Joaquín Edwards Bello
Con
cuánta emoción vi por primera vez a Vargas Vila, solo, por la calle de Alcalá,
apareció cuando menos le esperaba: chiquito, pálido, dandy, con pantalón a
cuadros, pulsera y sortijas con cabochones policromos. Era él, nuestro autor de
los veinte años, la primera novela subversiva, la filosofía explosiva de
nuestro despertar a la vida. El Vargas Vila que leímos a hurtadillas, que
metíamos de contrabando entre los textos del Liceo… Él en carne y hueso, veinte
años después, frente a la Equitativa y el Banco de Bilbao, en la flamante calle
de Alcalá.
Volví la cara para mirarle: ese hombre
chiquito que pasaba en la indiferencia de la calle matinal, era Vargas Vila.
Mil recuerdos de ayer fluyeron a mi mente de golpe, como greguería de loros irrumpiendo
en el cielo de cristal.
Un amigo me llevó a casa del maestro. Vive con
ese confort modernísimo del termosifón, ascensor y calefacción, en una gran
jaula de cemento en los arrabales elegantes de Madrid. Nos pasaron a un saloncito
con muebles tapizados de azul ceniciento; algunos retratos, un busto de Dante,
una Venus de Milo. Apareció en verdadero négligé, familiar, y nos pasó la mano.
—Oh, sí —me dijo—, yo le conozco a usted. He
recibido un libro que leí con gran interés. La conversación se inició así. Yo
le examinaba antes de interrogarle cerrado.
El maestro, con su pijama oro mate y sus
zapatillas de cuero fino, me hizo súbitamente la impresión de un jockey del
hipódromo de Longchamps. Su cara rasurada y patinada, como marfil viejo, su
agilidad y menudez corpórea, el pie diminuto, los ojos vivos completan la idea
de jinete. Su cara es de movimiento, con arrugas portentosas y ojos de lince.
Es notable una arruga principal en la frente, en forma de imán; esa arruga
atrae las imágenes, condensa las ideas, e imprime los fuegos, las estupendas matizaciones,
las medulares abreviaciones que llamamos estilo vargasviliano. El estilo de
Vargas Vila es como la primera etapa de nuestra vida de iberoamericanos: todos pasamos
por ahí. Negarlo es como negar la leche de la nodriza hispanoindia que nos
pegaba a su seno cantando.
Negar a Vargas Vila es una cursilería.
Veamos
lo que dice él y cómo contesta a nuestras preguntas.
—Yo soy paladín de la libertad; lo fui
siempre. Yo dejé mi casa de Roma porque Roma engendra Césares y yo soy enemigo
de la tiranía. De Roma salió siempre el Arte, pero nunca la Libertad. Yo no
quería codearme con Mussolini. DÁnnunzio es la imagen de Roma: arte y
cesarismo.
—¿Qué piensa de Francia?
—En
mi periódico Nemesis combato el imperialismo de Poincaré, pero la nueva ley
Barrés impedirá la acción política de los extranjeros. La sombra de Napoleón
envenena el aire.
—¿No desea regresar a Colombia?
—Nunca. Colombia no me perdona que yo la haya llenado
de gloria; en cambio, yo le perdono las vergüenzas que me hace pasar como
colombiano.
—¿Qué idea tiene de Chile?
—Buena. América empieza en Chile. Argentina es
un campamento: los emigrantes se comieron el último gaucho que era lo más
interesante. Lugones acaba de prostituirse, rindiéndose a monseñor Baudrilart.
Chile evoluciona; tiene hombres de acero y nervios fríos. Los políticos actuales
de Chile han leído mis libros.
—¿Dicen que es usted amigo de Obregón?
—Obregón es mi discípulo. El más grande de
todos los presidentes americanos. Obregón entró en mí porque ha leído mis
libros; desde pequeño se nutría en mi literatura.
México entró en la etapa vargasviliana, la
Edad de Oro. México y Rusia son las naciones más interesantes del mundo.
Obregón es indio, tiene sangre indostánica.
—¿Qué
piensa de España?
—Nada. Yo me enorgullezco de dos cosas: no
escribí nunca nada de España ni colaboré jamás en La Nación ni La Prensa, de
Buenos Aires.
—¿Le interesa el Perú?
