cabeza.
 Entonces, muerto, muerto, muerto. Tanto, que a su sueño más repetitivo de juventud: Bertholdo camina por un bosque, se sienta a descansar encima de un raíl, viene un tren y le corta una pierna. Bertholdo en este sueño siempre se veía regresando a casa con una muleta de palo. Se le sumó con obsesión este otro: Bertholdo anda desnudo por los pabellones del hospital, salta y se esconde con un cráneo de carnero incrustado en la cabeza intentando asustar a todo el mundo. Al final se monta encima de la espalda del director del Gran Hospital del Este y le dice, arrea, pa´que te pongas musculito, y se quita el cráneo de carnero despertando.
 Así que muerto, como lo oyen. Muerto. De esa manera que sólo los perros viejos se atreven a aceptar —sin subterfugio sin aspaviento sin maldad— cuando la pelona viene y se les planta delante y, muerto, aunque ahora resulte contradictorio, sin un secreto-fetiche que le agregue misterio a su vida y haga de él una suerte de icono de otro tiempo, esos ejemplos de carácter que sólo cada cien años se repiten.
 Muerto tal y como él mismo se contempló más de una vez en vida: roto por las circunstancias, flaco, jorobado, con capote. ¿No había fallecido precisamente su padre de un balazo en la mandíbula con ese mismo sobretodo por única vestimenta? Entonces, sí, muerto. Pero con una voz de tenor que no temblaba ante la hipocresía y no negaba tampoco, ¿para qué?, su relación más que comentada con la Bertholdina, esa muñeca-papocrica que le había creado una adicción tan grande que ya hasta le costaba trabajo alejarse a algún evento fuera de la ciudad sin sentirse culpable. Qué podían enseñarle a él esos eventos científicos repletos de fórmulas y matasanos barrigones, se preguntaba. Nada. Esos  eventos no podían enseñarle a él absolutamente nada. Sin embargo ¡qué orificio el de la Bertholdina! ¡Qué maravilla de huequito!, comentaba Bertholdo cada vez que le ponían un vermouth en la mano: ¡Frikadelle puro!, gritaba. ¡Locura!
 Muerto. Aceptémoslo de una vez por todas: muerto. En lo que las paneslavashembras levantan al cielo su vocecita ortodoxa, con huellas, claro, de mucho vodka y un humo rancio que sólo podía provenir del carbón de mala calidad (el carbón de las cocinas y el carbón de los reverberos que a veces con un poquito de alcohol eran más efectivos contra el invierno que mil abrigos y que uno de esos calefactores modernos que siempre se rompían tan fácil y mantenían todo el día la casa por encima del nivel recomendado) y se sientan con las piernas abiertas, muy abiertas, alrededor del féretro, a bendecir a ese delirante de Bertholdo que, aunque todos coincidan ahora fue en su momento una eminencia, en los últimos años no había podido ser otra cosa que un lobo taimado, cínico, hiriente, rencoroso, con un interés fijo en las ganancias y, olisqueando sólo eso que los Ulianovs, paranoicos y siempre dispuestos a hundir a todos —B. mediante—, llamaban el complot.


 Guerra que no era en verdad más que la vida misma, con sus arritmias y turbulencias, recovecos, contradicciones, despistes; tal como habían reconocido a sottovoce algunos de los cazadores de la liga del Oder, también de cuerpo presente y por supuesto, dándole al medovník y al slivovice en la misma costura (¿acaso no han sido hechos el uno para el otro?, razonaba uno con cachetes cuadrados y boca de culito) en lo que parlaban de aquella ocasión en que monsieur Bertholdo fue invitado a una jauría en los alrededores de Szczecin y cómo éste terminó dándole un disparo en un pie, el derecho, a la mujer de uno de ellos, justo en el momento en que un jabalí negro de la región oeste del Oder se abalanzó sobre el cuerpo de ambos y nuestro jorobado, con ninguna cultura de la ecuanimidad y cero cultura de la caza, empezó a disparar hacia todas partes corriendo como si él mismo fuese un jabalí polaco y agresivo. Mujer que después, claro, Bertholdo, Monsieur Bertholdo, nuestro antiestético y requemado Dr. Bertholdo, ingresó en el hospital y curó, no faltaba más, aunque una leve cojera le quede hasta el día de hoy; y su marido, jefe de la Liga de Cazadores de la zona oeste del Oder, se distanciara incomprensiblemente de nuestro doctor, el cual ya más nunca sería invitado, para desgracia de él y regocijo de sus muñecas, a una de esas jaurías mensuales donde los jabalíes, los venados, los patos, las liebres y los zorros alcanzaban su punto más alto de cocción y resulta reverenciada en toda la antigua Prusia. En la antigua Prusia y sus alrededores, para ser exactos.
