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domingo, 24 de septiembre de 2017

La manigua sentimental VI (final)



VI

 Y cayeron los días pesadamente, en una malla angustiosa de hambres, enfermedades, y tiroteos rápidos que se perdían sin efecto entre las hojas. Agotadas las provisiones, en ruinas las zonas de cultivo, se hizo una campaña de espectros contra espectros. A veces fui un héroe. Tuve nuevos amigos.
 Pero una idea fija, tal vez amor, acaso simple curiosidad, me hacía buscar continuos pases hacia las fuerzas de Oriente. Por las noches evocaba una pequeña silueta verde y escuálida que muy lejos o muy cerca, quién sabe dónde, respiraba con su madre el hálito de los pantanos. No era, sin embargo, una desesperación, porque el remordimiento había cesado: todo había sido obra de la casualidad. Era una orientación, un porqué encontrado al fin en mi vida errante… En los campamentos se hizo famosa mi pregunta a los que pasaban:
 —Una rubia, pequeña, con un chiquillo... Juana Fundora… Estaba en ''La Caoba" cuando la sorpresa.
 Llegué a recorrer los mismos valles orientales donde la encontré una mañana de julio. Al cabo, la sensación de curiosidad se mitigó como la de remordimiento. Arribó la paz. Nuevas sensaciones apagaron aquella llamita humilde, cerrando una aventura de la manigua.
 ¡Oh, teatrales entradas en los pueblos empenachados, explosiones de hurras al abrirse las plazas hirvientes, sendas de flores tejidas por manos blancas que ahora se llevaban el pañuelo a los ojos brillantes...! Fue una vida nueva. Acabé por casarme. Mi mujer, morena y ávida, puso mi rifle adornado con un lazo sobre la cabecera de la cama…
 …Pero la aventura olvidada esperaba misteriosamente su desenlace; y lo tuvo. Fue pocos años más tarde. Oíd:
 Viajaba entonces yo, Juan Agüero y Estrada, el héroe de las Majaguas, como llano y burgués inspector de escuelas. ¿Qué queréis? Una transformación de la paz, que mis amigos políticos destacaban en sus discursos como ejemplo de la fiereza domada y hecha trabajo fecundo. Viajaba por toda la Isla. Una vez...
 Era en el esplendor de la tarde. Una claridad blanca y cruda encendía la sabana desierta dando tonos cobrizos a las lomas lejanas, mientras bailaban en el vapor las ceibas de altos brazos suplicantes. El camino se tendía humilde, cubierto de alto espartillo, entre dos vallas ligeras de alambres; y más allá, y delante, y a la espalda, sólo rompían la unidad gris y ocre, algunos grupos de guano, desaliñados, erguidos sobre una vegetación de duros arbustos sin hojas, retorcidos como de dolor o de rabia. Ni palmas, ni cañas bravas sombreando arroyos suspirantes. Una tierra sedienta, calva a trechos, y cuarteada como una piel de saurio, marcada acaso en la lontananza por tenues columnitas de humo azul. Algunos toros, comidos de sarna en las agujetas, alzaban la cabeza bien armada, tras la cerca, al pataleo seco de mi caballo contra los guijarros. De las maniguas subía el gorjeo del sabanero en escalas aflautadas, y súbito, un vuelo sin ruido ponía un trazo fugaz en el azul del fondo. Y el cielo era de esmalte, con vagos vellones flotando muy altos.
