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domingo, 17 de junio de 2018

Maiakovski en París




 Elsa Triolet

 Fue en 1922 cuando Maiakovski llegó por primera vez a París, mientras yo estaba en Berlín. Escribió en Izvestia del día 6 de febrero de 1923:
 “La aparición de un soviético vivo causa por todas partes admiración e interés con innegables matices de asombro (en la prefectura de policía el efecto de sensación es el mismo, pero sin los matices). Lo que domina es el interés. Delante de mi persona se manifestó hasta con tendencia a hacer cola. Durante varias horas me hacían preguntas, empezando por el aspecto físico de Lenin y terminando por la leyenda, muy extendida, de la “nacionalización de las mujeres de Saratov…”
 Cuando Maiakovski venía a París y si estaba yo, se instalaba en un hotel pequeño donde yo vivía. Como no hablaba más que el ruso (y el gregoriano) no me abandonaba un momento, persuadido como estaba de que sin mí estaba ¡perdido, vendido, traicionado! Convertirse así en sordomudo y no hablar más que el triolet como él decía, le sacaba de quicio. No poder probar que la URSS era el único país habitable, no comprender lo que hablaban y pensaban los franceses, no dominar con la palabra a los que le rodeaban, como era su costumbre, le parecía horrible:
 “Yo supongo que los extranjeros me estiman, pero pudiera ser también que me consideren un imbécil –no hablo de los rusos en este momento-. Póngase usted en el lugar de los americanos, por ejemplo, han invitado a un poeta, le han dicho: “Es un genio”. Un genio es aún más que una celebridad. Yo llego, y de sopetón:
 -Give me please some tea.
 De acuerdo. Me lo dan. Espero un momento y repito:
 Give me please…
 Me lo vuelven a dar.
 Entonces vuelvo una y otra vez en todos los tonos y con toda clase de modulaciones:
 -Give me y regive me y reregive me… -Me explico ¿verdad? Y la encantadora velada continúa…
 Los viejecillos me escuchan respetuosamente y piensan ellos: “Esto son los rusos, ni una palabra de más. Un pensador. Tolstoi. El Norte…”. 
 El americano piensa cuando trabaja. Jamás le vendrá a un americano la idea de pensar después de las seis de la tarde.
 No se le ocurrirá la idea de pensar que yo no conozco ni una palabra de inglés y que mi lengua salta y se enreda como un sacacorchos, de tanto deseo que tengo de hablar algo, y que, levantando la lengua como un bastón en un juego de equilibrio, enfilo cuidadosamente toda clase de O y de V inútiles porque son más que piezas sueltas. No se le ocurrirá a un americano la idea de que yo me pinga a parir penosamente frases salvajes, suringlesas.
 -Yes white please five double arm stromg…
 Tengo la impresión de que encantados por mi acento, arrastrados por mi espíritu, conquistados por la profundidad de mi pensamiento, las mujeres de piernas kilométricas se han quedado sencillamente meduseadas por mí y los hombres se han puesto a adelgazar a ojos vista y se han vuelto pesimistas, pues les es imposible rivalizar conmigo.
 Pero las Ladies retroceden, habiendo oído por centésima vez la letanía del té, dicha con una encantadora voz de bajo mientras los gentlemen se salvan por los rincones.
 “¡Quieres traducirles tú, le dijo gritando a Burliuk, que si supiesen en ruso yo hubiera podido, sin estropear sus corbatas, clavarles con mi lengua a la cruz de sus propios tirantes, que hubiera podido hacer girar sobre el hierro del asador de mi lengua a toda esta colección de insectos!”
 Y Burliuk, concienzudamente, tradujo:
 “Mi glorioso amigo, Vladimir Vladimirovitch, pide a ustedes otra taza de té.”” (Cómo les hizo reír, 1926).


