Lino Novás Calvo
Todo el que ha seguido este problema a través de
libros y relatos de viajeros sabe que la esclavitud persiste en varias regiones
de África y de Asia con todos sus rasgos seculares. Y no sólo la esclavitud: la
trata de esclavos, el mercado de esclavos también. Los viajeros, sin embargo,
disimulan o evaden por lo general este hecho. Por dos causas: o por no herir el
prestigio de los países europeos que pretenden haber terminado con la
esclavitud en todas las partes del mundo, o porque no le conceden
importancia. Existen misioneros y
trásfugas europeos por los países independientes del Asia occidental y del
África oriental que han llegado a aclimatarse de tal modo que se sienten
identificados con el viejo espíritu del país en que habitan y no experimentan
la menor sublevación de conciencia al ver que la esclavitud se perpetúa allí como
en la época de los descubrimientos.
Esa esclavitud se opera, disfrazada, hasta en
varias colonias europeas, y sin disfraz en las regiones independientes. En
Liberia mismo, país formado por negros libertos de América, la mayor parte de
los repatriados ha retrogradado al salvajismo, y la condición de la masa pobre
es económicamente la misma que antes de que los portugueses dieran la vuelta al
cabo Bojador.
Pero donde la esclavitud y la trata se hallan
en toda su pujanza es en las dos orillas del mar Rojo. La caza, compra, venta y
trasporte de esclavos se hace allí abierta o subrepticiamente, pero se hace.
Una misión particular francesa, encabezada por el escritor J. Kessel y apoyada
por "Le Matin", ha hecho a este respecto descubrimientos terminantes,
contenidos en el libro de Kessel "Marches d'Esclaves", acabado de
publicar.
El hecho fundamental es éste:
en Abisinia, país independiente, representado en la Sociedad de las Naciones,
se cazan o compran cantidades de esclavos que luego son trasportados
clandestinamente a la costa de Arabia a través del mar Rojo.
Siempre ha sido Abisinia, o Etiopia, una copiosa
fuente de esclavos. Cuando la trata era libre, los cazadores árabes desembarcaban
en la costa de Somalia y emprendían tempestuosas expediciones al interior,
regresando con interminables caravanas de cautivos que seguían luego por el
golfo de Adén hacia las plantaciones de América. Cuando estas plantaciones se cerraron a la
esclavitud, las "razzias" disminuyeron; sólo les quedaban los
mercados árabes, que persisten aún, en menor escala, desde Siria al golfo de Adén.
Gradualmente, los países europeos se fueron apoderando de la costa africana del
mar Rojo, y adoptaron medidas de represión contra la trata. Inglaterra ocupó el
Sudán; Francia, una parte de la Somalia; Italia, la Eritrea. Los cruceros
comenzaron a recorrer el mar Rojo. Detrás de estas posesiones costeñas, hacia
el interior, quedó encerrada Abisinia, país independiente, con su trata. El
país, dominado por señores tribales, sostenido sobre el sistema de la esclavitud
por muchos siglos, se resistió a toda reforma de ese sistema, y las medidas del
negus resultaron fallidas. La esclavitud persistió en el interior con todos sus
caracteres. Los delegados europeos reciben aún hoy con frecuencia esclavos en
calidad de regalos. La región, dominada por una raza mestiza de árabe y negro,
está poblada a trechos por razas negras primitivas rudimentarias —los chancalla,
los sidamo, los oulano— que llevan sobre sí el estigma atávico de la
esclavitud. Se les reconoce a simple vista. Son razas resistentes para el
trabajo, cobardes para la lucha, incapaces para la organización. El hombre más
fuerte o más capaz somete al más débil o inepto. Los tribunales de justicia no escuchan
las quejas de los esclavos; un acuerdo tácito entre los jueces hace nula la
orden de liberación promulgada por el negus.
La trata es el corolario de esos hechos. Los
comerciantes árabes organizan una expedición a Abisinia. Hay en práctica dos
medios de adquirir cautivos: o comprándolos a sus señores —que los venden para
pagar impuestos, acumular fortuna o porque les sobran por haberlos conquistado
en acción de guerra con otras tribus—, o enviando partidas a los alrededores de
las aldeas de agricultores o pastores a cazarlos. Este último procedimiento se aplica
sobre todo en los niños. El ladrón de niños se embosca a la orilla de un
vericueto por donde sabe ha de pasar su víctima. En el momento oportuno salta sobre
su presa como un gavilán, la envuelve en una tela y huye con ella a cuestas
hacia donde le aguardan otros raptores con otras presas. La partida se pone
entonces en marcha hacia el depósito, centrado en alguna población de
agricultores aragoubas, donde los cautivos permanecen encerrados en sótanos
hasta que se forma la caravana. Esta se pone entonces en movimiento hacia la
costa por parajes desiertos.
Para llegar a la costa, las caravanas tienen
que pasar por el Sudán inglés, la Somalia francesa o la Eritrea italiana, "donde
los niños salvajes saludan a lo fascista". Aun suponiendo que los tratantes
operen alguna vez en complicidad con las autoridades europeas, siempre les
quedará el peligro de ser sorprendidos por algún crucero de guerra en el mar.
