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jueves, 18 de octubre de 2018

La partida que se juega



 Georges Bataille

 Ya que el mundo se encuentra dividido en cierto número de partes, aisladas hasta ahora, todo lo que podemos esperar de las civilizaciones particulares deriva, sin duda, de las posibilidades de derribar las barreras que las separan (la voluntad de conservar la fisonomía y el encanto locales aparece unido a una vanidad desesperante, a la pedantería sentimental de periodistas para solteronas de todos los países). Si se considera, pues, una parte del mundo tan vasta como lo es América Latina, no es muy importante saber si las costumbres que en ella se encuentran tienen en sí un valor humano excepcional; resultaría mucho más interesante observar cuáles serían los elementos extraños susceptibles de corromper y destruir esas costumbres. Y, al propio tiempo, aparecerían como elementos irreductibles los fermentos tenaces que corrieran el peligro, recíprocamente, de corromper las costumbres de las otras partes del mundo.    
  Es imposible, sin duda, investigar aquí — aunque no fuera más que de modo aproximativo— cómo podrían desarrollarse estos intercambios, pero el sentido de las observaciones que aparecen a continuación está unido al interés que presentan tales posibilidades.
 Entre las influencias disolventes que podrían provenir de Occidente, debe citarse, en primer lugar, el anticlericalismo. América Latina es ciertamente uno de los lugares del globo en que la influencia del clero y de la religión ha permanecido más fuerte. Pero sería absurdo deducir de ello conclusiones primarias. Es más fácil liberarse del imperio de una tradición cuando todavía se encuentra poderosa, que cuando está instalada en los bancos, con uniformes de portería (como pasa en los Estados Unidos). Es mucho más fácil vencer un mal cuando aún es tiempo de reaccionar con violencia. En este sentido, las repúblicas latinas de América podrían desempeñar un papel de primer orden en la destrucción general de cierta moral de opresión y servilismo.
 Esta emancipación es tanto más necesaria en América, ya que es indispensable para vencer odiosas tradiciones sexuales. El día en que los latinoamericanos recuerden con vergüenza la vida que hicieron llevar a la mujer durante tanto tiempo, está probablemente algo remoto. Sin embargo, es indudable que el sistema anual de custodia y dominación que se ejerce estrechamente sobre la mujer está condenado a desaparecer, para despecho de las viejas señoras austeras (esa parte gangrenada de la sociedad que causa tan grandes estragos, aun en los países de costumbres más libres). Esa evolución sería interesantísima en América Latina, ya que no podría corresponder, en modo alguno, a una suerte de alejamiento de los placeres sexuales y a una honestidad estéril. Sólo podría tener lugar, salvaguardando el impulso de los deseos que han conservado toda su brutalidad primitiva, y paralelamente a la abierta glorificación, no sólo de la virilidad, sino del carácter humano de una actividad sexual libre —que no tiene otra finalidad, en suma, que la entrega a prácticas licenciosas.
 Sería muy interesante, evidentemente, que razas más jóvenes y más fuertes que las nuestras llegaran, de este modo, a una corrupción de costumbres, tan generalizada como la que nos caracteriza. Y, recíprocamente, estaría permitido esperar un renuevo de nuestra propia fuerza, que pondría nuestros impulsos a la altura de los que agitan los pueblos de América Latina. A pesar de que no se tratara, en este caso, de organizar sistemáticamente el caos en países donde los hombres llevan el espíritu del método a su último grado de perfección —especialmente cuando se trata de fabricar montañas de cadáveres— hoy parece inevitable un regreso a costumbres más netamente crueles y violentas en las poblaciones europeas. Es pues posible, (y aun bastante verosímil) que las costumbres de nuestra vida política se transformarán a punto de no diferir mucho de las de América Latina.
 Es cierto que en Europa no acude a mente alguna la idea de que la sorprendente fraseología de los políticos burgueses pueda llevamos bruscamente hasta ciertas bravuconadas tragicómicas a lo Melgarejo. Por ejemplo: nadie imaginaría a un viejo soberano europeo, ordenando a su ejército de atravesar el mar a nado, bajo el pretexto, si se quiere, de ir a castigar alguna tribu negra de África. Sin embargo, es posible prever circunstancias análogas, en que las cabezas blandas de los Mussolini o los Hitler perderían rápidamente lo que les queda de apariencias normales, para satisfacer plenamente sus anhelos de payasos declamatorios.
 La burguesía no vislumbra ya muchas salidas, fuera de las aventuras brutales, y todo lo que puede decirse es que apresura con ello el día del proletariado, único capaz de barrer los monstruos de feria mussolinianos o hitlerianos, y de liberar al mismo tiempo —con la destrucción de la sociedad burguesa incapacitada— impulsos de una amplitud y de una prodigiosa grandeza humana.
 Una sencilla alusión a esto nos muestra, por otra parte, hasta qué punto estas observaciones resultan subsidiarias. Es indudable que, sea el país en que nos situemos, la partida que se juega solo puede definirse por el antagonismo irreductible de las clases actuales. Todo lo que pueda producirse a partir de las diversas civilizaciones, sólo adquiere su verdadero sentido al relacionarse con la revulsión violenta que de ello resultará.

 Texto sin título en el dossier “Conocimiento de América Latina", recogido por la revista Imán, dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción. París, núm. 1, abril de 1931, pp. 198-200.


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