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jueves, 6 de septiembre de 2018

Los Minoristas Sabáticos escuchan al gran Titta



  Jorge Mañach

 No. No hay que admitir que sea un cenáculo ¡horror! Forzando un poco el léxico, sería, a lo sumo, un almorzáculo: una ocasión de amplia y clara y ortodoxa sobremesa… Pero ello es que, sabáticamente, esta fracción de Los Nuevos (de la mal llamada “juventud intelectual”, adjetivo con que se castiga el nuevo afán de comprensión), se reúne, como en un ritual, para el yantar meridiano. No tienen comedero fijo, porque, gustando en todo de la mutación y del ritmo, aún para el comer abominan de cuanto trascienda a querencias sistemáticas. El  suyo es un credo de eterna frescura, de eterna improvisación.
 Sin embargo, el despacho de Roig de Leuchsenring  -menudo jefe minorista- es el trivium en que nuestro grupo se  da cita todos los sábados. Dan las once. Van llegando. Este  es Mariano Brull, el poeta de “La casa del Silencio —urbano, abstracto, estético. Con él, Félix Lizaso, bello espíritu desconocido, por lo pacato y doméstico, que trae bajo el brazo un libro y una carta de José María Chacón (una carta tan larga que hay que portarla bajo el brazo.) José Antonio Fernández de Castro asoma luego su sonrisa-hilacha de flaneur cuyo vivir es un largo encogimiento de hombros espiritual. En seguida, José Manuel Acosta, el dibujante, hermano de su ilustre hermano el de “Hermanita” y, empero, ilustre el también, aunque hace chistes horrendos.
  Pausa. Llega Tallet del Presidio (Tallet trabaja en el  Presidio): guedeja roja, mosca roja, rojo bigotudo —un lasquenete tudesco que hace versos latinos. Juan Marinello Vidaurreta viene, siempre tarde, de su bufete o de algún conciliábulo patriótico; pero en el bolsillo traerá invariablemente una poesía sencilla y queda que lo redime. Rubén Martínez Villena, también supersolicitado por la Patria, es menos asiduo. Cuando aparece, todas las falanges digitales de la Falange de Acción Cubana le estrechan y le aplauden, y él se conmueve  un poco y piensa en Martí (el Apóstol ) y en Maxim (el Cine), hasta que le hace sonreír la mera entrada de Alberto Lamar Schweyer, ese jocundo epígono de Nietzsche, absurdamente alto y con espejuelos de concha, como una ele alemana que llevara diéresis.
 Conrado Massaguer también suele traer al grupo su sonrisa notoria, la cinta tricolor en el pajilla y una revista americana en que Jay Kauffman lo cita. Alguna que otra vez, una mujer audaz —Mariblanca Sabas Aloma o Graziella Garbalosa, mujeres de estro y estotro,— impone a los jóvenes varones un relativo comedimiento levemente tocado de galantería. Los demás Oscar Massaguer, Quílez el apolónida, Gaspar Rodríguez el apolófilo y el apologista que esto apunta frecuentan como supernumerarios.
 ¿Para que se reúne todos los sábados esta muchachada genial? Claro está que no solamente para almorzar, sino que también para hacerse ilusiones de alta civilidad y, de paso, darle algún sabor espiritual a su vida. Cuando algún hijo de la luz nos viene al trópico, de tierras extrañas, la minoría sabática lo agasaja a escote. Ese día, Acosta no hace chistes, todos cumplimentamos desde lo hondo del ánima. Así hicimos con don Ramón “el de las barbas de chivo”, con Icaza, con Aznar y —aquella vez— con Titta Rufo.
 Aquella vez (me refiero a la vez de la fotografía) el almuerzo fue en casa de Giovanni, mesonero sublime en quien Rostand debió inspirarse para el de su Cyrano. Al lado del divo, Aldo Gamba miraba opacamente la vida al través de sus cristales. Rufo hacía el gasto. Diré mejor, hacía el derroche. Derroche de facundia italiana, gesticulante, reciamente entonada, plena de pintoriscidad y de cultura, que envolvía los temas más diversos con un señorío de crisólogo —hombre de palabra de oro”— y nos tenía a todos en suspenso, cual si se tratase de su Scarpia heterodoxo. Era un encanto oírle. Era también un pasmo ante su sapiencia mundana-, ante su información de artista consciente, que no era artista tan solo porque le dieran los dioses una garganta sonora, sino porque, además, había deliberado su manera y acendrado el don divino y vivido la vida plena.
 El Dr. Enrique Roig —único “mozo honorario aquel día, ausente el Dr. Ortiz— había cesado de departir con Massaguer y Lamar al remate jocundo de la mesa. Nietzsche quedó en paz, y el libro flamante sobre “La palabra de Zaratustra”, que Lamar había dedicado y divulgado y colocado en el centro mismo de la comensalía, sobre el candido mantel, dejó de enfocar la atención distraída. Ya no había atención distraída. Rufo la había fijado toda sobre sí mismo, casándola celestinescamente a su decir milagroso. Hablaba del amor y del dolor, de lo platónico y lo histriónico, de Hamlet y de Chaliapine — el pobre Chaliapine “que tenía un hijo clandestino en cada ciudad de Europa”— ; y nos contaba una historia dolorosa de un hombre napolitano que se mató de pasión sobre su esposa, muerta de gripe española.
 De vez en cuando, Giovanni venía a proponer con una emoción idolátrica: Lei vuole spaghetti ancora, maestro?
 Y el maestro despedía la obsequiosidad con un suave gesto de su cara tártara y tosca. Cuando llegó el fotógrafo de SOCIAL, nos costó trabajo ponernos risueñamente trascendentales. Alguno hubo de recurrir al eficaz objetivismo de hacer bolitas de pan.

                                   En febrero de 1923.

 Social, Vol. IX, núm. 2, febrero de 1924, pp. 23, 47 y 75.

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