Pero en la tierra, las caravanas, conocedoras de las regiones salvajes, hallan
medio fácil de esquivar las autoridades y de llegar a los embarcaderos secretos
de la costa. Además, van bien armadas, y sus winchesters disparan a la menor
sospecha contra el que trate de atravesárseles en el camino. La provincia de
Harrar es un centro importante de esclavitud. Pero en la misma Adidis-Abeba,
capital de Abisinia, la compra, venta y posesión de esclavos se hace
regularmente a ojos de las delegaciones europeas. En el mismo Sudán, posesión
inglesa, perdura la esclavitud. ¿Qué se le ha de hacer? Sería necesario todo el
Ejército y la Marina británicos para vigilar y contener cada una de esas
pequeñas y furtivas transacciones. En cuanto a la posesión de esclavos, ¿quién
puede probarle a un jefe de tribu o señor feudal que los seres que tiene a su
servicio no lo están voluntariamente en calidad de sirvientes, con la
complicidad de todo el ambiente en su favor?
Una vez en la costa, el mercader o cazador de
esclavos los cede a un intermediario, encargado de trasportarlos en pequeños y
rápidos veleros a la costa de Arabia. Este viaje es peligroso. Los cruceros de
guerra corren más que los veleros, y las tormentas son frecuentes. Contra los
cruceros sólo tienen el recurso de lanzarse a pasajes estrechos o poco
profundos por donde los vapores no puedan navegar, escapando así a sus garras.
Si éstos los sorprenden en alta mar, sólo algún ardid ingenioso puede salvarlos.
Kessel cita las palabras de uno de esos marinos traficantes que fue arropando
esclavos al agua, para que los del crucero que le daba caza se detuvieran a recogerlos
y le dieran tiempo de escapar. "¿Por qué —dice— los extranjeros aman tanto
a los esclavos, que por salvar uno dejan escapar un velero tan precioso como el
mío?"
Estos cargamentos de esclavos pasan a Yemen, Asir o Hedjaz, Estados árabes independientes, desde donde se extienden hasta Siria y Persia. Todo jefe árabe, nómada o agricultor, tiene sus, esclavos domésticos o en forma de guardias o como guerreros. Contra este estado de cosas han querido adoptar medidas los soberanos de esos países, pero el resultado ha sido idéntico al obtenido por el negus de Abisinia: la acción de la ley se rompe contra la resistencia de la tradición. El Corán autoriza la esclavitud. ¿Quién ha de atreverse a desautorizar al Corán?
De los Estados árabes compradores de esclavos,
Yemen parece ser el más propicio, y en el que desembarcan la mayoría de los
cautivos trasportados de Abisinia. Yemen está hoy sometido al poder teocrático
del imán lahya, que no ha admitido jamás en su país Delegaciones oficiales de
las potencias. Sin embargo, parece ser que Yemen, país pobre y superpoblado, es
más bien un puente que un centro de trata. Los esclavos pasan al interior o
suben hacia el norte. Algunos suben hasta Siria. Otros se quedan en la Meca.
Las peregrinaciones a la Meca es otro de
los instrumentos que aprovechan los tratantes de esclavos. Existen en el mar
Rojo vapores de carga que trasportan anualmente grandes masas de peregrinos a
Chedda. Esos peregrinos van de Etiopia, de Egipto, de las Somalias, de Eritrea.
Son negros o mestizos africanos mahometanos; señores feudales y grandes dignatarios
que viajan con sus servidumbres. Entre éstas, ¿quién puede distinguir los
esclavos de los que no lo son? Claro que se distinguen. Se les conoce por las
facciones, que delatan la tribu a que pertenecen (he dicho ya que hay tribus
condenadas a la esclavitud por una fatalidad orgánica); se les conoce por el
modo de mirar, de andar, de reaccionar frente a lo que les rodea. Pero eso no
es una prueba; a lo sumo, es una convicción. Los calmosos marinos ingleses que
los trasportan fuman tranquilamente sus pipas y beben su whisky sin preocuparse
mucho de su llevan un cargamento de esclavos o de peregrinos. En el fondo viene
a ser la misma cosa.
Además de estos esclavos de importación existe
en los distintos señoríos de Arabia la cría de esclavos. El hijo de una esclava
lo es desde que nace y pertenece a su dueño. Así el nieto, el bisnieto. De aquí
que se aliente y fomente la maternidad, ofreciendo premios a las esclavas cada
vez que dan un nuevo esclavo a su señor. Un esclavo nacido en casa equivale a
ochenta libras que puede costar un esclavo importado de África.
En este continente el problema del trabajador
ofrece hoy tres aspectos bien definidos, que son tres problemas arduos de
resolver. En algunas colonias donde se ha establecido un salario libre razonable,
se ha creado una masa migratoria, desprendida de la familia, compuesta de seres
desmoralizados, errantes, borrachos. En aquellas en que el trabajo se efectúa
por contrato con los jefes del país el trabajador es de hecho esclavo, no de
los blancos, sino de sus propios jefes. En los países independientes, como
Abisinia, ya se ha visto lo que pasa. Una sola ventaja parece haber tenido para
los naturales la conquista de África por los europeos: la exterminación de los
ritos sangrientos de algunos pueblos, como los achantis y los dahomeyes.
En todo lo demás las cosas siguen, socialmente,
poco más o menos que hace tres siglos.
“Trata de negros. La esclavitud en el Mar Rojo”, Luz, Madrid, 4 de agosto 1933, p. 8.
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