Oliverio
Girondo
La
ciudad imita en cartón, una ciudad de pórfido.
Caravanas
de montañas acampan en los alrededores.
El
“Pan de Azúcar” basta para almibarar toda la bahía...
El
“Pan de Azúcar” y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar una
sombrilla de papel.
Con
sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando
están arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero
en la azotea.
El
sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la
electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan
hasta para abrocharse la bragueta.
¡Siete
veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!
Hay
viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se
tragan los chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un
huraco enorme en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de
las manos hechas de coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.
Sólo
por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de la
ciudad durante diez minutos.
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