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sábado, 20 de octubre de 2018

Progreso instructivo para 1950



 Robert Desnos

 Por su situación al otro lado de un océano que se creyó, durante mucho tiempo, habitado por las sirenas; por su conocimiento de un sol cálido y de constelaciones distintas a las nuestras, América Latina resultó una presa fácil para el exotismo y las especulaciones. Al exotismo debemos cierto número de novelas propias a extraviar la imaginación, y una serie de mentiras de viajeros, no desinteresados y menos tontos de lo que podría creerse, a juzgar por la estupidez de sus decires. A la especulación debemos una leyenda de América Latina, sobre la cual se fundaron numerosas estafas políticas, en este joven-viejo continente, y aun en el nuevo. No hay razas autóctonas. En la historia y la prehistoria sopla un viento de invasiones y de emigraciones. En el momento en que se hace pasar a los normandos, los bretones, los alsacianos, los vascos y los auverneses, por miembros de una hipotética raza francesa, es interesante apuntar que análogo privilegio es rehusado a las naciones de la América Latina, que algunos quieren presentamos, a la fuerza, como un conglomerado de españoles y portugueses, sin pensar que, además de las mil alianzas con razas negras e indias, el solo hecho de nacer y vivir a millares de leguas de la pseudo-madre-patria, ya constituye, por sí mismo, una transformación. ¿Los normandos de Sicilia, son mediterráneos o Vikings? ¿Latinos o nórdicos?
 El primero en sostener que la historia era un «eterno recomenzar», además de que no había visto el comienzo, tenía una rara noción de lo que se llama eternidad. Suponiendo que los brasileños emprendieran mañana una marcha hada el oeste, esa emigración, por razones de tiempo, de lugar y de espíritu, no sería comparable con la que llevó al yankee desde las riberas del Atlántico a las del Pacífico. No soy de los que usan la batista de sus pañuelos lamentando la desaparición de razas exterminadas por los conquistadores o de negros maltratados por los encomenderos. Las añoranzas históricas se clasifican entre las más despreciables. Tales hechos han contribuido a la creación del actual estado de cosas, y las razas se sobreviven siguiendo un proceso de fusión... ¿Dónde están los galos de antaño?
 Las últimas noticias que nos llegan de América Latina, en despecho de las censuras nacionales y de Wall Street, nos traen una doble enseñanza. Ante todo, nos permiten formular un juicio acerca de los métodos de evolución y de revolución, que fueron nuestros; nos hacen además vislumbrar los métodos que el mundo moderno, en lo que comprende de socialmente activo, se promete poner en práctica para el futuro. Lo que se llama corrientemente «el retardo» de esa parte del mundo sobre el nuestro, es en ese dominio, un progreso instructivo para 1950. La evolución social de todas estas repúblicas, tan impura, tan caótica, tan loca como pueda parecemos, plantea en realidad, y con evidencia, las bases de una acción nueva. En el momento en que la gravísima cuestión rusa promueve en todo hombre adicto a principios realmente humanos un «caso» de conciencia y de ciencia, el «caso América Latina» impone una atención que muchas generaciones deberán mantener para juzgar con provecho y actuar con eficacia. La proximidad del peligro capitalista de los Estados Unidos, con todas las esperanzas revolucionarias que acarrea, no es la menor razón por la que los «técnicos» deben observar la evolución del estado social que se desarrolla desde las riberas del golfo de México hasta el estrecho de Magallanes.
 Nunca pudieron hallarse —aún en Rusia— tal número de elementos sociales e históricos reunidos en la misma unidad de tiempo. 


 Si no vivimos el tiempo suficiente para asistir a la realización total de los anhelos que habrán de nacer en esa efervescente tierra virgen y fértil, al menos tendremos, lo afirmo, la certidumbre de que ese rincón de tierra será el teatro de acontecimientos formidables, en la evolución del estado social del mundo.   
 Pero importa ante todo que la evolución de América Latina se lleve a cabo en un plano social. Lo que nos interesa en las conmociones de ese continente no es saber que un general ha sido fusilado por orden de otro general; que la «libertad» ha sido hallada una vez más por un partido al derribar otro partido, que, a su vez, salvará la libertad en la próxima ocasión. Lo que nos interesa es el destino del cortador de caña cubano, del sembrador de café del Brasil y de sus obreros, del peón de ganadería argentino, del minero peruano, del viticultor chileno. En cuatro palabras: el destino del proletariado.  
 México ha demostrado ya, durante el transcurso de estos últimos veinte años, hasta qué punto le preocupan esas cuestiones materiales: cuestión agraria, cuestión india, cuestión obrera. No hay un problema de esta naturaleza al que no intentara aportar una solución definitiva, y si ciertas soluciones no han sido halladas aún, es porque tales asuntos no se resuelven en veinticuatro horas. Ha pasado la era de las revoluciones rápidas, equivalentes a un cambio de ministerio, en que la toma del poder sólo corresponde, de hecho, al mantenimiento de una orientación política.
 Si pudiéramos considerar a México, en este momento, como jefe de fila del continente (¿a causa de la proximidad del peligro yankee?) no debería verse en ello un argumento de jerarquía nacional. Lo que ciertas condiciones económicas permitieron realizar en el norte, otras condiciones económicas permitirán, sin duda, llevarlo a cabo —y tal vez más a fondo— en el Brasil o en Colombia.  
 En definitiva: en la época actual, época en que todo el poder del capitalismo es debido a una larga experiencia social, a una técnica apropiada, a planos inflexiblemente realizados, es importante que el proletariado latinoamericano no se deje vencer por esa ciencia, por el capital al servicio del cual labora, quiéralo o no.
 Menos frases, menos lirismo. Si estos factores forman parte del medio y de la vida, si son útiles y hasta necesarios durante los días de acción, es, sin embargo, indispensable desterrarlos de los programas. Los movimientos futuros deben ser movimientos de clases, y no movimientos de minorías, animadas por las mejores intenciones, pero exentas de todos los sufrimientos que hacen nacer el choque entre individuos.
 El estado futuro de las clases trabajadoras de América Latina, nos interesa más que el incendio de tal o cual palacio, el nombre de tal o cual cabecilla revolucionario, los bellos hechos de tal o cual héroe...

 Texto sin título en el dossier "Conocimiento de América Latina", Imán, París, 1931, pp. 195-97. 

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