 ¿No es acaso una verdad como una casa que la Liga de Cazadores del Odra, como también se pronuncia, había sido la única que había sabido salvaguardar en Europa esa tradición que para muchos se reducía a armas, horarios de salida, tipos de perros, ropas de cacería, montura, peinados, pero en verdad era ante todo un ejercicio ético, uno de esos donde no caben aburrimiento ni crimen, y el cual Bertholdo, más chau-chau que felino, más colmillito manso que hiena, no supo calibrar ni entender del todo aunque el jefe de la Liga de Cazadores, en esos días en que venía al hospital a traerle flores a la coja de su mujer, se lo explicara hasta tres veces?
 Bertholdo muerto. Sí, señor. Muerto. Tal y como bien sabían todos los que se habían acercado en la última media hora sólo para saber hacia quién o hacia dónde iba ese dinero que, se suponía, Bertholdo, nuestro más que carbonizado Bertholdo, poseía en grandes cantidades y ayudaría, ¿alguien lo duda?, a hacer feliz a algunos grupos o personas. ¿No era por ejemplo una de las obsesiones de los Ulianovs, buscar fondos para poder echar a andar un nuevo periódico y de paso enfundarse cada uno una dentadura de oro con la cual poder deglutir esa estúpida comida de la cual Occidente se sentía incomprensiblemente tan orgullosa; y no era esto último también una de las obsesiones secretas de los cazadores de la Liga?
 Entonces, muerto. Sí, bien-bien muerto, como lanzaban al aire esas paneslavas como si con ellas no fuera la cosa, aunque con el rabillo del ojo seguían las caminatas que se pegaba salón arriba salón abajo Herr Çupovský, un judío muy alto y de ojos saltones,
que durante muchos años había oficiado de abogado de Bertholdo, aunque ahora se encontraba sin trabajo: la inflación, el descrédito, la usura del Este acostumbraba a justificar Herr Çupovský dándole vueltas a su anillote de oro y suspirando, y muerto como sólo a un zorro cuando se le arrincona en un bosquecillo se le puede dar caza: a través del fuego, comentaban los comejabalíes de la liga de Szczecin con sabiduría de facto. ¿No había muerto el mejor cazador de ellos totalmente quemado hacía ya veinte años, recordaban, cuando su mujer, una de esas que la vida va endureciendo poco a poco y terminan por no hablarle a nadie, le roció alcohol a la hora de la siesta a su cada vez más afectuoso marido y lo envió sin trámite previo hacia el otro mundo: sin trámite previo y sin ropa, ya que como era verano, el infeliz se encontraba desnudo en esos momentos encima de su cama?
 Bertholdo muerto. ¡Como lo escuchan! Muerto, muerto, muerto. Con sus orejitas de zorro y su hociquito de zorro y su semen de zorro, sobre todo en ese lugar donde el choque de un muslo contra otro oculta esos pelitos que habían pasado con la edad del negro-gris al ocre-cenizo, pero que durante tanto tiempo nuestro especialista en vías respiratorias disfrutó tanto que no existió día, siempre a la noche y siempre encima del biedermeier, que antes de dormir y asaltar, por así decir, a la Bertholda, no se los halara o arrancase con fuerza para ponerse agresivo y adquirir ese tono que en el fondo disfrutaba tanto. Tono que de manera constante lo hacía sentirse como una persona con cuarenta años menos: aquel que hace mucho tiempo empezó su noviazgo con aquella cabrona que un día lo había abandonado huyendo hacia Estados Unidos y no le dio tiempo a mostrarle lo que él podía de verdad. Esa insensata.
  Y muerto: mucho-mucho-muerto, como no cesaban de canturrear las rusas, ahora junto a Herr Çupovský, el abogado, que había terminado por integrarse al coro a recordar aquellos días de juventud junto a las rubitas de su pueblo, y cómo corretear detrás de ellas fue lo que al final lo decidió por la carrera de leyes, ya que en verdad, mis queridas, dijo, no existen apenas diferencias entre la belleza de una y la belleza de otra (la “otra” era la carrera de Derecho...). ¿No eran las mujeres las verdaderas guardianas de la rectitud y el orden?, preguntó Herr Çupovský entre risas y deslizándole a todas suavemente en su mano una tarjetica blanca con su nueva dirección y su nuevo teléfono. ¿Entonces?, volvió a decir. Viva la Eslavia y viva el slivovice, graznó, antes de continuar averiguando a qué se dedicaban por las tardes tan hermosas rusas. Viva el Kitái-Górod, dijo, imitando el croar de una rana.
