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sábado, 2 de junio de 2018

Yo viajo en primera; Maiakovski en La Habana



  Vladímir Maiakovski

 Habana. Nos detenemos durante 24 horas. Tenemos que tomar carbón porque en Veracruz no lo hay y el barco necesita días para entrar en el Golfo de México y volver a salir de él. A los pasajeros de primera clase les dieron permiso para desembarcar en el acto con el derecho de traer a bordo todos los paquetes y bultos que adquirieran en la ciudad. Los comisionistas y representantes de casas extranjeras, vestidos de blanca seda china, se apresuraron a bajar con cargados con media docena de maletas, llenas de muestras de toda clase de objetos: tirantes, cuellos, gramófonos y corbatas de vivos colores, propias para negros. Los comisionistas regresaron a bordo por la noche, borrachos, ostentado tabacos de 2 pesos, regalados.
 Los pasajeros de segunda clase bajaban según el capricho del capitán del barco, en su mayoría mujeres.
 Los que viajan en tercera no tienen derecho a bajar y ellos se quedaron sobre la cubierta del buque rodeados de ruidos, de grandes pedazos de carbón y los rostros ennegrecidos por el polvo de la hulla, pegado por el sudor. La mayor parte habían comprado –a los vendedores del muelle- piñas que llegaban a su poder mediante el auxilio de un corderito que sostenían en sus manos.
 En el momento de salir comenzó a llover –pero de manera tropical- como en mi vida lo había visto.
 -¿Qué cosa es lluvia?
 -Es el aire cargado con un poquito de agua.
 Lluvia tropical es un chorro poderoso de agua con un poquito de aire.
 Yo viajo en primera. Por consiguiente bajo a los muelles. Me abrigo de la lluvia en un enorme edificio de sólo dos pisos. Un packhouse que se encuentra lleno desde el suelo hasta el techo de cajas de whiskey cubiertas con carteles que me parecen misteriosos: “King George”, Black and White”, y “White Horse”. Los letreros ennegrecían sobre las cajas de alcohol, destinado, según parece, al contrabando que se efectúa desde La Habana a los Estados Unidos –país que está muy cerca y que es prohibicionista.
 Detrás de los muelles, almacenes, sucias tabernas y bodegas. Casa públicas y frutas podridas.
 Después de la zona de los muelles, una ciudad de paz sumamente rica y limpia.
 Un lugar completamente exótico. Sobre un fondo de mar verde, un negro con pantalones blancos que ofrece al transeúnte un pescado rojo, alzándolo de la cola por encima de la cabeza.
 Por otro lado, tranquilos almacenes –limited- de azúcar y tabaco con docenas de miles de trabajadores negros, españoles y hebreos. 
 En el centro de las riquezas un club americano. Edificios de diez pisos: Ford, Henry Clay and Bock, primeros signos palpables del dominio de los Estados Unidos sobre las Américas: del Norte, Central y del Sur.
 A ellos pertenecen en su mayor parte, todos los edificios que se extienden a lo largo del lindo y extenso Paseo del Prado semejante a un larguísimo puente, lleno de cafés, de anuncios y de focos luminosos.
 En el Vedado, frente a todos los hoteles particulares rodeados de flores, los americanos conservan a los policemen sobre aquellos taburetes cubiertos con parasoles.
 Todo lo que se refiere al antiguo y exótico folk-lore de Cuba, es bellísimo y muy poético. Por ejemplo, muy lindo el Cementerio con los innumerables Sres. López y Gómez en mármol blanco, pero con sombreados y tupidos senderos de verde y tropical follaje. Todo lo que pertenece a los americanos está perfectamente organizado y construido. Por la noche a la una de la madrugada, me detuve frente al edificio del cable. Las gentes a pesar del enorme calor escriben de pie, completamente inmóviles,  completamente inmóviles, apoyados en las mesas. Cerca del techo, por una cinta interminable se trasmiten sin interrupción, una serie de cajitas de hierro, dentro de las que, muy apretados, van los mensajes, las notas y los recibos. La máquina inteligente recoge cortésmente, de manos de la señorita que los recibe, los mensajes, llevándolos al telegrafista. Este, después de valorizarlos y trasmitirlos, los devuelve a la señorita que los recibe y cobra de acuerdo con la última cotización. En completa armonía –con este movimiento continuo- marchan las hélices de los ventiladores eléctricos.
 Al regresar al barco, me costó trabajo encontrar el camino. Me acordaba de la calle únicamente por un letrero de esmalte, donde estaba muy clara, la palabra “Tráfico”, como si ese fuese el nombre de la calle. Sólo después de un mes supe la palabra “Tráfico” en las mil calles de La Habana, indica, sencillamente, la dirección que deben tomar los automóviles.
 Antes de que saliese el barco, salté a comprar periódicos. En el muelle me encontré con un “sin-trabajo” que me dirigió la palabra. No comprendí, de primera intención, lo que quería. El hombre se sorprendió de que yo no lo entendiese:
 -¿Do you speak english? ¿Habla usted español? ¿Parlez vous francais?
 Yo permanecía callado y por fin, para quitármelo de encima, ya que se le habían añadido algunos estibadores, le dije para deshacérmelo:
 -¡Yo soy ruso!
 Esta salida me resultó contraria a mis deseos. El hombre me cogió por ambas manos y gritaba en español: ¿Usted bolchevique? ¡Yo, también bolchevique!
 Me escabullí, como pude, de sus manos, para evitar las miradas peligrosas de otros que presenciaban la escena.
 Salimos del puerto al anochecer y a los acordes del Himno de México.
 ¡Cómo enorgullece un himno bélico a los pueblos!
 Hasta los comisionistas se habían puesto graves e inspirados: saltaban de un lugar a otro cantando algo por este estilo:
 “¡Mexicanos al grito de guerra!”
  ………………………….
 En la cena, nos sirvieron alimentos adquiridos en La Habana, desconocidos para mí, pero sabrosos: una especie de nuez moscada con cáscara verde llena de una pulpa muy agradable y mantequillosa (aguacate), plátanos verdes en rebanadas y una fruta llamada mango.
 Por la noche miraba con envidia una larga línea de luces eléctricas, muy lejos, a la izquierda del buque. Eran las luces de la ciudad florida que dejábamos atrás.


 Fragmento incluido por Fernández de Castro en su ensayo "Sobre Mayakovski, poeta y suicida", recogido en Órbita de José Antonio Fernández de Castro, La Habana, Ediciones Unión, 1966, pp. 51-75. Publicado inicialmente como Ensayos sobre un poeta suicida (Maiakovski, su vida y su obra), Eds. de la Revista de La Habana, La Habana, 1930. 


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