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domingo, 11 de junio de 2017

Tánger



  Rubén Darío

 En el Gibel-Musa, vapor inglés, después de tres horas de mar, llego a tierra mahometana. Desde a bordo ha comenzado para mí lo pintoresco con el amontonamiento, sobre cubierta, de moros y judíos de distintos aspectos, blancos, morenos, de ropajes oscuros o de vestidos vistosos. Había ancianos de largas barbas blancas, semejantes a los Abrahames de las ilustraciones bíblicas, y mocetones robustos, hombres de faces serenas y meditativas, mercaderes con morrales y cajas. Había rimeros de paquetes, armas, bagajes. Había pipas humeantes de cazoleta diminuta. Cabezas con fez, con turbante, con capuchón. Había animales. Un árabe de negra mirada iba cuidando su caballo. Un viejo de dulce y venerable aspecto acariciaba un cordero. Las inglesas del pasaje y unas norteamericanas de gorrita impertinente y rosados colores sacaban instantáneas, no sin la protesta de algunos de los africanos, que veían en tal acto un atentado contra el precepto koránico. Atrás quedaban las costas andaluzas. (¿No es allá, oh soberbio y famoso mulato, donde el África empieza más bien que en los Pirineos?). El mar estaba apacible, a pesar de las cóleras que le han sacudido los días pasados, y el firmamento de un azul pacífico. Poca a poco la ciudad fue apareciendo a mi vista, y antes, a un lado, las alturas que se extienden hacia el interior, en donde hormiguean las Rabilas; y más allá, la casita blanca del nunca bien ponderado corresponsal del Times, Mr. Harris (¡perpetúe Alah su felicidad y sus días!), que en tantas andanzas se ha metido, y cuya cabeza ha sido deseada por tantos alfanjes de hijos del Profeta. Ese brillantísimo colega y Mr. Mac-Lean tuvieron que salir más que velozmente a causa de políticas aventuras, en las cuales estaba mezclado el sultán modernista, sportman Moulaiabd-ul-Aziz (¡que Alah le dé unos buenos lirones de orejas!), el cual no piensa más que en bicicletas y máquinas fotográficas, cosa que no había pensado el buen Loti cuando le vio niño en la corte de su padre.

 Por fin la ciudad se presenta, sobre el celeste fondo, la ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes. Confieso que es para mí de un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece con mis lecturas y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una ciudad profanada por la invasión europea, adonde la civilización ha llevado, con escasos bienes, muchos de sus daños habituales. Por de pronto, he ahí la muchedumbre de intérpretes del hotel, de dueños de botes de desembarco que pretenden desollarnos en todas las lenguas posibles. Y ya en el muelle, después de pasar la aduana, muchedumbre de guías, y de los que el señor Echegaray llamaría, por no hablar como Quevedo, galeotes. ¡La aduana! Yo no sé qué es lo que le dice en árabe a uno de los empleados de turbante y albornoz el intérprete que me conduce; pero, como en algunos países cristianos, no me han registrado el equipaje, y ha de costarme esa deferencia el consabido premio. Entro a la ciudad por una de las tres puertas juntas arábigas que hay en los muros blancos, entre una muchedumbre de albornoces, turbantes y babuchas, burritos cargados, cargadores que atropellan, mendigos que tienden la mano y dicen palabras guturales, amontonamientos de fardos, de cajas, de cargamentos de todas clases. Hacia la izquierda subo por una calle estrecha, y a poco estamos en el mercado, o Zoko Chico, punto en donde se encuentra el hotel en que he de habitar durante mi corta permanencia. A pesar de las tiendas europeas, a pesar de la indumentaria de los turistas y vecinos europeos, el aspecto de la ciudad es completamente oriental. Me siento por primera vez en la atmósfera de unas de mis más preferidas obras, las deliciosas narraciones que han regocijado y hecho soñar mi infancia, en español, y complacido y recreado más de una vez mis horas de hombre, en la incomparable y completa versión francesa del Dr. Mardrus: Las mil Noches y una Noche. Es que iras esta mezcla de árabes, de moros, de Rabilas, de europeos, que constituye la población accesible, existe el misterio y la poesía de la verdadera vida de Oriente, tal como en los tiempos más remotos. Pues, como muy bien se ha observado, el Marruecos contemporáneo es siempre el imperio moro del siglo duodécimo, con su organización feudal, su lujo y sus artes exquisitas. Y comprendo la inmensa distancia que hay entre esos espíritus de creyentes y fatalistas musulmanes y las almas de Europa y América; entre esas razas del animal humano llenas de ferocidades, de noblezas, de arrojos, de vicios y de virtudes naturales, y las razas nuestras que el progreso y la civilización han llenado de artificialidad, de sequedad y de desencanto. El desdén inmenso que estos hombres sienten por nosotros, tiene su base principal en el concepto distinto de la vida que hay en su cerebro. Ellos no guardan, como los que somos cristianos, ciertas ideas del pecado que hacen dura y despreciable la vida terrestre, y en su inmortalidad teológica, no esperan ni premios ni castigos que vayan más allá de nuestra comprensión.

