Vladímir Maiakovski
Habana. Nos detenemos durante 24 horas. Tenemos que tomar
carbón porque en Veracruz no lo hay y el barco necesita días para entrar en el
Golfo de México y volver a salir de él. A los pasajeros de primera clase les
dieron permiso para desembarcar en el acto con el derecho de traer a bordo
todos los paquetes y bultos que adquirieran en la ciudad. Los comisionistas y
representantes de casas extranjeras, vestidos de blanca seda china, se
apresuraron a bajar con cargados con media docena de maletas, llenas de muestras
de toda clase de objetos: tirantes, cuellos, gramófonos y corbatas de vivos
colores, propias para negros. Los comisionistas regresaron a bordo por la
noche, borrachos, ostentado tabacos de 2 pesos, regalados.
Los pasajeros de segunda clase bajaban según el capricho del
capitán del barco, en su mayoría mujeres.
Los que viajan en tercera no tienen derecho a bajar y ellos
se quedaron sobre la cubierta del buque rodeados de ruidos, de grandes pedazos
de carbón y los rostros ennegrecidos por el polvo de la hulla, pegado por el
sudor. La mayor parte habían comprado –a los vendedores del muelle- piñas que
llegaban a su poder mediante el auxilio de un corderito que sostenían en sus
manos.
En el momento de salir
comenzó a llover –pero de manera tropical- como en mi vida lo había visto.
-¿Qué cosa es lluvia?
-Es el aire cargado
con un poquito de agua.
Lluvia tropical es un chorro poderoso de agua con un poquito
de aire.
Yo viajo en primera.
Por consiguiente bajo a los muelles. Me abrigo de la lluvia en un enorme
edificio de sólo dos pisos. Un packhouse
que se encuentra lleno desde el suelo hasta el techo de cajas de whiskey cubiertas con carteles que me
parecen misteriosos: “King George”, Black and White”, y “White Horse”. Los
letreros ennegrecían sobre las cajas de alcohol, destinado, según parece, al
contrabando que se efectúa desde La Habana a los Estados Unidos –país que está
muy cerca y que es prohibicionista.
Detrás de los muelles,
almacenes, sucias tabernas y bodegas. Casa públicas y frutas podridas.
Después de la zona de
los muelles, una ciudad de paz sumamente rica y limpia.
Un lugar completamente
exótico. Sobre un fondo de mar verde, un negro con pantalones blancos que
ofrece al transeúnte un pescado rojo, alzándolo de la cola por encima de la
cabeza.
Por otro lado,
tranquilos almacenes –limited- de
azúcar y tabaco con docenas de miles de trabajadores negros, españoles y
hebreos.
En el centro de las riquezas un club americano. Edificios de
diez pisos: Ford, Henry Clay and Bock, primeros signos palpables del dominio de
los Estados Unidos sobre las Américas: del Norte, Central y del Sur.
A ellos pertenecen en
su mayor parte, todos los edificios que se extienden a lo largo del lindo y
extenso Paseo del Prado semejante a un larguísimo puente, lleno de cafés, de
anuncios y de focos luminosos.
En el Vedado, frente a
todos los hoteles particulares rodeados de flores, los americanos conservan a
los policemen sobre aquellos
taburetes cubiertos con parasoles.
Todo lo que se refiere
al antiguo y exótico folk-lore de Cuba, es bellísimo y muy poético. Por ejemplo,
muy lindo el Cementerio con los innumerables Sres. López y Gómez en mármol
blanco, pero con sombreados y tupidos senderos de verde y tropical follaje.
Todo lo que pertenece a los americanos está perfectamente organizado y
construido. Por la noche a la una de la madrugada, me detuve frente al edificio
del cable. Las gentes a pesar del enorme calor escriben de pie, completamente
inmóviles, completamente inmóviles,
apoyados en las mesas. Cerca del techo, por una cinta interminable se trasmiten
sin interrupción, una serie de cajitas de hierro, dentro de las que, muy
apretados, van los mensajes, las notas y los recibos. La máquina inteligente
recoge cortésmente, de manos de la señorita que los recibe, los mensajes,
llevándolos al telegrafista. Este, después de valorizarlos y trasmitirlos, los
devuelve a la señorita que los recibe y cobra de acuerdo con la última
cotización. En completa armonía –con este movimiento continuo- marchan las
hélices de los ventiladores eléctricos.
Al regresar al barco,
me costó trabajo encontrar el camino. Me acordaba de la calle únicamente por un
letrero de esmalte, donde estaba muy clara, la palabra “Tráfico”, como si ese
fuese el nombre de la calle. Sólo después de un mes supe la palabra “Tráfico”
en las mil calles de La Habana, indica, sencillamente, la dirección que deben
tomar los automóviles.
Antes de que saliese
el barco, salté a comprar periódicos. En el muelle me encontré con un
“sin-trabajo” que me dirigió la palabra. No comprendí, de primera intención, lo
que quería. El hombre se sorprendió de que yo no lo entendiese:
-¿Do you speak
english? ¿Habla usted español? ¿Parlez vous francais?
Yo permanecía callado
y por fin, para quitármelo de encima, ya que se le habían añadido algunos
estibadores, le dije para deshacérmelo:
-¡Yo soy ruso!
Esta salida me resultó
contraria a mis deseos. El hombre me cogió por ambas manos y gritaba en
español: ¿Usted bolchevique? ¡Yo, también bolchevique!
Me escabullí, como
pude, de sus manos, para evitar las miradas peligrosas de otros que
presenciaban la escena.
Salimos del puerto al
anochecer y a los acordes del Himno de México.
¡Cómo enorgullece un
himno bélico a los pueblos!
Hasta los
comisionistas se habían puesto graves e inspirados: saltaban de un lugar a otro
cantando algo por este estilo:
“¡Mexicanos al grito
de guerra!”
………………………….
En la cena, nos
sirvieron alimentos adquiridos en La Habana, desconocidos para mí, pero
sabrosos: una especie de nuez moscada con cáscara verde llena de una pulpa muy
agradable y mantequillosa (aguacate), plátanos verdes en rebanadas y una fruta
llamada mango.
Por la noche miraba
con envidia una larga línea de luces eléctricas, muy lejos, a la izquierda del
buque. Eran las luces de la ciudad florida que
dejábamos atrás.
Fragmento incluido por Fernández de Castro en su ensayo "Sobre Mayakovski, poeta y suicida", recogido en Órbita de José Antonio Fernández de Castro, La Habana, Ediciones Unión, 1966, pp. 51-75. Publicado inicialmente como Ensayos sobre un poeta suicida (Maiakovski, su vida y su obra), Eds. de la Revista de La Habana, La Habana, 1930.
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