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viernes, 22 de septiembre de 2017

La manigua sentimental V



V

 Un matrimonio de desarrapados guajiros, sin otra arma que el largo machete de labranza, a la espalda un racimo de mangos colgando del seco garrote, no podía ser personal sospechoso de contrabando, para los centinelas del caserío de La Guanaja, en aquellos días en que el bando de reconcentración vertía sobre las poblaciones a todo un miserable rebaño de campesinos, indefensos para la trama de lacerias urbanas, complicadas con el hambre antigua.
 Fue un interrogatorio de pura fórmula ante el destacamento del camino real, en la claridad lívida del anochecer. Éramos dos desdichados que habían visto arder su bohío junto con su tabla de maíz, una tarde terrible. Todo lo habíamos perdido: las vacas, las colmenas, los cerdos; hasta el pobre penco alazán que nos quitó una partida en el camino…
 —Ay, amigo —lamenté mirando a mi hembra, conmovida por el relato; ¡qué cosa tan mala es la guerra!
 Mi rostro barbudo, duro de pómulos y cetrino de matiz, convenció al cabo de guardia.
 —Bueno, bueno, —regañó su voz de taberna; ¡hála pa dentro! Pueden dormir en los portales de la alcaldía…
 Y añadió tocando con el codo a otro del grupo:
 —Y tenga cuidao con la parienta que está de búten...
 Tuve que sonreír cínicamente. Avanzamos en el pueblo arrebujado en los primeros crespones de una noche sosegada. En la arena de la plaza desierta, bajo los árboles negros e inmóviles, paseaban fumando algunos soldados. A lo lejos una tienda derramaba sobre los surcos claruchos de la calle enhierbada, tres cintas luminosas que alegraban los pensamientos.
 Comimos en un ángulo del mesón, bajo la égida de una lámpara de brazos ennegrecidos por las moscas. De la cantina llegaba un murmullo de discusiones y ruido de vasos. Algunos billetes que mi previsión conservó en el forro del sombrero, surgieron arrugados, olorosos, y por su virtud allanadora devoramos, uno tras otros, los platos humeantes que acarreaba el tendero, volviendo el rostro lleno de sospechas...
 Una alegría secreta nos brincaba adentro; una alegría infantil de día de mudanza. Halagado físicamente en aquel cuadro de bienestar, evocamos muy apagadamente la impresión de la mañana roja, y ahora nos parecían inexpugnables a toda sorpresa aquellas tablas pringosas, deshilachadas, del bodegón. No nos atrevíamos a comunicamos nuestra emoción con los ojos o con las manos, para no despertar dudas, pero nuestros pies cantaban sin ruido por bajo la mesa, un poemita tierno, todo hecho de estrofas desmayadas.
 Poco después seguíamos la linterna pestañosa del mesonero hasta el cuarto de la posada, cercano a los establos. Venía un olor a heno y a estiércol; y era un buen olor, burgués y honrado. Dormimos… Quiero decir que dormimos muy poco... A veces ella, revolviéndose sobre las sábanas, hablaba de los que habían quedado perdidos por el momento, y de los otros, los que hubieron de morir bajo el filo del machete o cayendo desde lo alto de una azotea... Yo la tapaba la boca con un beso convulso y febril. En la calma azul se alzaban intermitentes los alertas de los centinelas…
 ¿Para qué detallar el viaje? Dos leguas en carreta, entre sacos de maíz sobre los cuales merodeaban insectos rubios. Luego el tren: las plataformas se llenaban de militares que desafiaban desde los coches blindados los tiros de las maniguas, y Esperanza mirando pesarosa la llanura asoleada, musitaba en mi hombro:
 —¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad hemos hecho!
 A media tarde Camagüey, mi vieja ciudad provinciana, ahora aumentada en cafés, hirviendo en una agitación enfermiza a la sombra de sus iglesias.
 Ardua empresa el parlamentar ahora con mi padre, el heredero de tres Agüeros rebeldes. Mi carta desde la posada "El León de Castilla", fue discreta, y en ella se aludía muy veladamente a cierta delicada misión que me llevaba a New York, vía La Habana. No hubo más. En el abrazo en que sentí su añeja corpulencia, en el temblor de sus manos que me reconocían vivo, latía un orgullo de héroe candoroso y grande. Sufrí una recóndita vergüenza.