 

 Salgo del hotel a dar mi primera vuelta por la ciudad, caballero en una mula mansa y vieja, en una silla morisca forrada de paño rojo. Me precede, en otra muía, el guía, un español que hace largos años reside aquí, y que conoce el idioma perfectamente. Me sigue, a pie, un morito vivaracho, de grandes ojos negros. Ambos llevan látigos; el guía para los moros del pueblo, que no se apartan del camino, y el morito para mi muía. Así pasamos por toda la larga y única calle que pueda merecer este nombre, hasta llegar al gran Zoko, o Zoko de Barra, el mercado principal. No nos detenemos, pues por esta vez quiero conocer los alrededores. No lejos están las casas en que habitan los cónsules, algunas con hermosos jardines y de arquitectura oriental. Más afuera, en los declives del terreno, o sobre graciosas colinas, hay otras construcciones en donde moran extranjeros. Después es la campaña. Hay profusión de áloes y tunas, lo que en España llaman higos chumbos, y datileros e higueras. Manchas de flores rojas y amarillas entre los repliegues del terreno, y gencianas y geranios. Todo lo ilumina una luz grata y cálida. No muy distante, advierto grupos de casas bajas, aldehuelas como sembradas en el seno de los valles, y de donde se eleva una columna de humo. Y sobre una altura, de pronto, la silueta de un jinete. Unos cuantos soldados entran montados en sus hermosos caballos y armados de las largas espingardas que se creerían tan solamente propias para las panoplias de adorno y las colecciones de los museos y armerías. Son de las tropas que vienen del interior, en donde una nueva insurrección se ha levantado de manera tal, que desde hace algunos días son escasas las caravanas que entran a Tánger, y, por lo tanto, sufre el comercio.
 La tarde cae y vuelvo al hotel.
 He bajado a la playa, allá lejos, en donde hay casetas de baño y pasan de cuando en cuando moros montados en sus burros, que vienen de no sé dónde, del campo vecino, de detrás de las alturas cercanas. Hay cerca un quiosco blanco y pintoresco, casas blancas de techos rojos, habitaciones en que ricos extranjeros se solazan enfrente de las aguas azules.
 Desde aquí se divisa una parte de la población; en algunos puntos jardines y arboledas; más lejos, murallones, las orientales construcciones cúbicas, construidas como en un vasto anfiteatro. Hay algunas de dos pisos, y tales rodeadas de otras bajas, con muchas puertas.
 Una que otra lancha se ve por ahí cerca en el mar quieto. Hay una grande paz. Por aquí deben habitar de esos ingleses y norteamericanos hábiles y curiosos que han sentado sus reales en esta tierra y han explotado y explotan el país comercialmente, o como dice un buen censor, que han hecho experiencias industriales e industriosas. Los chalets y moradas que hay cerca de mí, muestran todos los aspectos de nuestras mansiones de ricos occidentales.

