Michel Leiris
Si bien, en la gran masa de los espíritus
europeos, se puede hallar una imagen de América del Norte que, a pesar de ser
un tanto mendaz, está netamente definida, no ocurre lo mismo con América Latina.
A pesar de que esté de moda la arqueología precolombiana y que México pase por
ser el clásico país de las revoluciones palaciegas; a pesar de que un número
—bastante reducido, además— de intelectuales, no ignore que Isidoro Ducasse nació
en Montevideo; a pesar de que una cantidad de gente que antaño bailaba el tango
frecuente ahora los bailes antillanos, sólo se posee en Europa una noción muy
vaga de ese continente, que se cree muy remoto y dotado de una singular
aureola, cuyo resplandor fabuloso está realzado por las penitenciarías de las Guayanas,
y, por otra parte, el tráfico de mujeres para Buenos Aires —factores estos,
bien popularizados por la literatura criminal.
En lo que se refiere a mí, debo afirmar que,
fuera de algunos rudimentos escolares, tomados en los manuales de geografía, no
sé casi nada de América Latina. He conocido algunos americanos del sur que
sabían ser amigos encantadores; me he tropezado con algunas latinoamericanas que
eran de una magnífica belleza. Fuera de esto, he visto representar Le carrosse du Saint Sacrement de
Próspero Merimee, y he leído algunos libros, como Costal l’ Indien— que admiraba Arthur Rimbaud— o algún relato más o
menos fantasioso, como el consagrado por el aventurero yankee Up de Graff a su
viaje en tierras de Los Cazadores de
Cabezas del Amazonas; he visto films como El mantón resplandeciente, cuya intriga se desarrolla en época de la dominación española en las Antillas, o
como ese sorprendente film documentario, consagrado a la Tierra de
Fuego y
a sus habitantes, que fue proyectado hará unos tres años en el Vieux-Colombier;
he oído bellísimos discos fonográficos traídos de Cuba por mi amigo Robert
Desnos; me he apasionado un tanto por la hipótesis de la Atlántida y las
analogías que algunos creyeron encontrar entre las pirámides del Egipto y las
de Yucatán; me conozco un tío (exactamente hermano de mi padre) que murió en Río
de Janeiro siendo propietario de una tienda y progenitor de diez y siete niños
—se había hecho gaucho a consecuencia de una distinción con sus padres, que lo
habían enviado a América, bajo el pretexto de «domarlo»; conozco la leyenda del
Eldorado y las matanzas horrorosas cometidas por los conquistadores bajo la
máscara mediocre de la religión; acabo de enterarme de que el boxeador negro
All Brown (a quien estimo mucho) es oriundo de Panamá; he oído decir que en
América Latina se solía gastar realmente el dinero (a punto de que muchas
personas consagran su tiempo, alternativamente, a arruinarse y a rehacerse una
fortuna, y, cuando vienen a Europa, responden a quienes les hacen preguntas
acerca del tiempo que permanecerán en el Viejo Continente: «vengo para gastarme
100,000 pesos» —o 200,000 o 300, 000, o la cifra que prefieran). Creo que con
esta enumeración he revisado todo el conocimiento que tengo de América Latina.
Por lo que puedo juzgar, América Latina, en
general muy católica, tendría mucho que ganar (y más especialmente que
cualquier otra tierra) si adquiriera mayor independencia espiritual. Como en
España, la austeridad de América Latina es terrible, y resulta triste que esa
austeridad pese justamente sobre un continente cuyos pobladores son tan
bellos... Sin embargo, esta noción del pecado, por el hecho mismo de estar
marcada por el sello del misticismo católico, es menos antipática,
probablemente, que el puritanismo protestante que perdura en los Estados
Unidos, y que pronto acabará por inundar el mundo entero —si no se le retiene—
con sus concepciones utilitarias e higiénicas. Partiendo de este dato y enfocando
los fríos standards de América del
Norte, resulta significativo oponerles, en cierto modo, geográficamente, la
riqueza maravillosa de América Latina, donde florecía hace pocos siglos (al
menos en lo que se refiere a México) el más evolucionado de los estilos
barrocos. Este hecho me parece significativo. A mi modo de ver, la misión histórica
de América Latina sería la de contrapesar en el mundo la influencia
racionalizadora de los Estados Unidos...
Dejándome llevar por la misma corriente, de
tono más o menos profética, llegaría hasta decir que América Latina —antaño
tierra clásica de los sacrificios humanos— resulta feudo de elección para
instaurar en esta una civilización, en cierto modo más violenta que la nuestra,
y, sin duda, más directa y más sana. Puede muy bien imaginarse que de una
mezcla de razas en que se vieran fundidos españoles, portugueses, negros e indios;
de una mezcla de religiones en que se encontraran sincretizados los sacrificios
sangrientos de dioses, de hombres o de animales —desde los cometidos por los
mayas hasta los que llevaron a cabo los cristianos— pasando por el culto vaudou
(sic) que tiene hoy adeptos en les Antillas, y las corridas de toros; de un
movimiento revolucionario que invirtiera los valores económicos y sociales,
saldría un pueblo con capacidades prodigiosas, una religión más adecuada que
las demás para adaptarse a ciertas tendencias instintivas del hombre, y entonces
tendríamos unos Estados Unidos de América Latina, hechos para desempeñar un
papel decisivo en el equilibrio universal, frente a los Estados Unidos de
América del Norte y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas...
Pero veo que me hundo hasta el cuello en la
más perfecta y plenaria utopía, ya que se trata de suposiciones enteramente
gratuitas, hechas en completa ignorancia de las condiciones reales, y siguiendo
un vulgarísimo esquema... Estoy obligado, pues, a reducirme al pequeño número de
elementos que conozco o creo conocer (lo que no es tan distinto como algunos
podrían imaginarlo), a saber:
que
uno de los mayores peligros existentes para las antiguas colonias españolas de
América Latina es el de caer bajo la dominación del capital yankee;
que
el Amazonas es un gran río;
que
existen montañas elevadísimas en la cordillera de los Andes;
que
Santa Rosa de Lima es una de las figuras piadosas más atrayentes;
que
cuando los habitantes de la Tierra de Fuego no hallan ropas en los barcos
encallados, llevan por toda vestimenta una piel de carnero que voltean contra
la dirección de donde sopla el viento;
que
las cabezas cortadas, momificadas y reducidas, que preparan los indios Jíbaros,
son encantadores objetos para adornar una chimenea;
que
el Anaconda es la serpiente más larga que se conozca;
y
que, según mi amigo Jacques Barón, que era antaño marinero y por ello ha
viajado un poco, las más bellas casas de prostitución del mundo son las de Pernambuco.
Texto sin título en el dossier “Conocimiento
de América Latina", recogido por la revista Imán,
dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción.
París, núm. 1, abril de 1931, pp. 201-03.
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