Rubén Darío
En el Gibel-Musa,
vapor inglés, después de tres horas de mar, llego a tierra mahometana. Desde a
bordo ha comenzado para mí lo pintoresco con el amontonamiento, sobre cubierta,
de moros y judíos de distintos aspectos, blancos, morenos, de ropajes oscuros o
de vestidos vistosos. Había ancianos de largas barbas blancas, semejantes a los
Abrahames de las ilustraciones bíblicas, y mocetones robustos, hombres de faces
serenas y meditativas, mercaderes con morrales y cajas. Había rimeros de
paquetes, armas, bagajes. Había pipas humeantes de cazoleta diminuta. Cabezas con
fez, con turbante, con capuchón. Había animales. Un árabe de negra mirada iba
cuidando su caballo. Un viejo de dulce y venerable aspecto acariciaba un
cordero. Las inglesas del pasaje y unas norteamericanas de gorrita impertinente
y rosados colores sacaban instantáneas, no sin la protesta de algunos de los
africanos, que veían en tal acto un atentado contra el precepto koránico. Atrás
quedaban las costas andaluzas. (¿No es allá, oh soberbio y famoso mulato, donde
el África empieza más bien que en los Pirineos?). El mar estaba apacible, a
pesar de las cóleras que le han sacudido los días pasados, y el firmamento de
un azul pacífico. Poca a poco la ciudad fue apareciendo a mi vista, y antes, a
un lado, las alturas que se extienden hacia el interior, en donde hormiguean
las Rabilas; y más allá, la casita blanca del nunca bien ponderado corresponsal
del Times, Mr. Harris (¡perpetúe Alah
su felicidad y sus días!), que en tantas andanzas se ha metido, y cuya cabeza ha
sido deseada por tantos alfanjes de hijos del Profeta. Ese brillantísimo colega
y Mr. Mac-Lean tuvieron que salir más que velozmente a causa de políticas
aventuras, en las cuales estaba mezclado el sultán modernista, sportman
Moulaiabd-ul-Aziz (¡que Alah le dé unos buenos lirones de orejas!), el cual no
piensa más que en bicicletas y máquinas fotográficas, cosa que no había pensado
el buen Loti cuando le vio niño en la corte de su padre.
Por fin la ciudad se presenta, sobre el
celeste fondo, la ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes.
Confieso que es para mí de un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece
con mis lecturas y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una ciudad
profanada por la invasión europea, adonde la civilización ha llevado, con
escasos bienes, muchos de sus daños habituales. Por de pronto, he ahí la
muchedumbre de intérpretes del hotel, de dueños de botes de desembarco que
pretenden desollarnos en todas las lenguas posibles. Y ya en el muelle, después
de pasar la aduana, muchedumbre de guías, y de los que el señor Echegaray llamaría,
por no hablar como Quevedo, galeotes. ¡La aduana! Yo no sé qué es lo que le dice
en árabe a uno de los empleados de turbante y albornoz el intérprete que me
conduce; pero, como en algunos países cristianos, no me han registrado el
equipaje, y ha de costarme esa deferencia el consabido premio. Entro a la
ciudad por una de las tres puertas juntas arábigas que hay en los muros
blancos, entre una muchedumbre de albornoces, turbantes y babuchas, burritos cargados,
cargadores que atropellan, mendigos que tienden la mano y dicen palabras
guturales, amontonamientos de fardos, de cajas, de cargamentos de todas clases.