 

 A poco rato de vagar, he aquí que sale de una de las casas una bella dama rubia, mientras en lo interior suena un piano. Pongo el oído atento a lo que tocan. Es algo del Otello de Verdi. No está fuera de lugar. Un caballero español me presenta a Mohamed-Ben-Ibrahim, moro de letras, que ha viajado por Francia, Italia y España, y que conoce perfectamente, para ser moro, la literatura española. Es un tipo elegante, quizá demasiado europeizado, que a su traje flotante y soberbio ha agregado una magnífica leontina hecha por un platero madrileño, y un reloj suizo, de cincelados oros, con campanilla de repetición, que se complace en hacerme oír cuando pascamos... Me habla del poeta Zorrilla y me recita versos del maestro. Me pregunta si Zorrilla sabía árabe y, como yo resueltamente y creyendo decir la verdad, le digo que sí, su contentamiento es grande. Mohamed no ha perdido mucho de su carácter nacional a pesar de sus viajes y de su confesado afecto por las mujeres cristianas, sobre todo por esas huríes singulares de París. Él continúa en la completa fe de sus mayores, y es un mahometano practicante que no olvida, a la hora señalada, su plegaria, con la mirada hacia el punto cardinal en donde la ciudad sagrada se encuentra. Pero no es suficientemente ortodoxo... Hemos entrado en un bar, o cosa por el estilo, que hay cerca de mi hotel, y allí Mohamed se ha mostrado demasiado aféelo a una bebida nacional británica, muy usada por los célebres rumies Harris y Mac Lean...: el whisky-and-soda. «Amigo Mohamed, le digo, tengo una vaga sospecha de que vuestro profeta no os ha dicho precisamente que el vino es bueno, y menos el whisky». Mohamed sonríe, pero no con irreverencia occidental, antes bien como quien va a decir una cosa de razón a quien la ignora. «Es cierto que él peca, porque le gustan mucho no solamente el whisky, sino los vinos de España, y sobre todo el champaña que aprendió a saborear en los bulevares parisienses, y cierto moscato espumante de que la admirable Italia le dio muestra exquisita, pero él es un creyente que conoce muy bien su religión, y las condiciones que hay que llenar para que los pecados sean perdonados y sea abierto el mahometano paraíso. El peca, y luego va a la Meca.


 No ha faltado, desde hace tiempo, una sola vez a la consagrada costumbre, obligatoria para todo buen musulmán, y así Alah le reconoce digno». Esto dicho, Mohamed bebe su licor escocés con fruición y vuelve a hablar de poesía. A este propósito me confía que se ha atrevido a hacer versos en español, y me recita algunos, no más malos que los de tales incircuncisos que yo me sé. Me cuenta que hay marroquíes y tunecinos que cultivan la literatura castellana, y me pondera a un su amigo de Túnez, llamado Abul Nazar, de quien me recita unos versos a la Giralda sevillana, que le habrían satisfecho a Zorrilla, por moros y por zorrillescos. Abul Nazar, como Mohamed-Ben-Ibrahim, siente en verdad que el alma del autor de Granada, era, siendo tan católica, enormemente sarracena. Los versos de Abul Nazar, son los siguientes:

Giralda, alminar gentil
En que la belleza mora,
Eres cautiva señora
En extranjero pensil.

Yo te llevara a un paraje
Que fuera harén opulento.
Donde regalase el viento
Tus alharacas de encaje.

Vieras con el ajimez,
Que ojos finge de tu cara,
Las lejanías del Sahara,
Los bosques de Mequinez.

Sobre cielos carmesíes
      Las huríes,
Aun más blancas que el marfil.
Se apostaran por mirarte
      E imitarte
En tu apostura gentil.