  Así que de nuevo: muerto. Muerto tanto y tanto muerto, que topografía y melancolía se unieron en este preciso instante para conformar un mapa que a nosotros si lo revisásemos ahora no nos diría nada (sobre todo porque hay siempre mucha distancia entre el tempo del que narra y el tempo del que lee) pero, sin dudas, para los habitantes del Este significaría ante todo guardar respeto ante el más alto, no blasfemar, no jurar en vano, no marcharse nunca por la puerta trasera, y no cejar hasta descubrir la propia pasión. Pasión que Bertholdo cifró en sus muñecas, sobre todo en el txotxin de la Bertholdina, ese rayón negro y casi chino, por delicado y bien hecho, y el cual se ponía bien redondo y bien gordo noche tras noche para que él, lobo solitario aunque ya un poco enloquecido, raspase alegremente su nariz y lo oliera, untándole de paso una de esas suculentas capas de saliva sin las cuales la Bertholda no fuera en sí y dentro sí la Bertholdina y, nuestro dottore, nuestro terribile hociquitis dottore, uno de esos hombrecillos con miedo que se encierran más tiempo del normal junto a sus propias obsesiones intentando construir una alternativa que no los exponga tanto a la opinión pública, esa red de chismorreos, odios, traiciones, punzonazos, que funcionan como una tela de araña y al final se fueron carcomiendo por dentro a  nuestro querido paneslavo Bertholdo: persona amable pero huraña, inteligente pero arrogante, tal y como siempre se define a todos los que han sido tocados por una fuerza extra, un plus.
  ¿No fue exactamente esto también lo que se dijo en su momento de Oblómov el Mayor cuando fundó aquel banco gigante y desafió incluso la crisis del veintinueve?
 ¿Y no es palabra por palabra lo que también se comenta de mamushka Oblómov y de Oblómov el Tuerto sólo por tener en claro cuál es su camino, su filosofía de vida, su radio de acción, su sino?
 Entonces, muerto. Sí, lacrimógenamente muerto. De la misma manera en que mamushka Oblómov murió también encerrada en un manicomio creyéndose la hija de Leopoldo II, rey de Bélgica (de hecho, cuando se hizo público que mamushka hablaba tardes enteras en Kreuzlingen con su padre y que incluso muchas veces ni siquiera encarnaba a Carlota sino al mismísimo Leopoldo y le preguntaba a sus guardianes sobre su barba (¿está bien recortada hoy?), sus posesiones, el destino de su hija, las reuniones políticas que tendríamos esta semana o sobre un tal Maximiliano, causó tanta risa entre aquellos que de una forma u otra estaban al tanto de su vida, que Oblómov Padre, como ya dijimos, abandonó todo sin más y se marchó. Su hijo ya sabría arreglárselas sin él, fue una de las dos frases que dijo antes de empezar su peregrinaje por el Este a una de las criadas de la casa. La vida es un pelito atravesado en la garganta…: la segunda).
  Y muerto, como sólo alguien que ha traicionado muchas veces en su cabeza a otros puede quedar horizontalmente muerto: sin amigos, sin flores, sin una corona de agradecimiento, sin alma.
 ¿No mueren así de retorcidos todos los que un día traicionan?
 Digámoslo a todo pulmón entonces: muerto. Muerto muerto muerto, y sin herencia. Como Herr Çupovský le fue haciendo saber a todos aquellos que habían aguantado hasta el final cantando junto a las rusas-hembras y tomando slivovice junto a los rusos-machos (slivovice, café y vodka), y como anunció finalmente de manera pensativa: ¿Bertholdo tenía un poco de dinero? Sí. ¿Suficiente para que alguien pudiese vivir tranquilo el resto de su vida? Sí. Pero todo ha desaparecido con él, queriditos, proclamó solemnemente. Todo se esfumó... Verdad que resultaría definitiva, ya que Bertholdo nunca confió a ningún banco sus ahorros y enterró en una suerte de respaldar falso que poseía el biedermeier drapeado donde la Bertholda —ah, esa Bertholda con una verija profunda como una campana— vigilaba y empollaba, por así decir, todos esos fajos que un día el ahora más que desencajado doctor Bertholdo pensó donar a algún museo donde un grupo de historiadores pudieran atender y entender sus muñecas o, a diferentes personas, aunque esta opción no la tenía aún muy clara, que según su grado de amistad le hubiesen prestado algún servicio útil en los últimos años o se hubiesen mantenido fieles a sus “secretos”. Así que no hay nada para nadie, sentenció de nuevo con tristeza Herr Çupovský, pensando de paso en cómo había desaparecido ese sueño de reactivar su negocio con todo el capital que
nuestro señor joroba, fidelidad mediante, alguna vez le había prometido. Ahora todo es ceniza. Ceniza y papelito negro, pensó Herr Çupovský, quien se quedó dándole vueltas con desgano a su anillote y suspiró pensando en aquel día que firmaron juntos el testamento y Bertholdo lo invitó a una copita mostrándole de paso el lugar donde se encontraba el
dinero. La vida, pensó, repitiendo sin saber la última frase del más gordo de los Oblómov: “un pelito atravesado en la garganta”, y se dirigió hacia la puerta arrastrando sus zapatos.
  Así que cantemos: Muertomuertomuertomuerto… tal y como mueren los perros viejos, las garrapatas viejas, los cocodrilos viejos y los murciélagos, por lo menos después de pegarse la rabia unos a otros. ¡Oh, Bertholdo, Bertholdo!, se persignaron las rusas. Muerto y sin arreglo.
 Caput.

  El Imperio Oblómov, frag., Editorial Renacimiento, Madrid, 2014.

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