Un matrimonio de desarrapados guajiros, sin
otra arma que el largo machete de labranza, a la espalda un racimo de mangos
colgando del seco garrote, no podía ser personal sospechoso de contrabando,
para los centinelas del caserío de La Guanaja, en aquellos días en que el bando
de reconcentración vertía sobre las poblaciones a todo un miserable rebaño de
campesinos, indefensos para la trama de lacerias urbanas, complicadas con el
hambre antigua.
Fue un interrogatorio de pura fórmula ante el
destacamento del camino real, en la claridad lívida del anochecer. Éramos dos
desdichados que habían visto arder su bohío junto con su tabla de maíz, una
tarde terrible. Todo lo habíamos perdido: las vacas, las colmenas, los cerdos;
hasta el pobre penco alazán que nos quitó una partida en el camino…
—Ay, amigo —lamenté mirando a mi hembra,
conmovida por el relato; ¡qué cosa tan mala es la guerra!
Mi rostro barbudo, duro de pómulos y cetrino
de matiz, convenció al cabo de guardia.
—Bueno, bueno, —regañó su voz de taberna;
¡hála pa dentro! Pueden dormir en los portales de la alcaldía…
Y añadió tocando con el codo a otro del grupo:
—Y tenga cuidao con la parienta que está de búten...
Tuve que sonreír cínicamente. Avanzamos en el
pueblo arrebujado en los primeros crespones de una noche sosegada. En la arena
de la plaza desierta, bajo los árboles negros e inmóviles, paseaban fumando
algunos soldados. A lo lejos una tienda derramaba sobre los surcos claruchos de
la calle enhierbada, tres cintas luminosas que alegraban los pensamientos.
Comimos en un ángulo del mesón, bajo la égida
de una lámpara de brazos ennegrecidos por las moscas. De la cantina llegaba un
murmullo de discusiones y ruido de vasos. Algunos billetes que mi previsión
conservó en el forro del sombrero, surgieron arrugados, olorosos, y por su
virtud allanadora devoramos, uno tras otros, los platos humeantes que acarreaba
el tendero, volviendo el rostro lleno de sospechas...
Una alegría secreta nos brincaba adentro; una
alegría infantil de día de mudanza. Halagado físicamente en aquel cuadro de
bienestar, evocamos muy apagadamente la impresión de la mañana roja, y ahora
nos parecían inexpugnables a toda sorpresa aquellas tablas pringosas,
deshilachadas, del bodegón. No nos atrevíamos a comunicamos nuestra emoción con
los ojos o con las manos, para no despertar dudas, pero nuestros pies cantaban
sin ruido por bajo la mesa, un poemita tierno, todo hecho de estrofas
desmayadas.
Poco después seguíamos la linterna pestañosa
del mesonero hasta el cuarto de la posada, cercano a los establos. Venía un
olor a heno y a estiércol; y era un buen olor, burgués y honrado. Dormimos…
Quiero decir que dormimos muy poco... A veces ella, revolviéndose sobre las
sábanas, hablaba de los que habían quedado perdidos por el momento, y de los
otros, los que hubieron de morir bajo el filo del machete o cayendo desde lo
alto de una azotea... Yo la tapaba la boca con un beso convulso y febril. En la
calma azul se alzaban intermitentes los alertas de los centinelas…
¿Para qué detallar el viaje? Dos leguas en
carreta, entre sacos de maíz sobre los cuales merodeaban insectos rubios. Luego
el tren: las plataformas se llenaban de militares que desafiaban desde los
coches blindados los tiros de las maniguas, y Esperanza mirando pesarosa la
llanura asoleada, musitaba en mi hombro:
—¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad hemos hecho!
A media tarde Camagüey, mi vieja ciudad
provinciana, ahora aumentada en cafés, hirviendo en una agitación enfermiza a
la sombra de sus iglesias.
Ardua empresa el parlamentar ahora con mi
padre, el heredero de tres Agüeros rebeldes. Mi carta desde la posada "El
León de Castilla", fue discreta, y en ella se aludía muy veladamente a
cierta delicada misión que me llevaba a New York, vía La Habana. No hubo más.
En el abrazo en que sentí su añeja corpulencia, en el temblor de sus manos que
me reconocían vivo, latía un orgullo de héroe candoroso y grande. Sufrí una
recóndita vergüenza.
Y la espina no hubiera cesado de hincarme si
las ansias de vivir no me hubiesen devuelto poco después los besos de mi madre,
allá abajo, en la casita modesta de ahora; y las preguntas inquietantes de las
hermanas transformadas, hermosas, y las miradas cargadas de amor de las negras
encorvadas, de los perros, de los retratos mudos en sus lienzos pardos...