Desde tu altura sonara
      Dulce y clara
La canción del Muezín;
Te abanicaran palmeras
      Y tuvieras
De rosas blando cojín.

¡Quién abrochara tu talle
      De mi valle
Con el nardo embriagador!
y a tu pecho floreciente
      Diera ardiente
Cálido beso de amor.

 ¿Qué más morisco y qué más zorrillesco? Es son de guzla es ciertamente una oriental que se intercalaría sin detonar, entre las del autor de Tenorio o las del injustamente olvidado padre Arolas.
  

 Anoche he estado en el principal café moro. Por una puerta estrecha que da a una angosta callejuela, se entra al no muy espacioso recinto. Hay tapices para los del país, y mesitas para los visitantes extranjeros. Mi amigo español y yo nos sentamos en una de las últimas. Había cerca de nosotros varios franceses y señoras inglesas. Un mozo de rojo fez nos sirve en pequeñas tazas el café ya azucarado y sin colar, como es uso y como lo solemos tomar los aficionados en París en el restaurant judío-oriental de la rué Cadet. La atmósfera está cargada, pues no son pocos los fumadores. Unos fuman el tabaco solo, y otros mezclado con cáñamo indiano. De pronto inicia la orquesta —¡la orquesta!— un son de los suyos... La orquesta se compone de ocho o diez músicos que tocan los más inverosímiles violines y violones. Veo un solo violoncelo europeo tocado por un morenote barrigón que mueve toda el cuerpo cuando toca. Es un solo motivo repetido una, dos, innumerables veces, motivo triste, lánguido, hipnotizante; y como no andan muy acordes todos los que ejecutan, da la disonancia persistente, a veces, cierta angustia. ¿Qué impresión hay en mí? En verdad, vuelve a cada paso, por la escena iluminada por las lámparas de cobre, por el ambiente, por los tipos y sus indumentarias, la reminiscencia miliunanochesca; pero también pienso que no es la primera vez que escucho ese aire monótono y veo esas singulares figuras. A la idea de cuento árabe se junta entonces el no lejano recuerdo de la Exposición de 1900. Me regocija un tanto, por el lado poético, el que esto esté en su centro y lugar, aunque me amargue mi contentamiento el notar que todo se hace para satisfacer la curiosidad y recibir las pesetas del turista, del perro cristiano. Las cuerdas chillan rozadas por los arcos curvos, y de las cajas sonoras, hechas unas en forma de zuecos, salen las voces gimientes. A esto acompañan varios guitarrones a manera de laúdes, con labores de nácar incrustados, y a todo se unen las voces cantantes de los músicos mismos, entre los que hay jóvenes y viejos, abundando entre los últimos siempre los rostros bíblicos, las caras de viejos profetas aullantes.
 Hay que salir de ahí para librarse de la repetición dolorosa y llorosa del motivo oriental, que llega a causar malestar en los nervios.

 