 Ni un alma, la sed me atrofiaba la lengua. Al cabo, en una de las revueltas del camino un tejado chato y extenso apuntó sobre una hondonada, más allá de la cual se humanizaba y sonreía el panorama, hablando de los fecundos secretos del agua. Espoleando al caballo alcancé las copas verdes de algunos frutales, el vuelo doméstico de algunas palomas, las paredes blancas, el portalito donde una carreta sin bueyes holgaba sobre la lanza; todavía un campo de cañas que verdeaba el sol. En el silencio sonaron argentinas unas voces de niño.
 —¡A la paz de Dios! —grité desde el batey desierto, aún sobre el caballo cuyos ijares latían.
 —¡A ver, ciudadanos, si hay por ahí una poca de agua…!
 Compareció entonces un muchacho de unos cinco años que sujetaba un chivo blanco por una cuerda: era un simpático arrapiezo de cabellos rubios que el sol había hecho cárdenos; fuerte, artísticamente sucio bajo su sombrero de yarey. Repetí mi súplica, repentinamente agradado por aquella aparición de cromo.
 —Espérese, me respondió gravemente.
 Y fue a atar el animal junto a una estaca, mientras yo hacía lo propio con mi caballo frente a uno de los pesebres del portalito. Después, entrando en la casa, me trajo un jarro rebosante que bebí con avidez dejando correr por la barba los hilos diamantinos.
 —¿Y tu gente? —le pregunté deseoso de permanecer aún un rato en aquella sombra sedante, entre el rum rum de las palomas familiares —¿No hay nadie aquí?
 —Naiden; papá allá abajo, en el cañavera… Mamá nel corrá curando la vaca. Los otros —y citó varios nombres desconocidos— no sé; trabajando...
 —¿Y tú no tienes miedo a quedarte solo?
 —Yo no.
 —Los orientales no tienen miedo nunca... ¿verdad?
 —No, pero yo no soy orientá; yo soy camagüeyano.
 —Venga esa mano —le dije—, somos paisanos...
 ¿De qué pueblo? Tú no lo sabrás...
 Aquí alzó los hombros desconcertado.
 —No sé… no sé… Nosotros vinimos de la tembladera…
 ¡Simpático chiquillo! Oyéndolo hablar de la tembladera, recordaba mis duras excursiones del servicio al través de los pantanos, y aun ahondando más evocaba los días misteriosos de la guerra, aquella despedida brusca de la pobre Juanilla, muerta acaso en esas mismas tembladeras del Sur, veladas de mosquitos.
 De repente la idea antigua de mi hijo perdido vino a mi imaginación. ¡Si por un acaso! ...
 —¿Cómo se llama tu madre? —le dije de pronto.
 —¿Mi madre? —respondió riendo. —¡Mamá!
 Los mismos informes de su padre. Traté entonces de penetrar en la casa, de vislumbrar algún objeto que me contara viejas cosas. Pero el chico, amostazado, se me cruzó heroicamente impidiéndome el acceso.
 —¿Tu madre no se llama Juanilla? —le pregunté entonces.
 Quedó pensativo.
 —Juanilla no, Juana…
 Erré impaciente de una punta a otra del portal… ¿Sería posible?... No… Sí… Durante unos minutos un deseo loco me poseyó de ir a buscar a los buenos labradores a su trabajo escondido entre las cañas sosegadas. De pronto, se oyó como si de la tierra surgiera un canto muy lejano.
 —Debe zé la Tenienta
 ¡La Tenienta! El corazón me dio un vuelco. ¡Sí, no había duda; estaba entre los míos! Me contuve para no aplastar con un beso aquella cabecita de candelas. Y para desahogar la agitación tomé su cuerpo en alto hasta las soleras del techo y lo paseé por el portal entre su risa convulsa y alarmada.