Esperanza aguardaba en la posada, mientras en
mi casa rellenaba yo cada día un cofre desmesurado, bañándome el alma de
sensaciones gratas y menudas.
—Mira, Juan, —oía a veces— aquí tienes una
frazada, por si te coge frío en Nueva York.
¡Mi buena gente! Esperanza quiso conocerlos,
bien que sólo fuese de vista. Y una vez espiamos desde sus persianas el paso de
mi madre, tambaleante y pálida, que iba a compras con una de mis hermanas.
Viéndolas deslizarse sin ruido por la arenisca asoleada, me venían locos deseos
de confesárselo todo, prometiéndoles no manchar la tradición. Pero mis
pensamientos se ahogaban en una niebla de indecisión y al cabo iban con mi mano
serpenteante hasta unos senos redondos y trémulos.
—Ven acá —murmuró Esperanza, acendrando un
mundo de fiebre en el acento— ¿con quién te quedas, con ellas o conmigo? Vamos,
con franqueza...
Ante aquellos ojos criminales, ¿quién podría
vacilar?... Mis labios ofrecieron la respuesta a sus labios.
Al día siguiente tomábamos el tren para
Nuevitas, con un generoso recuerdo de mi padre en los bolsillos... Me despedí
de él hasta Cuba Libre. Tomé de mi madre, regado con sus lágrimas, un detente... ¡A La Habana!… Ya en la
corriente, ¡qué remedio! Y mis ojos brillaban húmedos todavía, cuando en la
marcha veloz del tren, fui a buscar ansiosamente, codiciosamente a una pequeña
viajera olvidada en el vagón de los pobres...
Dos mañanas, más allá, enfilábamos el canal de La Habana bajo la mirada soñolienta y adusta del Morro, dorado en el sol tempranero. Fueron después unos días intensos en que miramos el mundo a través de nuestro postigo vestido por el posadero, un poco poeta, con una enredadera de coralillos que cantaba un epitalamio.
Dos mañanas, más allá, enfilábamos el canal de La Habana bajo la mirada soñolienta y adusta del Morro, dorado en el sol tempranero. Fueron después unos días intensos en que miramos el mundo a través de nuestro postigo vestido por el posadero, un poco poeta, con una enredadera de coralillos que cantaba un epitalamio.
Sólo por las noches, como los pájaros
agoreros, salíamos con paso breve y nervioso a lo largo de los paseos y ante
los pórticos de los teatros, desbordantes de una gente nueva, toda trajeada
militarmente, en mil caprichos de indumentaria, toda acorde en un airecillo
cursi, insolente. Entonces nos enterábamos de que la guerra seguía en toda su
crueldad, de que en la Cabaña se fusilaba, de que la fiebre amarilla devoraba
los batallones.
Mis cartas a Camagüey anunciaban que mi viaje a New York se había aplazado en espera del primo Castillo. El primo Castillo era, en nuestra clave, el delegado de la Revolución. Y el honor de los Agüero quedaba salvado...
Y así, rodó todo mientras hubo dinero. Mis
sueños se poblaban de gorras blancas, que venían hasta mi lecho a quitarme a
Esperanza. La miseria era una cosa lejana, vista por las ventanas del
restaurant donde asomaban ávidas, envidiosas, las cabezas verdes, de los
reconcentrados. Pero un día despertamos sin un centavo, literalmente sin un
centavo. Esperanza no aceptó la noticia como un chiste ni mucho menos, y con
algo de rencor en la voz dijo clavándome la mirada siniestra:
—Bueno, ¿y para esto hemos venido a la Habana?
Y a mi gesto de súplica, que rogaba un plazo
añadió:
—Es decir que todo lo que tú traías, todo lo
que el viejo te había dado… ¿era esta miseria?
Entonces fantaseé. Hablé de un empleo que me
reservaba un antiguo amigo de mi padre; de buscar a los viejos compañeros, de
acabar los estudios... Hasta dejé vislumbrar allá, a lo lejos, remotos, los
muros encalados de la Vicaría…
Consintió al fin, encargándose de ablandar al
posadero. Era un fornido gañán de engomado cabello rizo, con mangas sujetas
sobre el codo por ligas de goma. Al principio frunció el ceño peludo,
monstruoso; después, ante las angustias de ella, que agitaba en su zozobra un
pecho redondo, levemente escotado, abrió bajo su mostacho hirsuto una sonrisa
blanca y bestial… No fue más que un relámpago de deseos en sus pupilas
saltonas. Pero me pareció que me abofeteaba. ¿De dónde sacó nuevos bríos mi
dormida voluntad?… En dos saltos arrebaté a Esperanza de aquella casa ante la
sorpresa del cíclope hospitalario.