 El viejo amigo de Maiakovski, Burliuk, a quien habían echado de Bellas Artes al mismo tiempo que a él y que fue el primero en proclamarle poeta de genio, exigiéndole que lo fuera para no pasar él por mentiroso, Burliuk vivía desde hacía años en América: Chicago o nueva York… Cuando Maiakovski le telefoneaba:
 -Aquí, Maiakovski.
 -Buenos días, Volodia. ¿Cómo estás? –respondió la voz de Burliuk.
 -Te doy las gracias. Durante estos últimos años he tenido un catarro muy fuerte.
 (Esto era al menos lo que Maiakovski me contó de su encuentro con los fundadores del futurismo ruso. )
 Sin embargo Maiakovski conseguía arreglarse con su mímica y sus gestos excesivos. En casa del sastre, hacía muy seriamente dibujos pequeños indicando los defectos de su cuerpo y, con puntos, la manera de corregir el traje. Por donde fuéramos nos acompañaba una especie de asombro. Este gigante jugaba con las gentes como un perro grande con los niños: las empujaba delicadamente y las mordisqueaba sin hacerles daño…
 Pero sucedió que algunos días después de su llegada Maiakovski recibió de la prefectura la orden de salir de París. Estaba muy tranquilo y hacía lo que todos los extranjeros hacen cuando vienen a París, iba al Louvre y a los cabarets y se compraba camisas y corbatas, y de pronto le dicen: ¡que tiene que marcharse! ¿Por qué? Creo que habían confundido a Maiakovski con Esénin, al ser los dos poeta y porque Esénin había dejado malos recuerdos a la policía de París por razones que nada tienen que ver con la política sino más bien con la bebida. Pero Maiakovski sabía beber. Entonces ¿qué le querían?
 Henos aquí los dos en la prefectura. Me veo errando con él por los largos corredores oliendo a pis, enviados de oficina en oficina, yo delante, Maiakovski detrás, haciendo mucho ruido con el acero de los tacones y del bastón, que llevaba arrastrando y se le enganchaba al pasar en los juros, las puertas y las sillas. Al fin llegamos a una oficina de alguien importante. Era un señor muy irritado el que se levantó detrás de la mesa para decirnos con voz fuerte y furiosa que el señor Maiakovski debía dejar París en veinticuatro horas. Yo balbuceé algo poco convincente mientras Maiakovski, insoportable, me interrumpía constantemente con sus “¿Qué es lo que dices?”… “¿Qué es lo que él dice?...” “Yo le digo que no eres peligroso porque no hablas ni una palabra de francés…”.
 La cara de Maiakovski se iluminó. Miró confiado al furioso señor y le dijo con su voz gruesa e inocente:  
 -Jambon…
 El señor cesó de gritar, miró a Maiakovski, sonrió y le dijo:
 -¿Por cuánto tiempo quiere usted el permiso?
 En la ventanilla de una gran sala fue donde Maiakovski tendió por fin el permiso tendió al fin su pasaporte y le pusieron los sellos indispensables. El empleado miró el pasaporte y le dijo en ruso: “¿Usted es del pueblo de Bagdadi, provincia de Kutais? Yo he vivido allí varios años. Era viticultor…” Estaban los dos encantados. Fue una prueba más de la pequeñez del mundo, nos vamos pisando los pies…
 Con tantas emociones, Maiakovski se fijó demasiado tarde de que no tenía su bastón: ¡se lo habían robado en plena Prefectura!
 Tratándose de robos, Maiakovski no había tenido suerte en París. Se le veía demasiado, era demasiado evidentemente un extranjero y un extranjero rico, para que no repararan en él los que buscan una víctima.
 Esto ocurrió en otro de sus viajes a París. Partía para un viaje alrededor del mundo, había economizado y llevaba veinticinco mil francos. Un día, no sé por qué razón, los retiró del banco. La catástrofe se produjo al día siguiente. Yo había venido temprano a su cuarto a buscarle. Estaba en mangas de camisa, tomando el desayuno, su “jambón”. En el momento de salir echó su chaqueta sobre una butaca, con un gesto maquinal para verificar si todo si todo estaba en los bolsillos. De pronto, lo vi palidecer. No había visto a nadie volverse ante mis ojos color de ceniza: le habían robado todo su dinero, sus veinticinco mil francos…