 Pero una fiebre quemante se apoderaba de mí, una fiebre de saber, aún a trueque de desengaños. Sin saber lo que hacía.
 —Juanilla, Juanilla! —grité demandándola a todas las entradas de la casa. El chico corrió despavorido hacia adentro. A poco volvía asido a las sayas de una mujer delgada, digamos todavía fina, rubia, modesta, doliente, toda ambarina en la viva luz matinal. ¡La misma!
 —¡Juanilla, Juanilla!… ¡Yo!… grité abriendo los brazos, dispuesto a todo, en una sincera explosión de arrepentimiento.
 —¡Ahí —murmuró sólo ella, deteniéndose a lo lejos. Y el haz de hierbas medicinales se le deshizo de las manos esparciendo su aroma humilde.
 —Juanilla, ¿no me conoces? —insistí acercándome sobre su rostro pálido, mezcla de dolor y de remordimiento.
 —Oh, ¿cómo no? …Juan... ¡cuánto tiempo! …
 Alargándome ambas manos evitó mi abrazo.
 —Sé que te has casado de nuevo —le dije bajito.
 —Tú eres buena y lo que hayas hecho, bueno será. No me tengas miedo...
 Hubo una pausa en la que ella miró a todas partes atemorizada. El silencio pesaba, hecho luz, sobre los campos. De pronto los ojos del chico, inmóviles, cuajados de espanto, me atrajeron. Tomándolo de nuevo en brazos lo besé en ambos carrillos fundiendo en fuego sus pucheros inquietos.
 —¡Mío!... murmuré. —¡Hijo mío!...
 Y lo consulté a los ojos de ella, todavía dudando del simpático hallazgo. Ella se estremeció ante mis miradas y de pronto, sin transición, rompió en un llanto convulsivo, vergonzoso, oculto entre sus manos crispadas por un pico del delantal.
 —¡Mamá! —gritó el chico, deshaciéndose de mis brazos.
 Fuimos a un rincón de la salita, clareada por una ventana en cuyo alféizar merodeaban palpitantes las palomas blancas. Allí, sentado frente a ella, adulado por la brisa, que oreaba la fiebre de los naranjos en flor, oyendo el timbre diáfano del chico que jugaba fuera, escuché la relación doliente del pobre ser que fue casi mío alguna vez, que ya no lo sería en este mundo…
 No era mi hijo; no... Era el del otro, el que nació cuando venían de la tembladera, vueltos al sitio abandonado donde el arado dormía... El mío… ¡Oh, ahora tendría seis años!… ¡Qué desgracia!...
 Después de todo había ganado con morirse. El otro, Cheo Molina no lo quería mucho; parece que le tenía celos... Los hombres tienen cosas muy raras.
 Juanilla se tapó los ojos un momento, más para quitarse una visión siniestra que para borrarse una lágrima. Después, con un gran suspiro, se echó atrás en la mecedora dejando caer las manos exangües.
 —¡Juanilla! ¡Juanilla!
 Mis manos temblaban. ¿Es decir que todo, todo destruido? ¿Aquella dulce visión tan vagamente querida en tantos años, no podría ser para mis ojos, cuando la habrían disfrutado tantos ojos indiferentes?
 —¿Oh, Juanilla, cómo era? ¿Era rubio como ella, o como yo moreno? ¿Era fuerte, era hermoso?... ¿Cómo fue que murió?...
 Juanilla no respondió de pronto. Luego, levantándose hasta apoyar la cabeza en la ventana y mirando al sol que vibraba en las espigas de las cañas me contó, oscuramente, que aquella muerte había sido un misterio: un dolor en un costado, una fiebre alta, dos visitas del médico que torcía el gesto al tomar el pulso; y nada más. Después, al llegar la mañana, lo llevaron al cementerio y lo pusieron bajo un pino muy alto. Cheo mismo le había hecho la cajita; toda la noche estuvo martilleando, aserrando...
 Y ante mi angustia, llena de sospechas, Juanilla rememoraba, sin lágrimas, la historia simple y cruel. Mi emoción lo advertía con extrañeza, demandando a sus ojos, duros o exhaustos, un cauce para mi llanto que se brindaba... En verdad, había llegado demasiado tarde, cuando ya los pobres huesos se hacían polvo en la tierra, cuando ya los ojos de Juanilla habían llorado por otras nuevas penas. Y para mí solo, sin comunicarla, retuve un instante la visión infernal del hombretón feroz acosando al pobre huérfano…