Fuimos a arrimamos a un compañero de curso,
cargado ahora de hijos, alrededor de la falda grasienta de su mujer, antigua
corista de Albisu… Y entonces empezaron las pequeñas contrariedades de la
pobreza sin amor. Esperanza, un poco delgada y biliosa ahora, me echaba en
rostro amargamente la salida prematura de la posada.
—Ahora, vamos a ver —decía— lo que sacamos con
estos pujos de dignidad... Miseria y Compañía...
Yo la besuqueaba babosamente, intentando caprichos
sensuales. Y para comprarla una pluma de sombrero o unos zapatitos blancos,
fui, sucesivamente, copista de teatro, agente de anuncios, repórter policiaco,
bajo de capilla, testigo de estuche, memorialista de cartas amorosas.
A veces la encontraba en la puerta con un
oficial, primo de la corista. Yo me conformaba con entristecerme.
—Mira, hija —insinuaba— no es que yo
desconfíe, pero...
—Pero, ¿sabes que estás posma? —interrumpía
ella.
Pensé en que debíamos mudarnos, con esa
ilusión de los enfermos que creen aliviarse con un cambio de postura. Al cabo
aquella casa habíase tornado en un jubileo de militares de todas las
graduaciones que visitaban a la corista y a sus amigas que allí pasaban
temporadas. Y a mis “Buenas tardes", tímidas, breves, todo era un
relampagueo de sonrisas que me hacían daño.
Una vez me dieron una mala broma. Llegaba
rendido una tarde de frío... Caía una lluvia, de muselina; lo recuerdo. De
pronto, un individuo realzado con un bastón con borlas surge tras la puerta y
me invita a seguirle a la Jefatura de Policía. Un teniente de ejército le
acompaña. Me instruyen de cargos: soy un terrible conspirador; voy a salir, sin
duda, para las Chafarinas en breve plazo. Luego, una noche horrenda...
Esperanza, a quien escribo con palabras que
sangran, me deja solo...
Al llegar el día me despierta un coro de
carcajadas; mis amigos, los militares de casa, se doblan de la risa... Es una
broma: puedo volver al trabajo en paz y en gracia de Dios.
Pero al tornar al cuarto miserable lo encuentro
vacío... La corista deplora decirme que la vio salir a la puesta del sol con
uno de artillería. ¿Querréis creerlo? Por mi frente pasó una racha de
homicidio. Salí a la sala y allí, en medio del florecimiento de gorras blancas,
desaté mi rabia con ánimo de atravesarme en uno de aquellos sables
relampagueantes.
—Sí, soy un insurrecto... He venido del campo
de matar soldados... ¡Soy un mambí!...
Un
capitán viejo, con aspecto de chivo, me tomó suavemente de un brazo:
—Váyase
a acostar. Usted no es más que un buen hombre.
Me acosté en efecto. Y fue por muchos días. Un
médico habló de fiebre cerebral… ¡Qué
pesadillas, Dios mío!…
Al levantarme me pareció retornar de un largo viaje. Todo renovado; por lo menos todo vuelto a mi humilde ser antiguo... Todo nuevo, sí. Mis ojos volvían a la vida extrañándose de cuanto les rodeaba. Era una habitación distinta, era una ciudad desconocida y hostil. La Habana con su tráfago febril, me repelía de su seno.
Solitario ahora, tragaba una vida negra que
rezumaba en mi espíritu el más cortante pesimismo. La Habana era un gran
vientre abierto que hedía al sol. Por las calles lodosas rondaban procesiones
de soldados con vendas y astrosos reconcentrados cuya mano imploraba en las
ventanas de los restaurants hasta que los barría con un terno la escoba del
camarero. Sobre el empedrado, en que las basuras se podrían, pululaban los
perros y su barahúnda se abría para el paso de un convoy resonante de heridos y
enfermos que vomitaban la borra negra sobre el hombro de su compañero. En los
parques, en los alrededores de Palacio, reía no obstante, una dorada población.
Pero era una alegría teatral y enfermiza que no curaba la pátina verdosa de la
piel y la fatiga de los ojos bajo las viseras. De vez en cuando se adornaba la
ciudad con la vieja percalina, abriendo sus calles angostas a un batallón
peninsular que avanzaba candoroso, todavía sonrosado, entre el escándalo de un
pasa-calle. Después, tornaba a su vida emponzoñada, bajo el velo denso de las
moscas.
