Federico Villoch
(...) Ibrilio y Seboruco: dos genios del pasado: el uno, olvidado
antes de tiempo y obligado a recluirse en el asilo de dementes de Mazorra, en
donde lo encontramos cierto día que visitamos aquel manicomio con el
escenógrafo Miguel Arias, que iba a tomar apuntes del mismo para las
decoraciones de nuestro sainete “La Brujería”; el otro, un precursor
incomprendido y “choteado”, precisamente por aquellas sus extravagantes
creaciones que en lo futuro iban a conmover con frenéticos y ensordecedores aplausos a más de
un auditorio: el Retroceso.
Ibrilio: el José
Zorrilla del barrio de Tallapiedra, el genio de la décima, de quien, de haber
sido su contemporáneo, el poeta vallisoletano, hubiera tomado el modelo para
las suyas del “Tenorio”. Seboruco: el Dante de la Plaza de Armas de Matanzas,
que vivió su infierno y cantó a su Dorotea, con idéntica inspiración que el
florentino a su “Beatrice”.
A lo mejor, así como
cae un aerolito o se produce un violento temblor de tierra, Ibrilio se destapaba
con una sarta que dejaban detrás las famosas del “Vértigo”, de Núñez de Arce.
No había acontecimiento que él no glosase con su lira criolla -¡a medio la décima!
vendida por él en persona por las calles- ni dicharacho callejero que no le
sirviese de tema para sus improvisaciones; y cuando la actualidad no le daba
ocasión, inventaba un cuento como aquel –homérico- que titulara “La vieja
soliviantada”; y que remataba con un arranque lírico que el propio Quintana
hubiera envidiado como penacho de su oda más inspirada; y que decía así:
Cuando la vieja vio
que la cosa iba de veras,
arrojó la sorbetera
y dijo -¿A mí?- y se templó.
En otro poema dice, refiriéndose al General Salamanca, que
como sabemos vino a Cuba a moralizar la administración de la Colonia:
Yo te lo digo, Gaspar
Salamanca es un
portento
de valor y de talento
que a Cuba viene a
arreglar;
así pues, tienes que
andar
pero muy bien del
cogote;
pues si te hace el
zote
y con el civil
tropiezas
vas a parar de cabeza
al banquillo del
Garrote.
Otra vez, refiriéndose a la explosión del Polvorín que tuvo
efecto en La Habana el 29 de abril de 1884, decía:
De La Habana llegó el
fin
cuando algo más de la
una,
de una manera
importuna
hizo –¡Pun!- el
Polvorín.
Ibrilio era fecundo, fácil y osado. Llegó a graduarse de
Bachiller en el Instituto de La Habana. Sería interminable la lista de sus “obras”.
Las cazaba al vuelo. Su escopeta lírica
disparaba, rápido, sobre el primer asunto nacional, callejero, meteorológico o
doméstico que sobrepasase lo corriente. Ahora se hubiera lucido. Se recuerdan
sus décimas: “El mono de mi vecina”, “El Polvorín”, “Chuchita se sacó un diente”,
“El crimen de los Sanudos”, “El crimen de la Víbora”, “La caída de Machín”, “Salamanca
te va a arreglar”, “Huye que viene el Ciclón”, etc., etc., y por el estilo
hasta cien; hasta mil, acaso. Probablemente si doctas plumas hubiesen tratado
estos asuntos, fechas y jalones de nuestra historia político social, el pueblo
se hubiera sentido defraudado en sus gustos; burlado.
Seboruco era más jeroglífico;
más conceptuoso; estampemos el exacto calificativo más gongoreano. Tenía aquél,
“Poema para la enseñanza de los niños en las escuelas diocesanas y
filosófico-morales”, que publicó en “El Trichino microbiano, periódico de Cuba
libre mística con Minerva y Astrea filosófico político, con la santa
encarnación de los dioses”, que decía así:
-Nace el ternero
en su pequeño lecho,
y la vaca que lo mira
le dice -¡Abur chiquito!-
¿No era un genio el poeta que le llamaba a la Rosa:
Retortijón de savia
ascendente,
exponiente bien
oliente
que embalsama el ambiente
y lo orea
y lo rosea?
Varios jóvenes de buen humor de la ciudad yumurina, entre
ellos Ricardo de la Torre; el pianista Alberto Saldarriaga; Ramoncito Prendes;
y un dependiente conocido por “Vitriolo”, de la botica de San José, de
Matanzas, acostumbraban a celebrar allá por las “alturas de Simpson” de dicha
ciudad, unas ruidosas cenas a las que de exprofeso invitaban a Seboruco, para que las
amenizara con sus geniales elucubraciones poéticas. Si es cierto que existe la
inspiración, y que en ocasiones le ha sugerido a los vates grandes cosas, más
de una vez el tal soplo divino se apoderó del infeliz Seboruco, dando prueba de
su existencia material, y espantando a los testigos que pudieron dar constancia
de ello.
Seboruco que en lo externo pertenecía a la serie del
contrahecho Quasimodo, creado por Víctor Hugo picado de la víbora de la inspiración,
bufaba; se retorcía, se tiraba de los pelos; abría los ojos hasta sacárselos de
las órbitas; y echaba por la boca espuma y versos, unos tras otros, como el
Apolo de una fuente pública arroja sin cesar chorros de agua por la boca. En aquellas
cenas nacieron las más famosas, por extravagantes, creaciones del Quasimodo
yumurino. Se hicieron célebres y populares sus inspiraciones y sus brindis.
Sería un dato de gran importancia, para la “historia del disparate”, la
publicación de todos los que concibió aquel numen estrafalario. Puesto uno a
imitarlos en son de burla, con el mayor ahínco, fracasaría en el empeño.
¿Caería Seboruco en el ridículo por haber llegado precisamente en sus
creaciones líricas al extremo de lo sublime? También podría pensarse que en ese
mundo misterioso de la gestación artística, el hado que los inspira se hace el
propósito de engendrar un genio: más por causas a él ajenas –y también
misteriosas como todo lo que proviene de ese mundo superespiritual- cae en un
descuido y el genio, a pesar de la intención creadora, deriva en monstruo.
¿Cómo se explica, si no, el número crecido de éstos, que nos amargan la vida; y
que no han podido ser creados exprofeso para martirizar al género humano?
Como se ve por lo que
hemos copiado, entre Ibrilio y Seboruco, media un abismo: Ibrilio es clásico,
respeta los moldes; Seboruco se sale del tiesto; es renovador; es precursor.
Bonifacio Byrne, que
entonces empezaba y Don Rafaelito Otero, que entonces acababa, y Nicolás
Heredia, Garmendía Forn; Fajardo, Ambrosio López, José Luis Prado, joven poeta
mexicano emigrado que casó con una matancera; Ricardo y Carlos de la Torre,
Lavastida, el galleguito Iglesias, Vicente Tomás que firmaba Riverita; Nicanor
A. González, Carlos Trelles, toda la sinsontería matancera en fin, de aquellos
tiempos, que desde la siete de la noche hasta la una de la madrugada deambulaba
por la Plaza de Armas, recitándose unos a otros sus madrigales al melancólico
ritmo de la campana del Reloj del Palacio de Gobierno, que daba los cuartos,
las medias y las horas, en un toque doble cuyo eco iba a perderse en el Abra;
aquella muchachada, en fin, encendida en Campoamor, Bécquer, Núñez de Arce y
los hispanos americanos Nájera, Abigail Lozano, Peza, Plaza, etc., admiraba,
sin embargo, con respeto a Seboruco; y entreveían acaso en el nebuloso poeta
una incógnita lírica que sólo podría resolver el enigmático futuro… ¿Qui lo sá?
José Fernández Mora, “Ibrilio”, murió en el manicomio de
Mazorra; a Antonio Alemán, Seboruco, se le fue hinchando la cabeza, hasta
estallar en un derrame lírico cerebral. Sus restos yacen –no olvidados por
cierto- en el cementerio de Matanzas.
Enrique Gil, y un
señor Medina, matanceros de aquellos tiempos, y concurrentes a las famosas
cenas de Simpson, tiene coleccionados los “versos” de Seboruco: sería curioso
publicarlos en un volumen. Tal vez lo que un tiempo parecieron disparates, en
la actualidad no lo fueran (...)
Título original: "El aguinaldo y sus poetas" (fragmento), Diario de la Marina, 15 de enero de 1939.