Hacia la izquierda subo por una calle estrecha, y a poco estamos en el mercado,
o Zoko Chico, punto en donde se encuentra el hotel en que he de habitar durante
mi corta permanencia. A pesar de las tiendas europeas, a pesar de la
indumentaria de los turistas y vecinos europeos, el aspecto de la ciudad es
completamente oriental. Me siento por primera vez en la atmósfera de unas de
mis más preferidas obras, las deliciosas narraciones que han regocijado y hecho
soñar mi infancia, en español, y complacido y recreado más de una vez mis horas
de hombre, en la incomparable y completa versión francesa del Dr. Mardrus: Las mil Noches y una Noche. Es que iras
esta mezcla de árabes, de moros, de Rabilas, de europeos, que constituye la
población accesible, existe el misterio y la poesía de la verdadera vida de
Oriente, tal como en los tiempos más remotos. Pues, como muy bien se ha
observado, el Marruecos contemporáneo es siempre el imperio moro del siglo
duodécimo, con su organización feudal, su lujo y sus artes exquisitas. Y
comprendo la inmensa distancia que hay entre esos espíritus de creyentes y fatalistas
musulmanes y las almas de Europa y América; entre esas razas del animal humano
llenas de ferocidades, de noblezas, de arrojos, de vicios y de virtudes
naturales, y las razas nuestras que el progreso y la civilización han llenado de
artificialidad, de sequedad y de desencanto. El desdén inmenso que estos hombres
sienten por nosotros, tiene su base principal en el concepto distinto de la
vida que hay en su cerebro. Ellos no guardan, como los que somos cristianos,
ciertas ideas del pecado que hacen dura y despreciable la vida terrestre, y en
su inmortalidad teológica, no esperan ni premios ni castigos que vayan más allá
de nuestra comprensión.
Salgo
del hotel a dar mi primera vuelta por la ciudad, caballero en una mula mansa y
vieja, en una silla morisca forrada de paño rojo. Me precede, en otra muía, el
guía, un español que hace largos años reside aquí, y que conoce el idioma perfectamente.
Me sigue, a pie, un morito vivaracho, de grandes ojos negros. Ambos llevan látigos;
el guía para los moros del pueblo, que no se apartan del camino, y el morito
para mi muía. Así pasamos por toda la larga y única calle que pueda merecer
este nombre, hasta llegar al gran Zoko, o Zoko de Barra, el mercado principal.
No nos detenemos, pues por esta vez quiero conocer los alrededores. No lejos
están las casas en que habitan los cónsules, algunas con hermosos jardines y de
arquitectura oriental. Más afuera, en los declives del terreno, o sobre graciosas
colinas, hay otras construcciones en donde moran extranjeros. Después es la
campaña. Hay profusión de áloes y tunas, lo que en España llaman higos chumbos,
y datileros e higueras. Manchas de flores rojas y amarillas entre los
repliegues del terreno, y gencianas y geranios. Todo lo ilumina una luz grata y
cálida. No muy distante, advierto grupos de casas bajas, aldehuelas como
sembradas en el seno de los valles, y de donde se eleva una columna de humo. Y
sobre una altura, de pronto, la silueta de un jinete. Unos cuantos soldados
entran montados en sus hermosos caballos y armados de las largas espingardas
que se creerían tan solamente propias para las panoplias de adorno y las
colecciones de los museos y armerías. Son de las tropas que vienen del
interior, en donde una nueva insurrección se ha levantado de manera tal, que
desde hace algunos días son escasas las caravanas que entran a Tánger, y, por
lo tanto, sufre el comercio.
La tarde cae y vuelvo al hotel.
He bajado a la playa, allá lejos, en donde hay
casetas de baño y pasan de cuando en cuando moros montados en sus burros, que
vienen de no sé dónde, del campo vecino, de detrás de las alturas cercanas. Hay
cerca un quiosco blanco y pintoresco, casas blancas de techos rojos,
habitaciones en que ricos extranjeros se solazan enfrente de las aguas azules.
Desde aquí se divisa una parte de la
población; en algunos puntos jardines y arboledas; más lejos, murallones, las
orientales construcciones cúbicas, construidas como en un vasto anfiteatro. Hay
algunas de dos pisos, y tales rodeadas de otras bajas, con muchas puertas.
Una que otra lancha se ve por ahí cerca en el mar
quieto. Hay una grande paz. Por aquí deben habitar de esos ingleses y
norteamericanos hábiles y curiosos que han sentado sus reales en esta tierra y
han explotado y explotan el país comercialmente, o como dice un buen censor,
que han hecho experiencias industriales e industriosas. Los chalets y moradas
que hay cerca de mí, muestran todos los aspectos de nuestras mansiones de ricos
occidentales.