—Ese país sería interesante si conservase el
régimen incásico; pero tal como está en la actualidad, bajo la tiranía de
Leguía, no vale nada. Santos Chocano, cantor de la tiranía, es vil, un talento
atravesado, perdido. Los hermanos García Calderón tienen talento, pero se les
ha exaltado mucho. Son talentos de diplomacia y de periodismo; eso sí, muy
elegantes.
—¿Efectuará algún viaje por América?
—No. Yo quiero tranquilidad. En América,
tienen la manía de las conferencias y discursos, querrían que yo hablase y no
sé hacerlo; las multitudes me cohíben porque soy un solitario; los solitarios
vivimos bajo la luz blanca y sedante de la luna; la muchedumbre nos hiere como
el sol. Como todo solitario, yo soy un silencioso, y hablar fuera de la
intimidad me parece una dispersión de las semillas de mi genio, arrojadas hacia
terrenos estériles.
Yo no tengo más amigos que aquellos que no
puedo evitar.
—¿Qué idea tiene de la literatura española?
—Ninguna.
—¿Conoce
a Eugenio D´ Ors?
—Sí. Ese hace un esfuerzo para pensar, se
acerca al asunto, despunta. Yo enseñé a pensar a los españoles en el año 1909
con la publicación de mi obra Ibis.
—¿Por
qué no ha hecho teatro?
—¿Teatro?
¡Nunca! Es la más vil expresión del arte, porque está sujeta a los actores, a
los cómicos y al gran público. La suprema forma del pensamiento; es la novela.
El cuento es un producto de literatura
embrionaria, apenas desprendido de la Fábula, sin llegar a la novela,
literatura para niños y para aldeanos.
—Sin embargo, preguntamos: ¿El cuento ruso… Leónidas
Andreiev, Mogol?...
—Son genios de la candidez. Esa floración de
cuentistas, indica ingenuidad, ruralismo, mentalidad de moujiks.
—¿Piensa regresar a Barcelona?
—Sí,
tengo allá una torre llena de libros, los catalanes me respetan. Cuando paso
por las Ramblas, oigo tras de mí: “Ahí va Suetonio”. Algunos critican mi
dandysmo. En la época del terrorismo, ya pasaba sin miedo por los barrios
bajos, como Petronio en la Susurra; los obreros me dejaban pasar respetuosamente…
“Es el maestro, el compañero”, decían en voz baja. Pero a mí no me agradaba la
popularidad.
—¿Qué opinión tiene de la Quinta Conferencia
Panamericana?
—Será la última de los pueblos libres, o la
primera de los pueblos esclavos. En nuestras conferencias de naciones soberanas
hispanoamericanas, no deben figurar los yanquis. Me parece que esta conferencia
obedece al afán de festejarnos mutuamente con lunch, toasts y banquetes; hay
que dar empleo y tono a tantos internacionalistas.
—¿Es usted uno de los tantos maravillados con
la teoría de Einstein?
—No me admira. El paciente judío alemán ha
logrado explicar con números una cuestión que ya habíamos resuelto por
instinto. Lo mismo pienso de la teoría sexual de Freud. A mí no me “epatan” los
cuentistas, los cerebrales vamos siempre a la vanguardia. Lo que me interesa profundamente
es la literatura de los jóvenes; siempre busco algo nuevo, una forma nueva. Yo
creo que aparecerá alguno, estelar, que marcará una era, como marqué
yo
la era vargasviliana en 1900.
Nos despedimos. Vargas Vila se levanta, estira
su mano blanca con una pulsera; mano desconcertante, mano carnosa, tentacular,
de andrógino.
Entra en este momento la criadita con un
paquete y una cuenta. Son calcetines de seda de la casa Rodríguez. Vargas Vila
cala anteojos y paga.
—Adiós, Maestro.
—Salude
a Ramón Ricardo Bravo.
Partimos. El escritor colombiano deja en
nuestro espíritu una impresión de exuberancia, de vida simple. El terrible
polemista, el admirable novelista debe de echarse a la cama temprano y con
gorro de dormir, después de tomar leche con soda. Parece un niño fresco,
iluminado, juguetón. Pero ¿qué cosa es el genio, sino una eterna niñez?
Salimos
a la calle. Oscurece. Como vamos impregnados del maestro, interpretamos el
crepúsculo en su lenguaje, en su estilo:
“Cielos mirobolantes
lejanías
opalescentes
y la Avenida coruscante sembrada
de miriápodos
lucientes…”
Orto, Año XV, no. 8, abril de 1926.
No hay comentarios:
Publicar un comentario