José Lezama Lima
Por la noche, hora de anotar las
conversaciones, sorprendemos a Goethe peculiarmente jubiloso. Su amigo lo
acompañó en la mañana con relatos de aventuras distantes, nuevas colecciones de
minerales y modalidades fascinantes del Eros quiteño y del Valle de México.
"Puede decirse, dicta Goethe, que no hay quien le iguale en conocimiento y
en saber vividos." En la Ilustración hay como una relación de maravillas
entre los instrumentos y el ojo de observación. La medición de una altura es al
propio tiempo el descubrimiento de una colina. Las diferencias térmicas de las
corrientes, llevan a esos hombres a excursiones antárticas, a rectificaciones y
tropiezos, encontrándose en un costado de la fragata de investigación los más
pintiparados modales y las cicatrices de una catadura infernal. "Parece
una fuente con muchos caños, continúa diciendo Goethe de Humboldt, se quedará aquí
unos días y siento que los voy a aprovechar como si fueran años." En realidad,
el tipo de sabio a lo Humboldt, a quien el hecho le arranca un júbilo de
descubrimiento, de alegre inmotivación de los comienzos, parece como si viajase
con órdenes de Weimar, de pequeño centro de irradiación capaz de aclarar toda
relación entre una manifestación fenoménica y un signo, entre un hecho y su configuración
en unidad y símbolo. Cada viaje de Humboldt parece resumirse en una visita a
Goethe. Dichosos días en que una aventura terminaba en una visita, como si los
días de peligro se remansasen en una hermosa mañana de Weimar.
En los periplos circulares del barón de Humboldt,
nos parece que hay un esclarecimiento de símbolos culturales, cuando impulsado
por su universal curiosidad, sale de excursión por tierras americanas amigado
con el francés Bonpland, sorprende flora y fauna en su particularidad o en su
relación con las ya conocidas, y de paso por Weimar organiza su nueva visita a
Goethe. Se encienden las bujías de gran recepción y Goethe deriva morfologías,
paralelos y leyes de series diferentes para los ejemplares acariciados.
Humboldt conocía por su relación con la
familia real la gran madurez de las cortes alemanas en su siglo. Ese ejercicio
lo lleva a gustar de la posibilidad de la sociedad en Quito, La Habana o México.
Tiene que haber intuido el potencial de refinamiento o expresividad de esas
sociedades en ciernes. En una carta de Humboldt, que Goethe releía
engolosinado, sobre la enfermedad y la muerte del gran duque Carlos Augusto,
nos habla de que ya enfermo el monarca le preguntaba por los trozos de granito
que por la vía de Suecia venían de los países bálticos, o le inquiría
ansiosamente sobre la cola de los cometas que enturbian la atmósfera. Pocas
horas antes de morir, el gran duque le hablaba sobre las dobles estrellas
coloreadas y el color interior de la tierra. Humboldt sabía que esa calidad de
sabiduría no la podía encontrar por tierras americanas, pero intuía en esas
sociedades incipientes, ebulliciones de nuevas síntesis, distribuciones espaciales
sutiles y poderosas, dimensiones cargadas de una novedad sorpresiva para las
otras sociedades. Maestro incomparable en el arte de intuir la ascensión en las
sociedades hasta adquirir su forma, saborea la madurez y el incipiente dulzor que
inaugura el esplendor en la proximidad de la poma. Así, habla con el rey poco
antes de morir, y en Trinidad goza los golpes de ingenio de nuestras criollas, escondido
el rostro detrás del varillaje, pero que rebanan el crescendo de su risa con la
brevedad sentenciosa de sus manos.
Humboldt tuvo un acierto peculiar en las zonas
donde fue centrando sus desplazamientos de curiosidad y de investigación. Del
valle de Güines, júbilo de sus herbarios henchidos de variedad de hojas y de la
diversidad de las palmeras, partió para Batabanó, centrándose en el estudio de
las arenillas y las corrientes. "El fondo de la ensenada de Batabanó, nos
dice, es la de una arena compuesta de corales destruidos, donde hay ovas que
casi suben a la superficie." Percibe una diferencia entre el cocodrilo de
Batabanó y el del Orinoco, y una semejanza, comprobación de la ley de Buffon,
entre el cocodrilo de Batabanó y el del Nilo. Una curiosa observación lo lleva a
precisar que los cocodrilos de Batabanó, tres días después de muertos no
despiden olor de descomposición, mientras el del Orinoco aún con vida apestaba
en la jaula de los naturalistas. A qué atribuir esa resistencia a la
descomposición sino a la pureza de las arenillas, a la frescura de las
corrientes, a la delicadeza de su nutrición marinera. En Humboldt, en su Ensayo
famoso sobre Cuba, hay una intuición de la universalidad de las corrientes
marinas que rodean la isla. Un gran remolino, comprueba, baña las costas en el
sur de los Estados Unidos y lanza después las frutas cubanas a las costas de
Noruega. De esas observaciones salta al paisaje marino de los Jardines y
Jardincillos. En esos relatos percibimos el, señalamiento de dos hechos, cuya
descripción y condena hubieran sido muy del gusto de José Martí. La gente ruda
de la tripulación -donde van como excepción de viajeros sabios que viajan con
salvoconductos, Bonpland y Humboldt-, salta a las orillas en busca de apetitosos
cangrejos de mar, no los encuentra, y por eso, grosera venganza, comienza a matar
pelícanos, "los más viejos, dice Humboldt, volaban sobre nuestras cabezas
con chillidos roncos y lastimeros". Con grandes garrotes continúan los
marineros la tenebrosa matanza. Humboldt evoca en su periplo por las islas
paradisíacas, la visión de Colón, en su segundo viaje, de "aquel rey
misterioso que no hablaba a sus súbditos sino por señas, y aquel grupo de hombres
que llevaban túnicas largas y blancas parecidos a los frailes, mercenarios,
mientras que todos los demás del pueblo estaban desnudos". Martí en una de
sus peregrinaciones, lo evocábamos recientemente, hablaba también de un rey
invisible, que mata puercos y habla escondido detrás de las hojas. La metáfora,
como hecho capaz de configurar un acto naciente que sorprende a Humboldt, es la
imagen que José Martí lleva otra vez a lo sumergido creador. Sutilísima
venganza de los pelícanos, desciframiento de aquellos chillidos presagiosos.
Tratados
en la Habana, junio 30, 1957.
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