 Y la espina no hubiera cesado de hincarme si las ansias de vivir no me hubiesen devuelto poco después los besos de mi madre, allá abajo, en la casita modesta de ahora; y las preguntas inquietantes de las hermanas transformadas, hermosas, y las miradas cargadas de amor de las negras encorvadas, de los perros, de los retratos mudos en sus lienzos pardos...
 Esperanza aguardaba en la posada, mientras en mi casa rellenaba yo cada día un cofre desmesurado, bañándome el alma de sensaciones gratas y menudas.
 —Mira, Juan, —oía a veces— aquí tienes una frazada, por si te coge frío en Nueva York.
 ¡Mi buena gente! Esperanza quiso conocerlos, bien que sólo fuese de vista. Y una vez espiamos desde sus persianas el paso de mi madre, tambaleante y pálida, que iba a compras con una de mis hermanas. Viéndolas deslizarse sin ruido por la arenisca asoleada, me venían locos deseos de confesárselo todo, prometiéndoles no manchar la tradición. Pero mis pensamientos se ahogaban en una niebla de indecisión y al cabo iban con mi mano serpenteante hasta unos senos redondos y trémulos.
 —Ven acá —murmuró Esperanza, acendrando un mundo de fiebre en el acento— ¿con quién te quedas, con ellas o conmigo? Vamos, con franqueza...
 Ante aquellos ojos criminales, ¿quién podría vacilar?... Mis labios ofrecieron la respuesta a sus labios.
 Al día siguiente tomábamos el tren para Nuevitas, con un generoso recuerdo de mi padre en los bolsillos... Me despedí de él hasta Cuba Libre. Tomé de mi madre, regado con sus lágrimas, un detente... ¡A La Habana!… Ya en la corriente, ¡qué remedio! Y mis ojos brillaban húmedos todavía, cuando en la marcha veloz del tren, fui a buscar ansiosamente, codiciosamente a una pequeña viajera olvidada en el vagón de los pobres...
 Dos mañanas, más allá, enfilábamos el canal de La Habana bajo la mirada soñolienta y adusta del Morro, dorado en el sol tempranero. Fueron después unos días intensos en que miramos el mundo a través de nuestro postigo vestido por el posadero, un poco poeta, con una enredadera de coralillos que cantaba un epitalamio.
 Sólo por las noches, como los pájaros agoreros, salíamos con paso breve y nervioso a lo largo de los paseos y ante los pórticos de los teatros, desbordantes de una gente nueva, toda trajeada militarmente, en mil caprichos de indumentaria, toda acorde en un airecillo cursi, insolente. Entonces nos enterábamos de que la guerra seguía en toda su crueldad, de que en la Cabaña se fusilaba, de que la fiebre amarilla devoraba los batallones.


 Mis cartas a Camagüey anunciaban que mi viaje a New York se había aplazado en espera del primo Castillo. El primo Castillo era, en nuestra clave, el delegado de la Revolución. Y el honor de los Agüero quedaba salvado...
 Y así, rodó todo mientras hubo dinero. Mis sueños se poblaban de gorras blancas, que venían hasta mi lecho a quitarme a Esperanza. La miseria era una cosa lejana, vista por las ventanas del restaurant donde asomaban ávidas, envidiosas, las cabezas verdes, de los reconcentrados. Pero un día despertamos sin un centavo, literalmente sin un centavo. Esperanza no aceptó la noticia como un chiste ni mucho menos, y con algo de rencor en la voz dijo clavándome la mirada siniestra:
 —Bueno, ¿y para esto hemos venido a la Habana?
 Y a mi gesto de súplica, que rogaba un plazo añadió:
 —Es decir que todo lo que tú traías, todo lo que el viejo te había dado… ¿era esta miseria?
 Entonces fantaseé. Hablé de un empleo que me reservaba un antiguo amigo de mi padre; de buscar a los viejos compañeros, de acabar los estudios... Hasta dejé vislumbrar allá, a lo lejos, remotos, los muros encalados de la Vicaría…
 Consintió al fin, encargándose de ablandar al posadero. Era un fornido gañán de engomado cabello rizo, con mangas sujetas sobre el codo por ligas de goma. Al principio frunció el ceño peludo, monstruoso; después, ante las angustias de ella, que agitaba en su zozobra un pecho redondo, levemente escotado, abrió bajo su mostacho hirsuto una sonrisa blanca y bestial… No fue más que un relámpago de deseos en sus pupilas saltonas. Pero me pareció que me abofeteaba. ¿De dónde sacó nuevos bríos mi dormida voluntad?… En dos saltos arrebaté a Esperanza de aquella casa ante la sorpresa del cíclope hospitalario.
