La permanencia del ilustre escritor colombiano
José María Vargas Vila, durante varios días, en nuestra Capital, constituyó,
por un momento, un motivo de comentada actualidad en los corrillos literarios
habaneros, donde se renovó el choque de contradictorias opiniones, producido
desde hace muchos años, en torno de su extraña e indefinible personalidad. Para
algunos, el distinguido novelista es un genio innovador y formidable, de
fulgurante pensamiento, altísimas ideas y encendida e incendiaria expresión.
Para otros, es tan sólo un extravagante malabarista del estilo. De todos los
escritores de habla castellana, pocos han disfrutado de tanta popularidad como
él entre la juventud y cierta clase de lectores de cultura embrionaria, en
cuyas almas todavía logra despertar una adhesión tan fervorosa como poco
persistente. Su fama descansa en sus novelas; atrayentes por su extraña y
áspera ideología y, en no pequeña parte, por sus audacias estilísticas, por su
irreverente anarquismo gramatical. Sus párrafos truncados; su caprichosa
puntuación ortográfica; a profusión y, a veces, grandiosidad, de sus imágenes y
paradojas, sus bellos fragmentos de prosa rimada, sonora y musical, han
producido desbordamientos de entusiasmo en varias generaciones de estudiantes,
de barberos y de horteras. Sobre todo, ese tentador desprecio de las normas
gramáticas tan incómodas para quienes no pueden comprenderlas, ha parecido a
muchos signo indudable de excelsitud genial. Durante los momentos efervescentes
de su popularidad, pocos escritores jóvenes lograron evadir su peligrosa
sugestión; y muchos se vieron precipitados por ella, alguna vez, en los
derriscaderos del ridículo. El genio y aun el simple talento pueden permitirse
incluir en su obra tal o cual extravagancia formal o sustancial; pues ella
queda, al fin, envuelta en la magnificencia del conjunto. Pero aquí está la
trampa entre cuyos dientes queda triturado el imitador mediocre. Confunde el
elemento accidental e insólito, arcilla deleznable muchas veces, con el oro
modelado por la capacidad artística del creador. Y sueña haber ascendido a su
nivel cuando logra reproducir, con sus torpes dedos, los arabescos accesorios
de una obra magistral. Vargas Vila es grande, principalmente, en su ardiente
expresión de polemista y panfletario, adalid constante en toda causa de
libertad y de justicia; flagelador incansable de toda tiranía, de todas las
malandanzas del despotismo insolente y la complicidad servil. Puede ser que
algunas de sus novelas queden como exponentes de arte fino y selecto; de recia
y exquisita urdimbre sentimental e ideológica; cuéntese, a pesar de su fuerte
presión tendenciosa, a Flor del fango,
como ejemplo. Otras, en cambio, fuertemente ensalzadas por la crítica
impresionable y tenidas en alto aprecio por el mismo autor, posible es que no
perduren. Entre ellas, Ibis, su
creación predilecta, cuya pobre y tosca trabazón dramática desfallece sofocada
en un desbordamiento de paradojas morales, inconsistentes y desprovistas de
trascendencia práctica y de valor ideal. En una apreciación serena de los
quilates artísticos de este ilustre escritor, no deben tomarse en cuenta sus
originalidades sintácticas y ortográficas. Después de todo, las leyes
gramaticales no son otra cosa que la codificación de las formas expresivas
empleadas, en general, por los grandes escritores. Y Vargas Vila es un gran
escritor; un gran señor de la Idea y del Estilo. Para los latinoamericanos,
siempre tendrá el alto valor de verdadero representativo de nuestros ideales
políticos y artísticos, innovadores y libertarios. Y los cubanos nunca podremos
olvidar que fue un fiel admirador y amigo de Martí.
Cuba contemporánea, julio de
1924, pp. 267-69.
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