Gastón Baquero
La presencia e influencia de Porfirio Barba
Jacob -o Ricarno Arenales, o Miguel Ángel Osorio, o Main Ximénez- en la actual
poesía hispanoamericana es considerable. No se trata de una influencia volcada
en seguidores ni en imitadores, como en los casos de Juan Ramón, Lorca y
Neruda. La influencia y lo representativo de Barba Jacob están en lo
poderosamente americano de su actitud, en la encarnación viva, personal de
aquello que en un Chocano no pasó de gran retórica. Porfirio vivió lo americano
informe, violento, inestable, dominado por la naturaleza. Es quizá el menos
europeizado de los poetas importantes de América, no obstante la huella profunda
de Rubén Darío en él; a pesar de que en algunas ediciones de su famosa Canción
de la Vida Profunda aparece un epígrafe de Montaigne, el sentir de Porfirio -y
es en el sentir donde hay que buscar las influencias significativas- tendía
hacia una expresión lírica de lo americano, en forma que trascendía todos los
moldes y todas las orientaciones previas. Él tenía conciencia de ser una fuerza
desbocada, una llama. Su apego animal a la vida, su vitalismo casi zoológico,
repelía la meditación de la muerte y, cuando más, por amor a la belleza,
pensaba en aquellos griegos que también temían nombrar siquiera a la
Destructora. Se grabó su retrato en forma irreprochable. Posiblemente nadie, ni
antes ni después, en América, ha sintetizado una autobiografía con la precisión,
veracidad y belleza con que lo hiciera el hijo de Santa Rosa de Osos, en
Antioquía:
Decid cuando yo muera... (¡Y el día esté lejano!):
Soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento,
en el vital deliquio por siempre insaciado,
era una llama al viento...
Vagó, sensual y triste, por islas de su América,
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento:
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, sus ímpetus... Y era una llama al viento.
De simas no sondadas subía a las estrellas...
un gran dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en sus abismos -y humilde, humilde, humilde-,
porque no es nada una llamita al viento...
Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trémulo lamento...
Era una llama al viento y el viento la apagó.
Así era por dentro el poeta de mayor aureola
de maldito en las letras hispanoamericanas. Confesaba sus pecados, aun los más
escandalosos, con la mayor energía. Adoptaba, sin proponérselo quizá, una moral
a lo julio César, a lo César Borgia, que se autojustifica por el volcán
interior, por la rabia vital acumulada. Porfirio iba dejando caer sus poemas
como suelta escamas un cocodrilo añoso, pero se ve que no quería hacer de la
literatura una forma de vida, sino todo lo contrario. Es la ráfaga, el huracán,
la antorcha contra el viento -como él gustaba de denominar al libro que
recogería su obra-, y si hubiera tenido un poco más de constancia en la
traducción de sus emociones, habría dado el Whitman de la América Hispana. Se
señala en él la influencia de Poe, pero esto nos parece rizar un poco el rizo,
porque Poe, a pesar del alcoholismo, tuvo siempre pena de ser un pecador, y
pensaba demasiado para ser una fuerza vital desbordada; Whitman sí, porque
detrás de su prudencia puritana para hablar de sus impulsos naturales, tan
briosos y cándidos como los de un bisonte, poseía la carga biológica interior
que domina y subyuga a la inteligencia, y lo condiciona todo a la ciega fuerza
vital.
Esto que Keyserling llamaba lo telúrico,
refiriéndose especialmente a América Hispana, se ha dado poco en poesía. La
formación de los literatos allá ha sido siempre eminentemente literaria, de
academia, de formalidad, cuidadosa de las modas francesas, y yendo en ocasiones
al satanismo, a la exaltación de los pecados, al cinismo, pero casi siempre
haciéndolo por programa literario, por compromiso con un autor o con una moda.
Es en esto Porfirio Barba Jacob un hombre absolutamente actual. Tomó su vida
brutalmente entre las manos, y la arrojó sobre las cuartillas. Llevaba todavía,
fuerza del calendario, una gran dosis de retórica modernista, pero en lo
formal. La esencia que introducía en aquellos frascos cuidadosamente burilados era
una extraña y violenta esencia, que hasta entonces no había sido presentada al
olfato de los mansuetos «lectores de poesía». Al agnosticismo de Darío,
respondía con una rotunda afirmación de lo viviente; si algo es, es
nietzscheano. Y decir nietzscheano en América Hispana es evocar una conjunción
de ideas explosivas con temperamentos superexplosivos. Los resultados están a
la vista en el interior de la obra de Porfirio Barba Jacob. Las consecuencias
de mezclar el ímpetu biológico americano con ideas europeas nacidas en cabezas
frías, hartas de cultura, no pueden ser peores. Ni pueden ser más actuales y
conocidos los ejemplos de ese gran desequilibrio producido por el acto
inevitable de echar en un odre nuevo un vino demasiado viejo. Porfirio Barba
Jacob no extrajo su actitud de una filosofía, sino que coincidió con lo que los
europeos llamarían ingenuamente vitalismo, confesando que necesitaban
redescubrir la existencia de la vida. A él le bastaba con haber nacido en
Antioquía, con sentirse incómodo e inconforme en todas partes, con no caber dentro de su piel y, sobre todo, con no saber francés ni estar atiborrado de
cultura. Puso en marcha el hombre viviente a la americana, con todas sus
consecuencias. De su obra quedan hasta hoy, como perfectamente adecuados a las
circunstancias y exigencia de la puesta actual, unos diez o doce poemas que
hasta aquí parecen irremovibles. Y dejar dentro del torrente incoercible la
poetización hispanoamericana diez o doce poemas un hombre que cuidó tan poco de
editar y aun de escribir, es proclamar ya una estatura que puede oponerse a la
fuerza arrasadora del viento y de la muerte.
Escritores hispanoamericanos de hoy, Instituto de Cultura Hispánica, 1961.
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