A poco
rato de vagar, he aquí que sale de una de las casas una bella dama rubia,
mientras en lo interior suena un piano. Pongo el oído atento a lo que tocan. Es
algo del Otello de Verdi. No está
fuera de lugar. Un caballero español me presenta a Mohamed-Ben-Ibrahim, moro de
letras, que ha viajado por Francia, Italia y España, y que conoce
perfectamente, para ser moro, la literatura española. Es un tipo elegante,
quizá demasiado europeizado, que a su traje flotante y soberbio ha agregado una
magnífica leontina hecha por un platero madrileño, y un reloj suizo, de
cincelados oros, con campanilla de repetición, que se complace en hacerme oír cuando
pascamos... Me habla del poeta Zorrilla y me recita versos del maestro. Me pregunta
si Zorrilla sabía árabe y, como yo resueltamente y creyendo decir la verdad, le
digo que sí, su contentamiento es grande. Mohamed no ha perdido mucho de su
carácter nacional a pesar de sus viajes y de su confesado afecto por las
mujeres cristianas, sobre todo por esas huríes singulares de París. Él continúa
en la completa fe de sus mayores, y es un mahometano practicante que no olvida,
a la hora señalada, su plegaria, con la mirada hacia el punto cardinal en donde
la ciudad sagrada se encuentra. Pero no es suficientemente ortodoxo... Hemos
entrado en un bar, o cosa por el estilo, que hay cerca de mi hotel, y allí Mohamed
se ha mostrado demasiado aféelo a una bebida nacional británica, muy usada por
los célebres rumies Harris y Mac Lean...: el whisky-and-soda. «Amigo Mohamed, le
digo, tengo una vaga sospecha de que vuestro profeta no os ha dicho
precisamente que el vino es bueno, y menos el whisky». Mohamed sonríe, pero no
con irreverencia occidental, antes bien como quien va a decir una cosa de razón
a quien la ignora. «Es cierto que él peca, porque le gustan mucho no solamente
el whisky, sino los vinos de España, y sobre todo el champaña que aprendió a
saborear en los bulevares parisienses, y cierto moscato espumante de que la
admirable Italia le dio muestra exquisita, pero él es un creyente que conoce
muy bien su religión, y las condiciones que hay que llenar para que los pecados
sean perdonados y sea abierto el mahometano paraíso. El peca, y luego va a la
Meca.
No ha faltado, desde hace tiempo, una sola vez
a la consagrada costumbre, obligatoria para todo buen musulmán, y así Alah le
reconoce digno». Esto dicho, Mohamed bebe su licor escocés con fruición y
vuelve a hablar de poesía. A este propósito me confía que se ha atrevido a hacer
versos en español, y me recita algunos, no más malos que los de tales
incircuncisos que yo me sé. Me cuenta que hay marroquíes y tunecinos que
cultivan la literatura castellana, y me pondera a un su amigo de Túnez, llamado
Abul Nazar, de quien me recita unos versos a la Giralda sevillana, que le
habrían satisfecho a Zorrilla, por moros y por zorrillescos. Abul Nazar, como
Mohamed-Ben-Ibrahim, siente en verdad que el alma del autor de Granada, era, siendo tan católica,
enormemente sarracena. Los versos de Abul Nazar, son los siguientes:
Giralda,
alminar gentil
En
que la belleza mora,
Eres
cautiva señora
En
extranjero pensil.
Yo
te llevara a un paraje
Que
fuera harén opulento.
Donde
regalase el viento
Tus
alharacas de encaje.
Vieras
con el ajimez,
Que
ojos finge de tu cara,
Las
lejanías del Sahara,
Los
bosques de Mequinez.
Sobre
cielos carmesíes
Las huríes,
Aun
más blancas que el marfil.
Se
apostaran por mirarte
E imitarte
En
tu apostura gentil.
Desde
tu altura sonara
Dulce y clara
La
canción del Muezín;
Te
abanicaran palmeras
Y tuvieras
De
rosas blando cojín.
¡Quién
abrochara tu talle
De mi valle
Con
el nardo embriagador!
y
a tu pecho floreciente
Diera ardiente
Cálido
beso de amor.