 Hubo una pausa en que el otro chico haciendo irrupción en el recinto con la pequeña bestia blanca, fue a acogerse al regazo de su madre. Aquella figura tierna refrescó mis ideas.
 —¿Se parecía a éste? —pregunté tímidamente. —¿Era más guapo?
 Ella sonrió con indulgencia, como ante una comparación ante un extraño.
 —Sí... no... Era muy delgadito; tenía un lobanillo en el cuello y eso le desfiguraba un poco.
 Una sensación súbita de repugnancia física me hizo rechazar la idea. Pensé, imprecisamente, en mi contextura raquítica y escrofulosa de aquella época, cuando procreaba un pobre ser que nacería antes de tiempo entre las emanaciones del pantano… Oh, sí, para estos terribles errores sano remedio era la muerte. Y el recuerdo del pobre muertecito se fue apagando poco a poco en nuestras cabezas como los leves contornos de un sueño, al despertar.
 —Y Cheo —dije con una voz tranquila de viejo amigo, —¿cómo te quiere? ¿Te quiere mucho?
 —¡Oh, sí… mucho —lo dijo con una expresión casi feliz. —Vive para mí… Ah, pero es muy celoso… No deja entrar en casa a ningún hombre… Mira su machete.   
  Me lo enseñó señalando al muro, donde campeaba el arma, lisa y temible, sobre un trozo de palma seca. Y riéndose ya, añadió:
 —¿A quién crees que ha traído para que me cuide también? Es curiosísimo... ¡A la Tenienta! Se la encontró en un hospital cuando le cortaron la pierna…
 —¿La pierna? Yo iba de asombro en asombro.
 —Sí; lo dejaron medio muerto, cuando lo de ''La Caoba". Cuatro machetazos en la cara. Un tiro en la rodilla: ¡espantoso! Pues bien, desde entonces no se han separado. Cuando él va al pueblo, la Tenienta se queda por el batey dando vueltas. Después va a esperarlo al puente como un perro… Es curioso, muy curioso... Di tú que yo no soy celosa….
 —Y que la Tenienta —dije yo— no es una mujer…
 Y así, festivamente, terminó aquel quinto acto de melodrama. El chiquillo salió de nuevo al portal. Su chivo y él brillaron en el sol como dos trozos de nubes blancas. Mirando un momento a Juanilla, que sonreía aún con la última idea, consideré sus claros ojos de ensueño, su busto que la caricia brutal de la naturaleza no había aún deformado, su boca fina suavemente plegada al dolor. Y con una ráfaga de aire caldeado que nos enviaba la llanura tendida al abrazo del cielo, pensé ligeramente, casi un segundo, en una reconstrucción momentánea de nuestro amor. Pero no fue más que un instante. Pensé en aquella semi felicidad egoísta en que ahora rodaba ella. ¿A qué romperla? ¿Con qué derecho podía tornar a hacerla desgraciada? Y el machete de Cheo Molina brillando sobre la pared renegrida contribuía a hacer razonables mis pensamientos.
 Me puse en pie.
 —¿Y tu padre? —le pregunté todavía por decir algo.
 —¿El viejo? En la Habana con Esperanza, Parece que ahora están en fondos porque nunca escriben.
 —¡Bueno, adiós Juanilla!
 Nos despedimos sin alardes sentimentales, como dos amigos, yo un poco emocionado tal vez, ¿a qué negarlo? prometiéndole volver con un regalito para el chico, y dándole a éste un beso resonante. El muchacho reconciliado, vino a sujetarme el estribo mientras la albarda rechinaba bajo mi peso. Los cascos del potro chocaron en los guijarros abrasantes.
 —¡Adiós, adiós!
 Los árboles se combaban al paso de la ruta. Y era un paisaje de fronda espesa, todo henchido de rumores de pájaros, de hojas, de insectos. Un hilo de agua límpida saltaba junto conmigo por la cuneta lateral, y más allá se hundía hasta morir en una cañada parlanchina que cruzaba el camino bajo un puente de tablas. Altas palmas que mojaban sus pies en lo hondo erguían sus coronas buscando más anchas perspectivas.
 Las tablas crujieron bajo los duros cascos. Por la ruta, a lo lejos, venían dos figuras jadeantes. Una cojeaba sobre su pata de palo, balanceando dos hombros de atleta; la otra era una negra huesuda, tocada de rojo pañuelo. Pasaron casi sin advertirme, hablando de las siembras, de las faltas de lluvias.
 —Buenos días, amigo.
 —Buenos días...
 Más allá se abría la llanura de nuevo, en su implacable desnudez. Algunas casuchas se posaban sobre el espartillo y ante ellas pasaba, tímida, la línea blanca de un cementerio con un pino muy alto en un rincón.
 Entonces volví los ojos al bosquecillo, y lo vi todo alentando en una atmósfera de paz y de equilibrio, fuerte atmósfera de cosas definitivas y de intereses creados.
 Y hablando tan quedo que sólo mi corazón lo oyó, le dije:
 —¡Corazón, corazón, duerme otra vez tu sueño de piedra!


                                                                                                             1909

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