Mi vida se reducía a hacer copias para los
teatros; era una serie de zarzuelas en que se combinaban la bandera, la mochila
del soldado y la marcha de "Cádiz". De Esperanza tenía pocas
noticias. Una noche la vi en un coche abierto con otras mujeres que espiaban a
sus amantes por el Parque. La miré sin rencor, casi regustado del progreso
evidente de sus ropas y su sombrero. Otras veces sabía de ella por mi antiguo
condiscípulo que venía a menudo a pedirme un peso. Ahora la había dado por
asistir a los fusilamientos de la Cabaña... Las noches de esos días se la
disputaban los hombres; parece que aquel estímulo la hacía amar de un modo
agudo y extraño...
Vuelto a mi serenidad de espíritu, empecé a
gustar la nostalgia de los campos mambises. Allí al menos se reía con un
impulso infantil y fuerte. Con una súbita sed irresistible ansié la guerra como
un refugio de paz.
Todavía vacilaba, no obstante, al recogerme
cada noche en la cama blanda y tibia. Pero un episodio sencillo, un simple
encuentro en la calle, me confirmó en mi resolución de fuga.
Una tarde, final de aquel largo verano, la
casualidad me llevó al mismo banco de un viejo campesino que dormitaba a la
sombra.
—¡Córcholis! —me dije— éste es él. Sí, el
viejo Fundora; no cabía duda. De repente, como si mis miradas lo lastimasen, se
despertó resoplando. Clavó sus ojos en mí, y una sensación de espanto, de miedo
a algo sobrenatural se dibujó en su rostro.
—¡Sí! —dije tomándole las manos— yo mismo:
Juan Agüero! …
Todavía, turbado, miró a todas partes, mudo,
como cogido en flagrante delito. Y a mis preguntas en tropel, me apretaba la
mano suplicándome callara. Tomamos otro banco.
¿Tú, tú mismo?... ¿Pero, cómo ha podido ser
esto?
—¿Y
Juanilla?, demandé sin contestarle.
—Viva, viva también. Es decir... Después de
aquella macheteá en que se me dispareció la probecita Esperanza, tóos nos
esparramamos. Juanilla conmigo, con tres o cuatro, con Cheo Molina medio muerto, vinimos a parar a las tembladeras del
Sur. Quince días entre el fango comiendo caimanes...
Allí...
—Allí, ¿qué? —le exigí con un presentimiento.
—Allí… allí vació el muchacho… Sietemesino… Una
noche de aguas… Los fósforos mojaos, no daban luz… ¡Mal rayo! Era cosa de
colgarse de una cabulla… Yo escuchaba
trémulo. Mi hijo, el último Agüero, raquítico, naciendo en una tembladera,
desconocido de su padre….
—¿Y después?, insistí.
—Después se la llevó Cheo Molina con los otros pa Oriente... Yo no quería… Yo quería
buscar a Esperanza, que no podía haber muerto, no… Pero él se empeñó; le tomó
ley a Juanilla... Y como toos te creían muerto...
En la niebla de mis recuerdos brillaron un
punto los ojos de Cheo Molina
siguiendo la falda ondulante de Juanilla. Callamos un rato. El continuó:
—Yo los seguí un poco por la playa pa el Este…
pero una noche no pude más y me volví solo pa atrás. Quería buscarla a ella, encima o debajo de la tierra,
donde estuviera… Unos me decían haberla visto descuartizá…
Otros la hacían presenta con un hombre... Nunca logré ná…
Se pasó el dorso de la mano por los ojos.
Después acabó precipitado:
Un día me sorprendieron solo… Tuve tiempo de
tirar el machete... En el consejo de guerra hubo un guirigay tremendo… Al fin
se conformaron con desterrarme… Figúrate. A morirme de hambre. Vine pa acá....
Unos americanos me dan la comía...
Me despedí del anciano con una mezcla extraña
de alegrías y remordimiento... Mi hijo, ¿cómo sería? ¿Se parecería a mí?...
Lo que encontró Fundora al día siguiente en la
casa de huéspedes, fue algo mejor que la mesa puesta que esperaba. Eran dos
líneas mías: en ellas le descifraba el enigma de su Esperanza, se la presentaba
viva y hermosa, le daba las direcciones seguras para hallarla... En cuanto a
mí, aquella tarde me apeaba en mitad de una carretera florida, para
incorporarme aquella misma noche a Adolfo Castillo. Reinaba en el cielo de
estaño una luna amable. Y yo pensaba que también Juanilla la miraba desde su
retiro ignoto...
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