¿Qué más morisco y qué más zorrillesco? Es son
de guzla es ciertamente una oriental que se intercalaría sin detonar, entre las
del autor de Tenorio o las del
injustamente olvidado padre Arolas.
Anoche he estado en el principal café moro. Por
una puerta estrecha que da a una angosta callejuela, se entra al no muy
espacioso recinto. Hay tapices para los del país, y mesitas para los visitantes
extranjeros. Mi amigo español y yo nos sentamos en una de las últimas. Había
cerca de nosotros varios franceses y señoras inglesas. Un mozo de rojo fez nos
sirve en pequeñas tazas el café ya azucarado y sin colar, como es uso y como lo
solemos tomar los aficionados en París en el restaurant judío-oriental de la
rué Cadet. La atmósfera está cargada, pues no son pocos los fumadores. Unos
fuman el tabaco solo, y otros mezclado con cáñamo indiano. De pronto inicia la
orquesta —¡la orquesta!— un son de los suyos... La orquesta se compone de ocho
o diez músicos que tocan los más inverosímiles violines y violones. Veo un solo
violoncelo europeo tocado por un morenote barrigón que mueve toda el cuerpo
cuando toca. Es un solo motivo repetido una, dos, innumerables veces, motivo
triste, lánguido, hipnotizante; y como no andan muy acordes todos los que
ejecutan, da la disonancia persistente, a veces, cierta angustia. ¿Qué
impresión hay en mí? En verdad, vuelve a cada paso, por la escena iluminada por
las lámparas de cobre, por el ambiente, por los tipos y sus indumentarias, la
reminiscencia miliunanochesca; pero también pienso que no es la primera vez que
escucho ese aire monótono y veo esas singulares figuras. A la idea de cuento
árabe se junta entonces el no lejano recuerdo de la Exposición de 1900. Me
regocija un tanto, por el lado poético, el que esto esté en su centro y lugar, aunque
me amargue mi contentamiento el notar que todo se hace para satisfacer la
curiosidad y recibir las pesetas del turista, del perro cristiano. Las cuerdas
chillan rozadas por los arcos curvos, y de las cajas sonoras, hechas unas en
forma de zuecos, salen las voces gimientes. A esto acompañan varios guitarrones
a manera de laúdes, con labores de nácar incrustados, y a todo se unen las voces
cantantes de los músicos mismos, entre los que hay jóvenes y viejos, abundando entre
los últimos siempre los rostros bíblicos, las caras de viejos profetas
aullantes.
Hay que salir de ahí para librarse de la
repetición dolorosa y llorosa del motivo oriental, que llega a causar malestar
en los nervios.
El canto o más bien recitado del muezzin, es de
esas cosas que no se olvidan cuando se las oye. En lo profundo de la sombra
nocturna, o a la hora del crepúsculo, o bajo la maravillosa f luna que brilla sobre
zafiro celeste, su voz, en un ritmo repetido y único, confía al viento y
promulga al mundo que Alah es grande. Esta campana humana que llama a la
oración y que recuerda a las razas más creyentes del orbe la omnipotencia del
Dios poderoso, es de lo más impresionante intelectualmente que se puede todavía
encontrar sobre la faz de la tierra, de la tierra árida de destrucciones
mentales, seca de vientos de filosofía, y que casi no halla en donde resguardar
el resto de las creencias y de amables ilusiones divinas que han sido por
tantos siglos el sostén y la gracia del espíritu de los pueblos.
Flaubert afirmaba, que si se golpeaba sobre las
cabezas bellas y graves y pensativas de estos africanos, no saldría más que lo
que hay en un cruchon sans biére ou d´un
sepulcre vide. Yo he oído salir de estos cerebros —quizá de los menos
europerizados que en mis pocos momentos africanos he conocido—pensamientos
serios y ocurrencias interesantes. No porque ellos tengan un punto de vista
diferente del nuestro en la vida, en el progreso y en la esperada inmortalidad,
dejan de mostrar una sensatez y largas vistas que muchos cristianos desearían.
Son excepciones, es cierto; pero no hay que olvidar que esta raza tuvo en jaque
a Europa y encendió lámparas al mundo cuando había enseñanza en Córdoba, y
gloria en Granada y en Bagdad.
