Pedro Marqués de Armas
En la foto, tomada en la redacción del Diario de la Marina el 7 de julio de 1934, aparecen algunos de los miembros de la Misión México-Buenos Aires, orquestada por el diplomático y periodista argentino exiliado en Francia, Julio Brandan. El proyecto pretendía dar a conocer en Europa la realidad americana, mediante observatorios emplazados en diferentes países del continente, y contaba con apoyo de intelectuales radicados en París, así como de instituciones francesas: el museo del Trocadero, la Sociedad de Geografía, órganos de prensa, etc.
Una vez en México, darían cuenta del trazado de
la carreta panamericana y del impacto que
tendría sobre comunidades indígenas, realizando reportajes y acopiando material
fílmico. Se suponía que la misión desarrollara investigaciones
"etnológicas, sociales, geográficas y artísticas" y que culminaría al
cabo de dos años en la Tierra del Fuego.
Pueden verse, sentados, al cineasta y etnógrafo Bernard de Colmont y el caricaturista
Toño Salazar, junto a Brandan; mientras de pie, de izquierda a derecha, figuran
el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, los hermanos Gérard y Nourah Tarvoc –ambos fotorreporteros
de Miroir du Monde-, y el arquitecto Álvarez
de Toledo. Son escoltados por los cubanos Armando Maribona, José L. Horstman y
Zoila Ibarra.
En México, debían sumarse el escritor Alejo
Carpentier y el compositor Tata Nacho. Completaba el equipo Lionel Charmoy, ayudante
de Colmont.
Cartier-Bresson venía como corresponsal de Vu y Voilà,
revistas que ya lo habían enviado a España un año antes donde recorre, además
de Madrid, Toledo y Barcelona, varias ciudades andaluzas y retrata a gitanos,
inválidos, buscavidas y prostitutas, junto a lugares abandonados o en
construcción.
También conocida como Expedición Etnográfica,
la misión fracasó estrepitosamente al no recibir el esperado
patrocinio del gobierno mexicano, entre otros factores. Sin dinero para continuar, el grupo se
dispersó, derivando en diversas aventuras.
Bernard de Colmont y Gérard Tacvor ponen rumbo
a Chiapas donde conviven por más de un año entre los indios lacandones,
enviando al museo del Trocadero informes y filmes, así como reportajes que
tendrían amplia divulgación. Toño Salazar sobrevive decorando mansiones y
vendiendo sus dibujos, para terminar más tarde en Buenos Aires. Brandan y
Álvarez de Toledo regresan a París. Y Cartier-Bresson trajina con su Leica por Tlaxcala,
Juchitán y Puebla, anclando en ciudad de México donde se aloja, en el barrio de
La Lagunilla, junto al pintor Ignacio Aguirre y los escritores Langston Hughes
y Andrés Henestrosa.
La estancia mexicana de Cartier-Bresson se
inicia, pues, en julio de 1934 y culmina ocho meses más tarde, en marzo de
1935, tras una exposición conjunta con el gran fotógrafo Álvarez Bravo, en el
Palacio de Bellas Artes. A principios de junio se encamina hacia Estados
Unidos, pero antes realiza otra escala en La Habana. En esta ocasión lo
acompaña el pintor norteamericano Martin Baynor Fuller, que había trabajado con
Siqueiros. Ambos viajeros se retratan para el Diario de la Marina junto a Nicolás Guillén, con quien el fotógrafo
había contactado el año previo.
Sería Guillén uno de sus acompañantes en ambas escalas. Fue en la primera de ellas que Cartier-Bresson realizó la extraordinaria fotografía titulada “Cuba, 1934”. Es probable que tomara otras, pero ésta de un tiovivo abandonado con unos caballitos que han perdido sus colas, parece ser la única que se salvara de aquella fugaz estadía. Se trata de una de sus fotos preferidas, ya que la eligió para encabezar su última exposición en vida, la retrospectiva De qui s'agit-il?, en la Biblioteca Nacional de Francia en 2003.
Peña Pupo ha escrito un interesante texto en
el que señala un curioso detalle en esta imagen: una estrella de David grabada
en la grupa de uno de los caballos. Lo que le lleva a preguntarse por el lugar
donde pudo ser realizada y por el misterio de ese símbolo judaico en un
carrusel habanero de 1934.
Pero la foto no sorprende solo por ello, sino también
por sus tonos grises y blancos, como por el contraste entre un primer plano
circular, con esos caballos que imitan el movimiento, y un segundo plano
abierto a una extensión no menos desolada cuyo fondo corresponde con las marcas
de un derrumbe. Se aprecian perfectamente las paredes derruidas con las bocas
de lo que fuera una antigua edificación de viga y tabla. Y para más desolación,
pueden verse al fondo cuatro individuos, uno que escarba entre la basura (al
centro) y otros tres, a la derecha, no menos mendaces.
La yerba crecida realza el abandono, no menos
que el destartalado tiovivo. Más que capturar el movimiento, como en otras
fotos de Cartier-Bresson, el semicírculo abierto hacia el vacío de la explanada
denota -si no es que atrapa- inmovilidad. Un instante en el que el movimiento
aparece en su reverso, en su nada-movimiento.
No son estas ruinas, sino despojos, unos restos sin altivez. Eso sí, sometidos a una prueba geométrica, como a otra, menos verificable, alegórica; con la certeza de que el documento concierne a un lugar, a una fisonomía.
En vez de ruinas, en Cuba debería hablarse de
despojos. Así como en oposición a melancolía, no cabe otro término que
depresión. La imagen alegoriza otros tantos despojos materiales: los de la
guerra del 95, los que la crisis del 29 impuso sobre el tiovivo y la edificación
colindante, para no hablar de los residuos de la revolución.
En todo caso, derrumbes de lo que nunca espigó
y, por tanto, de lo que jamás alcanzó la condición de reliquias, de verdaderas
ruinas.
“Cuba, 1934” puede ser vista, pues, como una
hoja de contacto más vasta donde el despojo y la desolación estarían inscritos
de antemano. Como un inconsciente leve, levemente surreal. Si Cartier-Bresson hubiera
vuelto a comienzos del Periodo Especial, ya no habría retratado rostros, ardientes
eslóganes, como en 1963, sino derrumbes circulares.
Cuando visitó aquella ciudad por primera vez
estaba de moda un condimento llamado La Espiga de Teresita.
Aparecía en la prensa, en los billetes de lotería, y se cantaba en la radio. La
firma comercial había despuntado a comienzos de la República y hasta había dado
título a una famosa radionovela. Si ampliamos la imagen, podremos ver en la pared del fondo, sin mucha dificultad, un sello que anuncia a La Espiga de
Teresita. Es la única pista que nos regala la imagen para dar con el lugar.
Pero así como este condimento estaba en todas
partes –lo cantaba una niña de seis años, la cantante Teresita Fernández y lo
vendían en toda la isla, hasta en Sibanicú–, podría no ser ésta la fábrica
original, sino una bodega más. Abierto a precarias intemperies, se trata del
típico anuncio que tales derrumbes suelen descubrir. Allí donde letras quedan, música hubo. Si para algo sirven esas inscripciones es para
recordar. A fin de cuenta, uno no se sienta sobre ruinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario