(...) Llegó a tener renombre, sólo por ese motivo. Lo conocí en
Matanzas, donde vivió siempre. Por 1910 llegué a aquella ciudad y allí residí
buen número de años. Los del auge de Seboruco fueron de esa fecha a 1915,
aproximadamente, aunque ya antes del año diez era famoso y no alcancé esa etapa
de su vida.
A la sazón existía cierto movimiento literario en Matanzas producido por la lectura de Darío y
sus seguidores en América y en España. Hubo allí un grupo de lectores, más que
de estudiosos. Ocupábamos todas las noches uno o dos bancos del parque,
cuando no sillas. Fernando Lles, H. Cabrisas, J. Cataneo, M. Macau, Justo
Betancourt, Mario González, Ugarte, Félix Campuzano, Buenaventura Hernández...
De seguro que omito a alguien.
Agustín Acosta y
Juan D. Byrne eran menos asiduos, pero concurrían con frecuencia. Acosta andaba
ocupadísimo: el telégrafo, las novias, los poetas predilectos del Modernismo,
sus propios versos y... los códigos, que venció al cabo.
De ocho a diez de la noche nos reuníamos. Algunos trasnochadores, no tenían hora para marcharse. Por mi parte siempre tuve hábitos conservadores a ese respecto.
De ocho a diez de la noche nos reuníamos. Algunos trasnochadores, no tenían hora para marcharse. Por mi parte siempre tuve hábitos conservadores a ese respecto.
Hacia las ocho y media
aparecía casi todas las noches Seboruco, apodo con que se conocía al sujeto de
mi evocación. Daba vueltas, rara vez se sentaba. Con frecuencia se detenía
delante de nosotros, a una vara del banco.
Parecía hacia 1910, un hombre de unos cincuenta y cinco años o poco más. Era de baja estatura, ancho más bien que grueso, derecho, de cabeza redonda y mal cutis rojizo; una de esas caras escabrosas que nos parecen no haber visto nunca tersas. En su rostro sereno hacía muy poco gasto la risa. Vestía de negro, todo abotonado, con más arreglo en los detalles que limpieza en el conjunto. Hacía el efecto de cuidar sus maneras, con cierto aire de señor que se vigila. En todo era mesurado. Hablaba poco. Si nos dirigíamos a él o le preguntábamos, se limitaba a responder con las palabras necesarias.
Reservado y lacónico, nunca supimos cuál era el nivel de sus lecturas. Había sido, de joven, tipógrafo, pero ni siquiera formábamos idea de su mentalidad mediante su conversación. En realidad no conversaba, al menos con nosotros, si bien gustaba de situarse, espontáneamente, muy cerca. El grupo se adaptaba a aquel modo de extraña dignidad, propio de tan peculiar individuo, y si alguna vez se le asediaba con preguntas, Cataneo, que tenía en todo la nota de prudencia, decía: «No lo irriten, porque se va.»
El hombre resultaba impenetrable. Jamás habló de sí mismo, en ningún sentido, ni exteriorizó deseos ni contó anécdotas ni comentó sucesos ni mostró interés por ninguno de nosotros en particular.
Parecía hacia 1910, un hombre de unos cincuenta y cinco años o poco más. Era de baja estatura, ancho más bien que grueso, derecho, de cabeza redonda y mal cutis rojizo; una de esas caras escabrosas que nos parecen no haber visto nunca tersas. En su rostro sereno hacía muy poco gasto la risa. Vestía de negro, todo abotonado, con más arreglo en los detalles que limpieza en el conjunto. Hacía el efecto de cuidar sus maneras, con cierto aire de señor que se vigila. En todo era mesurado. Hablaba poco. Si nos dirigíamos a él o le preguntábamos, se limitaba a responder con las palabras necesarias.
Reservado y lacónico, nunca supimos cuál era el nivel de sus lecturas. Había sido, de joven, tipógrafo, pero ni siquiera formábamos idea de su mentalidad mediante su conversación. En realidad no conversaba, al menos con nosotros, si bien gustaba de situarse, espontáneamente, muy cerca. El grupo se adaptaba a aquel modo de extraña dignidad, propio de tan peculiar individuo, y si alguna vez se le asediaba con preguntas, Cataneo, que tenía en todo la nota de prudencia, decía: «No lo irriten, porque se va.»
El hombre resultaba impenetrable. Jamás habló de sí mismo, en ningún sentido, ni exteriorizó deseos ni contó anécdotas ni comentó sucesos ni mostró interés por ninguno de nosotros en particular.
(...)
No agrega nada a eso
ni lo subraya con una sonrisa, sino que se queda muy serio. No sonreía sino a
las damas, mientras les decía cosas como ésta:
Que sabrosas matanceras
de la calle de
Contreras.
Sería inexacto calificarlo de «pobre diablo», tipo que existe
positivamente, y no ha sido tratado en el ensayo ni en la lírica ni en el
teatro, al menos con la caracterización que merece. Seboruco no encarna ese
tipo. El pobre diablo se abandona en todo y suele ser locuaz. Nuestro hombre
mantenía una especie de dignidad patética. Cierto que en ocasiones se oía algún
grito: ¡Seboruco! o uno de sus dísticos era saludado con sonora trompetilla,
pero él, con el mejor juicio, no hacía caso ni volvía la cabeza, y aquello se
desvanecía. Además, ocurría muy pocas veces.
Repito que no representaba ese producto social que llamamos «pobre diablo». Que lo fuera, en el fondo, nunca estuvimos seguros de ello.
Miguel Macau, hombre de letras, juez actualmente en La Habana, conocía algo más de su vida. Nos decía una vez: «No crean ustedes que es loco; es sereno del Mercado y la casa en que vive es propia.» Oí también una especie de leyenda que le era adversa. Pero tanto más extraño el personaje si era enteramente cuerdo.
Una vez llevamos al doctor Sergio Cuevas Zequeira, que habló en un acto cultural. Terminado éste, fuimos al café El Liceo (hoy Velasco). Seboruco vio el movimiento y allá se fue, pero más circunspecto que nunca. Se sentó expectante a una vara de nosotros.
Dr. Cuevas, ha oído usted hablar de Seboruco, le preguntábamos. Sí, mucho —Pues, vea, aquí lo tiene— , y le fue presentado.
Ni la novedad lo sacó de su marco. Era muy cortés; hizo una reverencia, y volvió a su sitio. Miraba inmóvil. Dejamos de interesar a Cuevas Zequeira, cuya curiosidad crecía, y no atendía sino a la hermética figura. Al fin le espetó esta pregunta: “Y usted, ¿dónde estudió Poética?” Seboruco apenas le dejo decir la última palabra, y le contestó: “En la Naturaleza estética”, volviendo enseguida a su seriedad de esfinge. El doctor Cuevas nos miró asombrado. Dígale algo más, le indicamos. Ahora el profesor y orador le interroga: “¿Cuál es su filosofía? La respuesta fue así, como si hubiera previsto la pregunta:
Repito que no representaba ese producto social que llamamos «pobre diablo». Que lo fuera, en el fondo, nunca estuvimos seguros de ello.
Miguel Macau, hombre de letras, juez actualmente en La Habana, conocía algo más de su vida. Nos decía una vez: «No crean ustedes que es loco; es sereno del Mercado y la casa en que vive es propia.» Oí también una especie de leyenda que le era adversa. Pero tanto más extraño el personaje si era enteramente cuerdo.
Una vez llevamos al doctor Sergio Cuevas Zequeira, que habló en un acto cultural. Terminado éste, fuimos al café El Liceo (hoy Velasco). Seboruco vio el movimiento y allá se fue, pero más circunspecto que nunca. Se sentó expectante a una vara de nosotros.
Dr. Cuevas, ha oído usted hablar de Seboruco, le preguntábamos. Sí, mucho —Pues, vea, aquí lo tiene— , y le fue presentado.
Ni la novedad lo sacó de su marco. Era muy cortés; hizo una reverencia, y volvió a su sitio. Miraba inmóvil. Dejamos de interesar a Cuevas Zequeira, cuya curiosidad crecía, y no atendía sino a la hermética figura. Al fin le espetó esta pregunta: “Y usted, ¿dónde estudió Poética?” Seboruco apenas le dejo decir la última palabra, y le contestó: “En la Naturaleza estética”, volviendo enseguida a su seriedad de esfinge. El doctor Cuevas nos miró asombrado. Dígale algo más, le indicamos. Ahora el profesor y orador le interroga: “¿Cuál es su filosofía? La respuesta fue así, como si hubiera previsto la pregunta:
“Yo la tengo
compendiada: No hay más que Dios y la nada.”
(...)
(...)
Mientras el doctor Cuevas hacía su comentario e indagaba acerca
de Seboruco, éste, silencioso, sin interés por saber el efecto que había
producido, se levantó, casi sin que lo notáramos, y se marchó.
Tenía sus tópicos.
Repetía, por ejemplo, lo siguiente: «En este mundo todo se divide en bueno,
regular y malo.» Su soneto a Joaquín Cataneo fue la diversión de Alfredo Zayas.
Debió ser hacia 1916. Alguna revista local lo publicó. No recuerdo sino el
verso que dice: «Joaquín Cataneo, de Bemba oriundo.»
Ya por esa fecha,
nadie decía Bemba por Jovellanos, lo cual comunicaba gracia a la ocurrencia.
Pasaste, misterioso
Antonio Alemán, junto a nosotros, los del banco provinciano. Tal vez fue tu
máscara, no más, lo que vimos de ti, que te ocultabas en las zonas inviolables
del alma. Quedó tu figura, envuelta en indecisa niebla. El grupo te contempló
como a un infeliz. Y bien, ¿sabíamos nosotros entonces o habíamos sabido
después en qué consiste ser feliz?
"Seboruco" (fragmentos); tomado de Valoraciones, Vol. 1, Universidad Central de Las Villas, 1960, p. 260 y ss.
"Seboruco" (fragmentos); tomado de Valoraciones, Vol. 1, Universidad Central de Las Villas, 1960, p. 260 y ss.
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