 Fuimos a arrimamos a un compañero de curso, cargado ahora de hijos, alrededor de la falda grasienta de su mujer, antigua corista de Albisu… Y entonces empezaron las pequeñas contrariedades de la pobreza sin amor. Esperanza, un poco delgada y biliosa ahora, me echaba en rostro amargamente la salida prematura de la posada.
 —Ahora, vamos a ver —decía— lo que sacamos con estos pujos de dignidad... Miseria y Compañía...
 Yo la besuqueaba babosamente, intentando caprichos sensuales. Y para comprarla una pluma de sombrero o unos zapatitos blancos, fui, sucesivamente, copista de teatro, agente de anuncios, repórter policiaco, bajo de capilla, testigo de estuche, memorialista de cartas amorosas.
 A veces la encontraba en la puerta con un oficial, primo de la corista. Yo me conformaba con entristecerme.
 —Mira, hija —insinuaba— no es que yo desconfíe, pero...
 —Pero, ¿sabes que estás posma? —interrumpía ella.
 Pensé en que debíamos mudarnos, con esa ilusión de los enfermos que creen aliviarse con un cambio de postura. Al cabo aquella casa habíase tornado en un jubileo de militares de todas las graduaciones que visitaban a la corista y a sus amigas que allí pasaban temporadas. Y a mis “Buenas tardes", tímidas, breves, todo era un relampagueo de sonrisas que me hacían daño.
 Una vez me dieron una mala broma. Llegaba rendido una tarde de frío... Caía una lluvia, de muselina; lo recuerdo. De pronto, un individuo realzado con un bastón con borlas surge tras la puerta y me invita a seguirle a la Jefatura de Policía. Un teniente de ejército le acompaña. Me instruyen de cargos: soy un terrible conspirador; voy a salir, sin duda, para las Chafarinas en breve plazo. Luego, una noche horrenda...
 Esperanza, a quien escribo con palabras que sangran, me deja solo...
 Al llegar el día me despierta un coro de carcajadas; mis amigos, los militares de casa, se doblan de la risa... Es una broma: puedo volver al trabajo en paz y en gracia de Dios.
 Pero al tornar al cuarto miserable lo encuentro vacío... La corista deplora decirme que la vio salir a la puesta del sol con uno de artillería. ¿Querréis creerlo? Por mi frente pasó una racha de homicidio. Salí a la sala y allí, en medio del florecimiento de gorras blancas, desaté mi rabia con ánimo de atravesarme en uno de aquellos sables relampagueantes.
 —Sí, soy un insurrecto... He venido del campo de matar soldados... ¡Soy un mambí!...
  Un capitán viejo, con aspecto de chivo, me tomó suavemente de un brazo:
  —Váyase a acostar. Usted no es más que un buen hombre.
 Me acosté en efecto. Y fue por muchos días. Un médico habló de fiebre cerebral…  ¡Qué pesadillas, Dios mío!…


 Al levantarme me pareció retornar de un largo viaje. Todo renovado; por lo menos todo vuelto a mi humilde ser antiguo... Todo nuevo, sí. Mis ojos volvían a la vida extrañándose de cuanto les rodeaba. Era una habitación distinta, era una ciudad desconocida y hostil. La Habana con su tráfago febril, me repelía de su seno.
 Solitario ahora, tragaba una vida negra que rezumaba en mi espíritu el más cortante pesimismo. La Habana era un gran vientre abierto que hedía al sol. Por las calles lodosas rondaban procesiones de soldados con vendas y astrosos reconcentrados cuya mano imploraba en las ventanas de los restaurants hasta que los barría con un terno la escoba del camarero. Sobre el empedrado, en que las basuras se podrían, pululaban los perros y su barahúnda se abría para el paso de un convoy resonante de heridos y enfermos que vomitaban la borra negra sobre el hombro de su compañero. En los parques, en los alrededores de Palacio, reía no obstante, una dorada población. Pero era una alegría teatral y enfermiza que no curaba la pátina verdosa de la piel y la fatiga de los ojos bajo las viseras. De vez en cuando se adornaba la ciudad con la vieja percalina, abriendo sus calles angostas a un batallón peninsular que avanzaba candoroso, todavía sonrosado, entre el escándalo de un pasa-calle. Después, tornaba a su vida emponzoñada, bajo el velo denso de las moscas.
