Ya que el mundo se encuentra dividido en
cierto número de partes, aisladas hasta ahora, todo lo que podemos esperar de
las civilizaciones particulares deriva, sin duda, de las posibilidades de
derribar las barreras que las separan (la voluntad de conservar la fisonomía y
el encanto locales aparece unido a una vanidad desesperante, a la pedantería sentimental
de periodistas para solteronas de todos los países). Si se considera, pues, una
parte del mundo tan vasta como lo es América Latina, no es muy importante saber
si las costumbres que en ella se encuentran tienen en sí un valor humano
excepcional; resultaría mucho más interesante observar cuáles serían los
elementos extraños susceptibles de corromper y destruir esas costumbres. Y, al
propio tiempo, aparecerían como elementos irreductibles los fermentos tenaces
que corrieran el peligro, recíprocamente, de corromper las costumbres de las
otras partes del mundo.
Es imposible, sin duda, investigar aquí —
aunque no fuera más que de modo aproximativo— cómo podrían desarrollarse estos
intercambios, pero el sentido de las observaciones que aparecen a continuación
está unido al interés que presentan tales posibilidades.
Entre las influencias disolventes que podrían
provenir de Occidente, debe citarse, en primer lugar, el anticlericalismo. América
Latina es ciertamente uno de los lugares del globo en que la influencia del
clero y de la religión ha permanecido más fuerte. Pero sería absurdo deducir de
ello conclusiones primarias. Es más fácil liberarse del imperio de una
tradición cuando todavía se encuentra poderosa, que cuando está instalada en
los bancos, con uniformes de portería (como pasa en los Estados Unidos). Es
mucho más fácil vencer un mal cuando aún es tiempo de reaccionar con violencia.
En este sentido, las repúblicas latinas de América podrían desempeñar un papel
de primer orden en la destrucción general de cierta moral de opresión y
servilismo.
Esta emancipación es tanto más necesaria en América,
ya que es indispensable para vencer odiosas tradiciones sexuales. El día en que
los latinoamericanos recuerden con vergüenza la vida que hicieron llevar a la
mujer durante tanto tiempo, está probablemente algo remoto. Sin embargo, es
indudable que el sistema anual de custodia y dominación que se ejerce
estrechamente sobre la mujer está condenado a desaparecer, para despecho de las
viejas señoras austeras (esa parte gangrenada de la sociedad que causa tan
grandes estragos, aun en los países de costumbres más libres). Esa evolución
sería interesantísima en América Latina, ya que no podría corresponder, en modo
alguno, a una suerte de alejamiento de los placeres sexuales y a una honestidad
estéril. Sólo podría tener lugar, salvaguardando el impulso de los deseos que
han conservado toda su brutalidad primitiva, y paralelamente a la abierta
glorificación, no sólo de la virilidad, sino del carácter humano de una actividad
sexual libre —que no tiene otra finalidad, en suma, que la entrega a prácticas
licenciosas.
Sería muy interesante, evidentemente, que
razas más jóvenes y más fuertes que las nuestras llegaran, de este modo, a una
corrupción de costumbres, tan generalizada como la que nos caracteriza. Y,
recíprocamente, estaría permitido esperar un renuevo de nuestra propia fuerza, que
pondría nuestros impulsos a la altura de los que agitan los pueblos de América
Latina. A pesar de que no se tratara, en este caso, de organizar sistemáticamente
el caos en países donde los hombres llevan el espíritu del método a su último
grado de perfección —especialmente cuando se trata de fabricar montañas de
cadáveres— hoy parece inevitable un regreso a costumbres más netamente crueles
y violentas en las poblaciones europeas. Es pues posible, (y aun bastante
verosímil) que las costumbres de nuestra vida política se transformarán a punto
de no diferir mucho de las de América Latina.
Es cierto que en Europa no acude a mente
alguna la idea de que la sorprendente fraseología de los políticos burgueses
pueda llevamos bruscamente hasta ciertas bravuconadas tragicómicas a lo
Melgarejo. Por ejemplo: nadie imaginaría a un viejo soberano europeo, ordenando
a su ejército de atravesar el mar a nado, bajo el pretexto, si se quiere, de ir
a castigar alguna tribu negra de África. Sin embargo, es posible prever
circunstancias análogas, en que las cabezas blandas de los Mussolini o los Hitler
perderían rápidamente lo que les queda de apariencias normales, para satisfacer
plenamente sus anhelos de payasos declamatorios.
La burguesía no vislumbra ya muchas salidas,
fuera de las aventuras brutales, y todo lo que puede decirse es que apresura
con ello el día del proletariado, único capaz de barrer los monstruos de feria
mussolinianos o hitlerianos, y de liberar al mismo tiempo —con la destrucción
de la sociedad burguesa incapacitada— impulsos de una amplitud y de una
prodigiosa grandeza humana.
Una sencilla alusión a esto nos muestra, por
otra parte, hasta qué punto estas observaciones resultan subsidiarias. Es
indudable que, sea el país en que nos situemos, la partida que se juega solo
puede definirse por el antagonismo irreductible de las clases actuales. Todo lo
que pueda producirse a partir de las diversas civilizaciones, sólo adquiere su
verdadero sentido al relacionarse con la revulsión violenta que de ello
resultará.
Texto sin título en el dossier “Conocimiento de América Latina", recogido por la revista Imán, dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción. París, núm. 1, abril de 1931, pp. 198-200.
Texto sin título en el dossier “Conocimiento de América Latina", recogido por la revista Imán, dirigida por Elvira de Alvear, con Alejo Carpentier como secretario de redacción. París, núm. 1, abril de 1931, pp. 198-200.
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