 Estaba en la primera etapa de su viaje alrededor del mundo que debía durar un año… y ni un céntimo en el bolsillo.
 Otro hubiera ensayado encontrar el dinero para pagar un billete de regreso a Moscú y se hubiera vuelto con su vergüenza y su ictericia. No Maiakovski. Su abatimiento duró sólo una hora. Ya camino del comisariado, olvidando de ajustas sus pasos a los míos, me decía: “Sobre todo no cambiemos nada en nuestro género de vida. Almorzaremos en la Grande Chaumière y después iré a hacer unas compras…” Estaba decidido a no dejarse dominar por la vida.
 El que robó a Maiakovski debió de seguirle desde el momento en que retiró el dinero del banco. En todo caso era el hombre que la víspera había alquilado la pieza enfrente a la suya, seguramente, sabiéndolo todo.  Aprovechándose de que Maiakovski salió para ir al baño, dejando la puerta abierta, cogió el dinero y desapareció del hotel. Sus señales, dadas por la camarera y el dueño del hotel, eran perfectamente conocidas en el comisariado como las de un ladrón profesional. De comisariado en comisariado fuimos… sin encontrar nunca ni el ladrón ni el dinero.
 Por otra parte, sin esperar más, Maiakovski se puso a procurarse dinero para recuperar la suma robada. De las Ediciones de Moscú consiguió Lilí una cantidad respetable, que dos años después devolvió. Lo demás lo iba encontrando donde podía. ¡Iba pidiéndolo a todo el mundo! Y se fue volviendo un juego: “¿Cuántos me dará este?”, ¿Qué crees tú? ¿Doscientos? Yo digo ciento cincuenta. La diferencia para ti. ¿Y éste? ¿Nada? Yo digo… ¡mil! Si me da algo te doy veinte francos”. Era en 1925, durante la Exposición de Arte Decorativo de y había en París muchos rusos soviéticos. Juzgábamos a la gente según y cómo daba el dinero o si no daba nada. Los compañeros que tenía dinero y se lo rehusaban dejaban de existir para Maiakovski. “Perros”, decía expresando su disgusto con gestos de la espalda y del rostro… Y se ponía a perseguirlos, haciendo de ellos la irrisión general durante toda su estancia en París. Había otros que encontraban raro que tal historia le hubiese sucedido: “Es demasiado vivo para dejarse coger…”, repetían desde lo alto de su talento entre anchas sonrisas.
 Si por el contrario alguno daba a Maiakovski más de lo que había previsto de sus posibilidades y de su generosidad este se volvía un ser adorable. Así fue con Ilya Ehremburg, que hasta ese momento le había sido indiferente y consiguió conquistarle con cincuenta francos belgas. Ehremburg venía de Bélgica y tenía poco dinero. Estos cincuenta francos fueron un tema constante de ternura para Maiakovski . “!Belgas –decía- fíjense bien que son belgas!”. Y se moría de risa. Y se puso a llamar a Ehremburg por su nombre, encontrándolo estupendo.
 Pero si Maiakovski había recibido autorización para estar en Francia, esto no quería decir que la policía se durmiese. Por donde quiera que íbamos había dos señores que se encarnizaban por hacer lo mismo que nosotros hacíamos. Hemos debido costarles mucho dinero en taxi, fiestas y comidas. 
 Fue en ese mismo restaurante de la Gran Chaumière, donde íbamos a comer todos los días (porque en cuanto iba tres días al mismo sitio Maiakovski tomaba la costumbre), mientras comíamos con unos amigos, cuando vinieron a sentarse en la mesa de al lado dos hombres a los que ya habíamos visto. Uno joven y otro viejo y todo lo más correcto y más franceses posibles. Maiakovski se puso a contar cuentos y nosotros a reírnos hasta las lágrimas, mientras nos miraban impasibles los vecinos, el joven y el viejo. Pero cuando Maiakovski empezó a contar cierta partida de billar, entonces nuestros vecinos empezaron a reírse con esas carcajadas que no se pueden contener, aunque dependa de ella vuestra carrera o vuestra vida.
 En 1929 vi a Maiakovski por última vez y siempre en París.
 Recuerdo cómo sentado en el suelo con un bloc de papel apoyado sobre la cama, escribía cartas a Moscú. ¿Se han fijado ustedes que los niños eligen la postura más incómoda para leer o para escribir? Durante horas permanecen en una posición que parece han elegido por un solo instante… Maiakovski hacía como ellos…
 Después, la noticia llegó por teléfono a las ocho de la mañana: Maiakovski se ha matado ayer, 12 de abril de 1930, de un tiro de revólver en el corazón. Muerte instantánea. 
 Reproduzco aquí el principio de la carta que encontraron cerca de él.
 No se culpe a nadie de mi muerte, por favor, sin comentarios, al difunto le molestaban enormemente. Madre, hermanas, camaradas, perdonadme –no es un método, no se lo aconsejo a nadie- pero no tengo otra salida.
 Lila, ámame.
 Camarada Gobierno: Mi familia se compone de Lilí Brick, Madre, mis hermanas y Verónica Vitóldovna Polónskaia.
 Si les haces la vida soportable, gracias.
 Enviar los versos inacabados a los Brick. Ellos sabrán descifrarlos.

 Como suele decirse, “el incidente ha concluido”,
 “la barca del amor
  se estrelló contra la vida cotidiana”.
 Estoy a mal con la vida
        y es inútil recordar dolores,
      desgracias
              y ofensas mutuas.
                         Sed felices.

 Vladimir Maiakovski, 12-4-1930.



 Tomado de Elsa Triolet, Recuerdos sobre Maiakovski y una selección de poemas, Barcelona, Editorial Kairós, S. A, 1970; cap. IV, pp. 66-72.
    

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