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martes, 16 de octubre de 2018

Perfecta utopía


  
 Michel Leiris

 Si bien, en la gran masa de los espíritus europeos, se puede hallar una imagen de América del Norte que, a pesar de ser un tanto mendaz, está netamente definida, no ocurre lo mismo con América Latina. A pesar de que esté de moda la arqueología precolombiana y que México pase por ser el clásico país de las revoluciones palaciegas; a pesar de que un número —bastante reducido, además— de intelectuales, no ignore que Isidoro Ducasse nació en Montevideo; a pesar de que una cantidad de gente que antaño bailaba el tango frecuente ahora los bailes antillanos, sólo se posee en Europa una noción muy vaga de ese continente, que se cree muy remoto y dotado de una singular aureola, cuyo resplandor fabuloso está realzado por las penitenciarías de las Guayanas, y, por otra parte, el tráfico de mujeres para Buenos Aires —factores estos, bien popularizados por la literatura criminal.
 En lo que se refiere a mí, debo afirmar que, fuera de algunos rudimentos escolares, tomados en los manuales de geografía, no sé casi nada de América Latina. He conocido algunos americanos del sur que sabían ser amigos encantadores; me he tropezado con algunas latinoamericanas que eran de una magnífica belleza. Fuera de esto, he visto representar Le carrosse du Saint Sacrement de Próspero Merimee, y he leído algunos libros, como Costal l’ Indien— que admiraba Arthur Rimbaud— o algún relato más o menos fantasioso, como el consagrado por el aventurero yankee Up de Graff a su viaje en tierras de Los Cazadores de Cabezas del Amazonas; he visto films como El mantón resplandeciente, cuya intriga se desarrolla en época de la dominación española en las Antillas, o como ese sorprendente film documentario, consagrado a la Tierra de Fuego y a sus habitantes, que fue proyectado hará unos tres años en el Vieux-Colombier; he oído bellísimos discos fonográficos traídos de Cuba por mi amigo Robert Desnos; me he apasionado un tanto por la hipótesis de la Atlántida y las analogías que algunos creyeron encontrar entre las pirámides del Egipto y las de Yucatán; me conozco un tío (exactamente hermano de mi padre) que murió en Río de Janeiro siendo propietario de una tienda y progenitor de diez y siete niños —se había hecho gaucho a consecuencia de una distinción con sus padres, que lo habían enviado a América, bajo el pretexto de «domarlo»; conozco la leyenda del Eldorado y las matanzas horrorosas cometidas por los conquistadores bajo la máscara mediocre de la religión; acabo de enterarme de que el boxeador negro All Brown (a quien estimo mucho) es oriundo de Panamá; he oído decir que en América Latina se solía gastar realmente el dinero (a punto de que muchas personas consagran su tiempo, alternativamente, a arruinarse y a rehacerse una fortuna, y, cuando vienen a Europa, responden a quienes les hacen preguntas acerca del tiempo que permanecerán en el Viejo Continente: «vengo para gastarme 100,000 pesos» —o 200,000 o 300, 000, o la cifra que prefieran). Creo que con esta enumeración he revisado todo el conocimiento que tengo de América Latina.
 Por lo que puedo juzgar, América Latina, en general muy católica, tendría mucho que ganar (y más especialmente que cualquier otra tierra) si adquiriera mayor independencia espiritual. Como en España, la austeridad de América Latina es terrible, y resulta triste que esa austeridad pese justamente sobre un continente cuyos pobladores son tan bellos... Sin embargo, esta noción del pecado, por el hecho mismo de estar marcada por el sello del misticismo católico, es menos antipática, probablemente, que el puritanismo protestante que perdura en los Estados Unidos, y que pronto acabará por inundar el mundo entero —si no se le retiene— con sus concepciones utilitarias e higiénicas. Partiendo de este dato y enfocando los fríos standards de América del Norte, resulta significativo oponerles, en cierto modo, geográficamente, la riqueza maravillosa de América Latina, donde florecía hace pocos siglos (al menos en lo que se refiere a México) el más evolucionado de los estilos barrocos. Este hecho me parece significativo. A mi modo de ver, la misión histórica de América Latina sería la de contrapesar en el mundo la influencia racionalizadora de los Estados Unidos...
 Dejándome llevar por la misma corriente, de tono más o menos profética, llegaría hasta decir que América Latina —antaño tierra clásica de los sacrificios humanos— resulta feudo de elección para instaurar en esta una civilización, en cierto modo más violenta que la nuestra, y, sin duda, más directa y más sana. Puede muy bien imaginarse que de una mezcla de razas en que se vieran fundidos españoles, portugueses, negros e indios; de una mezcla de religiones en que se encontraran sincretizados los sacrificios sangrientos de dioses, de hombres o de animales —desde los cometidos por los mayas hasta los que llevaron a cabo los cristianos— pasando por el culto vaudou (sic) que tiene hoy adeptos en les Antillas, y las corridas de toros; de un movimiento revolucionario que invirtiera los valores económicos y sociales, saldría un pueblo con capacidades prodigiosas, una religión más adecuada que las demás para adaptarse a ciertas tendencias instintivas del hombre, y entonces tendríamos unos Estados Unidos de América Latina, hechos para desempeñar un papel decisivo en el equilibrio universal, frente a los Estados Unidos de América del Norte y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas...
 Pero veo que me hundo hasta el cuello en la más perfecta y plenaria utopía, ya que se trata de suposiciones enteramente gratuitas, hechas en completa ignorancia de las condiciones reales, y siguiendo un vulgarísimo esquema... Estoy obligado, pues, a reducirme al pequeño número de elementos que conozco o creo conocer (lo que no es tan distinto como algunos podrían imaginarlo), a saber:
que uno de los mayores peligros existentes para las antiguas colonias españolas de América Latina es el de caer bajo la dominación del capital yankee;
que el Amazonas es un gran río;
que existen montañas elevadísimas en la cordillera de los Andes;
que Santa Rosa de Lima es una de las figuras piadosas más atrayentes;
que cuando los habitantes de la Tierra de Fuego no hallan ropas en los barcos encallados, llevan por toda vestimenta una piel de carnero que voltean contra la dirección de donde sopla el viento;
que las cabezas cortadas, momificadas y reducidas, que preparan los indios Jíbaros, son encantadores objetos para adornar una chimenea;
que el Anaconda es la serpiente más larga que se conozca;
y que, según mi amigo Jacques Barón, que era antaño marinero y por ello ha viajado un poco, las más bellas casas de prostitución del mundo son las de Pernambuco.


 Texto sin título en el dossier “Conocimiento de América Latina", recogido por la revista Imán, dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción. París, núm. 1, abril de 1931, pp. 201-03.

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