 Mi vida se reducía a hacer copias para los teatros; era una serie de zarzuelas en que se combinaban la bandera, la mochila del soldado y la marcha de "Cádiz". De Esperanza tenía pocas noticias. Una noche la vi en un coche abierto con otras mujeres que espiaban a sus amantes por el Parque. La miré sin rencor, casi regustado del progreso evidente de sus ropas y su sombrero. Otras veces sabía de ella por mi antiguo condiscípulo que venía a menudo a pedirme un peso. Ahora la había dado por asistir a los fusilamientos de la Cabaña... Las noches de esos días se la disputaban los hombres; parece que aquel estímulo la hacía amar de un modo agudo y extraño...
 Vuelto a mi serenidad de espíritu, empecé a gustar la nostalgia de los campos mambises. Allí al menos se reía con un impulso infantil y fuerte. Con una súbita sed irresistible ansié la guerra como un refugio de paz.
 Todavía vacilaba, no obstante, al recogerme cada noche en la cama blanda y tibia. Pero un episodio sencillo, un simple encuentro en la calle, me confirmó en mi resolución de fuga.
 Una tarde, final de aquel largo verano, la casualidad me llevó al mismo banco de un viejo campesino que dormitaba a la sombra.
 —¡Córcholis! —me dije— éste es él. Sí, el viejo Fundora; no cabía duda. De repente, como si mis miradas lo lastimasen, se despertó resoplando. Clavó sus ojos en mí, y una sensación de espanto, de miedo a algo sobrenatural se dibujó en su rostro.
 —¡Sí! —dije tomándole las manos— yo mismo: Juan Agüero! …
 Todavía, turbado, miró a todas partes, mudo, como cogido en flagrante delito. Y a mis preguntas en tropel, me apretaba la mano suplicándome callara. Tomamos otro banco.
  ¿Tú, tú mismo?... ¿Pero, cómo ha podido ser esto?
  —¿Y Juanilla?, demandé sin contestarle.
  —Viva, viva también. Es decir... Después de aquella macheteá en que se me dispareció la probecita Esperanza, tóos nos esparramamos. Juanilla conmigo, con tres o cuatro, con Cheo Molina medio muerto, vinimos a parar a las tembladeras del Sur. Quince días entre el fango comiendo caimanes...
 Allí...
 —Allí, ¿qué? —le exigí con un presentimiento.
 —Allí… allí vació el muchacho… Sietemesino… Una noche de aguas… Los fósforos mojaos, no daban luz… ¡Mal rayo! Era cosa de colgarse de una cabulla… Yo escuchaba trémulo. Mi hijo, el último Agüero, raquítico, naciendo en una tembladera, desconocido de su padre….
 —¿Y después?, insistí.
 —Después se la llevó Cheo Molina con los otros pa Oriente... Yo no quería… Yo quería buscar a Esperanza, que no podía haber muerto, no… Pero él se empeñó; le tomó ley a Juanilla... Y como toos te creían muerto...
 En la niebla de mis recuerdos brillaron un punto los ojos de Cheo Molina siguiendo la falda ondulante de Juanilla. Callamos un rato. El continuó:
 —Yo los seguí un poco por la playa pa el Este… pero una noche no pude más y me volví solo pa atrás. Quería buscarla a ella, encima o debajo de la tierra, donde estuviera… Unos me decían haberla visto descuartizá… Otros la hacían presenta con un hombre... Nunca logré ná…
 Se pasó el dorso de la mano por los ojos. Después acabó precipitado:
 Un día me sorprendieron solo… Tuve tiempo de tirar el machete... En el consejo de guerra hubo un guirigay tremendo… Al fin se conformaron con desterrarme… Figúrate. A morirme de hambre. Vine pa acá.... Unos americanos me dan la comía...
 Me despedí del anciano con una mezcla extraña de alegrías y remordimiento... Mi hijo, ¿cómo sería? ¿Se parecería a mí?...
 Lo que encontró Fundora al día siguiente en la casa de huéspedes, fue algo mejor que la mesa puesta que esperaba. Eran dos líneas mías: en ellas le descifraba el enigma de su Esperanza, se la presentaba viva y hermosa, le daba las direcciones seguras para hallarla... En cuanto a mí, aquella tarde me apeaba en mitad de una carretera florida, para incorporarme aquella misma noche a Adolfo Castillo. Reinaba en el cielo de estaño una luna amable. Y yo pensaba que también Juanilla la miraba desde su retiro ignoto...


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