El zapatero que tiene su taller en un
miserable tenducho, os dice razones discretas y, sobre todo, os trata con toda
la urbanidad apetecible, desde luego que entráis bajo su techo. Esos remendones
de babuchas son curiosísimos, y, según mi intérprete, hacen entre la morería,
como los barberos de nuestras civilizaciones cristianas: charlar de los sucesos
que pasan y entretener o impacientar al cliente con sus conversaciones. En este
caso, pues, el silencioso vivir de la raza, tiene su contraparte...
Día de mercado. El gran zocco es un vasto cafarnaum,
un hervidero de colores y de figuras bizarras, una colección rara, para el
extraño, de escenas pintorescas.
He aquí las caravanas en reposo, después de haber
cruzado el desierto para traer las mercaderías de lejanas comarcas. Los
camellos, que hasta hoy había visto tan sólo en jardines zoológicos, en la
bohemia de los circos errantes, los camellos, feos y misteriosos, cantados tan
bellamente en los versos de Valencia, están aquí en su ambiente y bajo su
cielo, unos echados, otros de pie, tristes, esfíngicos, jeroglíficos...; y
junto a ellos, sudaneses de carbón, beduinos de gestos fieros, entre bultos y
amontonamientos de cosas heteróclitas. Más allá, muías, caballos desensillados o
con las consabidas monturas rojas. Y un mundo de gentes diversas, un andante
museo de biología comparada, y una variedad de vestimentas y de tintes que
sorprenden e interesan. Aquí está un moro berberisco, con su capucha calada que
le cae atrás en pico: su 'traje que se asemeja a una clámide con mangas que le
llegan a medio brazo, y el aire poco reservado, en su cara que llamara
campechana si no relampagueasen de repente instintos terribles en sus pupilas. Lleva
las piernas desnudas, la barba afeitada, los pies descalzos. Luego un kabila
ceñudo, rapado el cabello por delante hasta formarle una calva sobre el
apretado y corto pelo negro; los ojos crueles, la boca voluntariosa bajo un bigote
escasísimo. Luego un árabe rubio casi, de mirada soñadora y barba fina, y un
árabe moreno, de cara afilada, mentón puntiagudo que prolonga la barba negra,
cráneo alargado, gesto autoritario y siempre duro. Luego negros colosales; ¿senegalenses?
¿abisinios? ¿sudaneses?
Perdonad mi escasez de antropología en tan curiosas
sensaciones africanas; mas lo único que os diré, es que como esos gigantescos
negros eran, o deben haber sido, los que cuidaban los melosos y los Ieones de
la reina de Saba. Los vestidos hacen sus juegos de color en la plaza hormigueante.
Ya es el jaique blanco, ya el jaique rosado, ya el jaique verdoso, ya el jaique
obscuro o leonado; ya el amplio albornoz majestuoso ya los mil turbantes de
varias formas. Veo turbantes rojos en el centro, y alrededor blanquísimos, en
un pesado retorcimiento de telas, turbantes blancos de centro negro, turbantes
todos negros y turbantes todos blancos; y unos que parecen hechos con camisas
viejas y otros que parecen gordas trenzas de fulares de lujo. Una tela es
áspera y pobre; otra os da idea del gran señor que la lleva, por los tejidos de
oro que brillan en la ondulante seda o preciosa lana. Hay albornoces que
indican una categoría. Hay babuchas ricas y babuchas miserables.
A tal comerciante le veo una leontina
semejante a la de mi amigo Mohamed Ben-lbrahim, y un rostro que parece haber
pasado por el pecaminoso ambiente de París. Si irá también con frecuencia en
peregrinación a la Meca... Y paso entre este mundo tan diferente al mundo en
que he vivido, con la sensación de estar en un ambiente de fantasía. En este
lado, un moro vende dátiles en confitura; más lejos unas galletas de apetitoso
aspecto; más allá, dulce de no sé qué fruta; más allá habas; acullá aceitunas,
y almendras, y pan del país hecho de un trigo especial que llaman dura.
