Jorge
Mañach
No. No hay que admitir que sea un cenáculo ¡horror! Forzando un poco el léxico, sería, a lo
sumo, un almorzáculo: una ocasión de
amplia y clara y ortodoxa sobremesa…
Pero ello es que, sabáticamente, esta fracción de Los Nuevos (de la mal llamada
“juventud intelectual”, adjetivo con que se castiga el nuevo afán de comprensión), se reúne, como en
un ritual, para el yantar meridiano. No tienen comedero fijo, porque, gustando
en todo de la mutación y del ritmo, aún para el comer abominan de cuanto
trascienda a querencias sistemáticas. El
suyo es un credo de eterna frescura, de eterna improvisación.
Sin embargo, el despacho de Roig de
Leuchsenring -menudo jefe minorista- es
el trivium en que nuestro grupo
se da cita todos los sábados. Dan las
once. Van llegando. Este es Mariano
Brull, el poeta de “La casa del Silencio —urbano, abstracto, estético. Con él,
Félix Lizaso, bello espíritu desconocido,
por lo pacato y doméstico, que trae bajo el brazo un libro y una carta de José
María Chacón (una carta tan larga que hay que portarla bajo el brazo.) José
Antonio Fernández de Castro asoma luego su sonrisa-hilacha de flaneur cuyo vivir es un largo encogimiento
de hombros espiritual. En seguida, José Manuel Acosta, el dibujante, hermano de
su ilustre hermano el de “Hermanita” y, empero, ilustre el también, aunque hace
chistes horrendos.
Pausa. Llega Tallet del Presidio (Tallet trabaja
en el Presidio): guedeja roja, mosca
roja, rojo bigotudo —un lasquenete tudesco que hace versos latinos. Juan
Marinello Vidaurreta viene, siempre tarde, de su bufete o de algún conciliábulo
patriótico; pero en el bolsillo traerá invariablemente una poesía sencilla y
queda que lo redime. Rubén Martínez Villena, también supersolicitado por la Patria,
es menos asiduo. Cuando aparece, todas las falanges digitales de la Falange de Acción
Cubana le estrechan y le aplauden, y él se conmueve un poco y piensa en Martí (el Apóstol ) y en
Maxim (el Cine), hasta que le hace sonreír la mera entrada de Alberto Lamar
Schweyer, ese jocundo epígono de Nietzsche, absurdamente alto y con espejuelos
de concha, como una ele alemana que llevara diéresis.
Conrado Massaguer también suele traer al grupo
su sonrisa notoria, la cinta tricolor en el pajilla y una revista americana en
que Jay Kauffman lo cita. Alguna que otra vez, una mujer audaz —Mariblanca
Sabas Aloma o Graziella Garbalosa, mujeres de estro y estotro,— impone a los
jóvenes varones un relativo comedimiento levemente tocado de galantería. Los
demás Oscar Massaguer, Quílez el apolónida, Gaspar Rodríguez el apolófilo y el
apologista que esto apunta frecuentan como supernumerarios.
¿Para que se reúne todos los sábados esta muchachada genial? Claro está que no solamente para almorzar, sino que también para
hacerse ilusiones de alta civilidad y, de paso, darle algún sabor espiritual a
su vida. Cuando algún hijo de la luz nos viene al trópico, de tierras extrañas,
la minoría sabática lo agasaja a escote. Ese día, Acosta no hace chistes, todos
cumplimentamos desde lo hondo del ánima. Así hicimos con don Ramón “el de las
barbas de chivo”, con Icaza, con Aznar y —aquella vez— con Titta Rufo.
Aquella vez (me refiero a la vez de la
fotografía) el almuerzo fue en casa de Giovanni, mesonero sublime en quien Rostand
debió inspirarse para el de su Cyrano. Al lado del divo, Aldo Gamba miraba
opacamente la vida al través de sus cristales. Rufo hacía el gasto. Diré mejor,
hacía el derroche. Derroche de facundia italiana, gesticulante, reciamente entonada,
plena de pintoriscidad y de cultura, que envolvía los temas más diversos con un
señorío de crisólogo —hombre de palabra de oro”— y nos tenía a todos en
suspenso, cual si se tratase de su Scarpia heterodoxo. Era un encanto oírle.
Era también un pasmo ante su sapiencia mundana-, ante su información de artista
consciente, que no era artista tan solo porque le dieran los dioses una garganta
sonora, sino porque, además, había deliberado su manera y acendrado el don
divino y vivido la vida plena.
El Dr. Enrique Roig —único “mozo honorario
aquel día, ausente el Dr. Ortiz— había cesado de departir con Massaguer y Lamar
al remate jocundo de la mesa. Nietzsche quedó en paz, y el libro flamante sobre
“La palabra de Zaratustra”, que Lamar había dedicado y divulgado y colocado en
el centro mismo de la comensalía, sobre el candido mantel, dejó de enfocar la atención
distraída. Ya no había atención distraída. Rufo la había fijado toda sobre sí
mismo, casándola celestinescamente a su decir milagroso. Hablaba del amor y del
dolor, de lo platónico y lo histriónico, de Hamlet y de Chaliapine — el pobre
Chaliapine “que tenía un hijo clandestino en cada ciudad de Europa”— ; y nos
contaba una historia dolorosa de un hombre napolitano que se mató de pasión sobre
su esposa, muerta de gripe española.
De vez en cuando, Giovanni venía a proponer
con una emoción idolátrica: Lei vuole
spaghetti ancora, maestro?
Y el maestro despedía la obsequiosidad con un
suave gesto de su cara tártara y tosca. Cuando llegó el fotógrafo de SOCIAL,
nos costó trabajo ponernos risueñamente trascendentales. Alguno hubo de
recurrir al eficaz objetivismo de hacer bolitas de pan.
En
febrero de 1923.
Social,
Vol. IX, núm. 2, febrero de 1924, pp. 23, 47 y 75.
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