Luego, son unos ambulantes vendedores de babuchas
y cueros, curtidos, de colores vivos, orfebrerías y tejidos de oro de Fez: chiarenas y jaiques hechos a mano. Y en
sus tenduchos, otros mercaderes aguardan indolentes a los compradores de sillas
de montar, de turbantes, de arneses, de puñales, de hierros y aceros distintos,
de vasos y jarras. ¿Y las mujeres? Yo no he visto sino tales envoltorios
blancos, pobres viejas, que como todas las mahometanas, tenían el pudor
oriental de la cara. A una jovencita alcancé, en un descuido, a verle el
rostro, por un lado; era hermosa, mas me pareció que estaba tatuada en la
mejilla. Mirad si un artista, en estas tierras, tiene en donde ver vida aparte,
seres aparte, y soñar su sueño, aparte...
Caminando llego hasta un grupo de gentes que
ven a un encantador de serpientes. Más lejos, unos aissaouas hacen sus sabidas terribles proezas. Al son de unos
roncos tambores golpeados por las manos de sus dos compañeros, el salvaje brujo
comienza a mover la cabeza primero, luego el busto, luego todo el cuerpo, sin
mover los pies, en una danza de cobra, de adelante atrás o de un lado para
otro. Los moros le miran en silencio. Uno de los tamboreros echa en un brasero cierto
polvo resinoso, que produce fuerte humareda, en Ja cual, sin dejar su rítmico
vaivén, mete la cabeza el aissaoua y
aspira con fuerza. Diríase que se hipnotiza y que se anestesia. A poco toma un
puñal agudo y se traspasa un brazo, una mano, una oreja, la lengua; ase a
puñados brasas que uno ve que queman, pues se siente un repugnante olor a carne
asada...; se echa de barriga sobre un sable afiladísimo y se le ve en la piel
una herida que brota sangre...; se mete una especie de cuña en la órbita de un ojo
y el globo sale fuera, horroroso...; ase varias víboras que dicen ser venenosas
y se deja picar en los labios, en el cuello, en la lengua... Los tamboreros
siguen su son, al que agregan un canto nasal y chillón. Para final, el brujo
feroz toma un poco de paja, la da a examinar a la asistencia como nuestros prestidigitadores,
la enrolla, la hace una pelota entre sus ásperas manos, sopla en ella y la paja
se enciende y arde sobre sus palmas hasta que se consume. Los concurrentes le
dan unos cuantos ochavos y la función concluye para recomenzar más tarde.
Al retirarme veo en otro extremo de la plaza,
que forma un declive, gran muchedumbre sentada en el suelo silenciosa. Frente
al grupo de albornoces, jaiques y turbantes de colores, se alza un árabe de
negra barba, todo vestido de blanco» tipo, en verdad, hermoso y aristocrático.
Habla, recita. Mi intérprete me explica: «Es el poeta que cuenta cuentos».
Viejos, muchachos, hombres, le escuchan como a quien trajese noticias de reinos
extraordinarios, de países de ilusión. Bello es el espectáculo al armonioso
brillar del sol de la tarde sobre los hombres, sobre las vestiduras, sobre las
cercanas casas cúbicas y blancas. El poeta, el narrador, dice con entonaciones
admirables, en su gutural y ronca lengua, sus historias, sus cuentos. Y hay
algo en su declamación del modo de recitar de los actores franceses. Cuando
concluye, todos desfilan ante él y le dejan su óbolo.
Y al partir y al despedirme de ese lugar y de este
país en donde jamás un tholva leerá un libro de Nietszche, vuelve a mi memoria
el libro maravilloso, el libro glorioso, a quien se debe tanta magia, tanto
color, tantas sanas alegrías y visiones interiores, el adorable Alf lailah oua lailah —Las mil noches y una noche— que empieza:
«Está referido —pero Alah es más sabio y más cuerdo y más bienhechor— que había
—en lo que transcurrió y se presentó en la antigüedad del tiempo y el pasado de
la edad y del momento— un rey entre los reyes de Sassan en las islas de la
India y de la China...»
Tierras
solares, Editorial Mundo Latino, Madrid, 1917, pp. 157-179.
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