 El canto o más bien recitado del muezzin, es de esas cosas que no se olvidan cuando se las oye. En lo profundo de la sombra nocturna, o a la hora del crepúsculo, o bajo la maravillosa f luna que brilla sobre zafiro celeste, su voz, en un ritmo repetido y único, confía al viento y promulga al mundo que Alah es grande. Esta campana humana que llama a la oración y que recuerda a las razas más creyentes del orbe la omnipotencia del Dios poderoso, es de lo más impresionante intelectualmente que se puede todavía encontrar sobre la faz de la tierra, de la tierra árida de destrucciones mentales, seca de vientos de filosofía, y que casi no halla en donde resguardar el resto de las creencias y de amables ilusiones divinas que han sido por tantos siglos el sostén y la gracia del espíritu de los pueblos.
   Flaubert afirmaba, que si se golpeaba sobre las cabezas bellas y graves y pensativas de estos africanos, no saldría más que lo que hay en un cruchon sans biére ou d´un sepulcre vide. Yo he oído salir de estos cerebros —quizá de los menos europerizados que en mis pocos momentos africanos he conocido—pensamientos serios y ocurrencias interesantes. No porque ellos tengan un punto de vista diferente del nuestro en la vida, en el progreso y en la esperada inmortalidad, dejan de mostrar una sensatez y largas vistas que muchos cristianos desearían. Son excepciones, es cierto; pero no hay que olvidar que esta raza tuvo en jaque a Europa y encendió lámparas al mundo cuando había enseñanza en Córdoba, y gloria en Granada y en Bagdad.
  El zapatero que tiene su taller en un miserable tenducho, os dice razones discretas y, sobre todo, os trata con toda la urbanidad apetecible, desde luego que entráis bajo su techo. Esos remendones de babuchas son curiosísimos, y, según mi intérprete, hacen entre la morería, como los barberos de nuestras civilizaciones cristianas: charlar de los sucesos que pasan y entretener o impacientar al cliente con sus conversaciones. En este caso, pues, el silencioso vivir de la raza, tiene su contraparte...



 Día de mercado. El gran zocco es un vasto cafarnaum, un hervidero de colores y de figuras bizarras, una colección rara, para el extraño, de escenas pintorescas.
  He aquí las caravanas en reposo, después de haber cruzado el desierto para traer las mercaderías de lejanas comarcas. Los camellos, que hasta hoy había visto tan sólo en jardines zoológicos, en la bohemia de los circos errantes, los camellos, feos y misteriosos, cantados tan bellamente en los versos de Valencia, están aquí en su ambiente y bajo su cielo, unos echados, otros de pie, tristes, esfíngicos, jeroglíficos...; y junto a ellos, sudaneses de carbón, beduinos de gestos fieros, entre bultos y amontonamientos de cosas heteróclitas. Más allá, muías, caballos desensillados o con las consabidas monturas rojas. Y un mundo de gentes diversas, un andante museo de biología comparada, y una variedad de vestimentas y de tintes que sorprenden e interesan. Aquí está un moro berberisco, con su capucha calada que le cae atrás en pico: su 'traje que se asemeja a una clámide con mangas que le llegan a medio brazo, y el aire poco reservado, en su cara que llamara campechana si no relampagueasen de repente instintos terribles en sus pupilas. Lleva las piernas desnudas, la barba afeitada, los pies descalzos. Luego un kabila ceñudo, rapado el cabello por delante hasta formarle una calva sobre el apretado y corto pelo negro; los ojos crueles, la boca voluntariosa bajo un bigote escasísimo. Luego un árabe rubio casi, de mirada soñadora y barba fina, y un árabe moreno, de cara afilada, mentón puntiagudo que prolonga la barba negra, cráneo alargado, gesto autoritario y siempre duro. Luego negros colosales; ¿senegalenses? ¿abisinios? ¿sudaneses?
 Perdonad mi escasez de antropología en tan curiosas sensaciones africanas; mas lo único que os diré, es que como esos gigantescos negros eran, o deben haber sido, los que cuidaban los melosos y los Ieones de la reina de Saba. Los vestidos hacen sus juegos de color en la plaza hormigueante. Ya es el jaique blanco, ya el jaique rosado, ya el jaique verdoso, ya el jaique obscuro o leonado; ya el amplio albornoz majestuoso ya los mil turbantes de varias formas. Veo turbantes rojos en el centro, y alrededor blanquísimos, en un pesado retorcimiento de telas, turbantes blancos de centro negro, turbantes todos negros y turbantes todos blancos; y unos que parecen hechos con camisas viejas y otros que parecen gordas trenzas de fulares de lujo. Una tela es áspera y pobre; otra os da idea del gran señor que la lleva, por los tejidos de oro que brillan en la ondulante seda o preciosa lana. Hay albornoces que indican una categoría. Hay babuchas ricas y babuchas miserables.
  A tal comerciante le veo una leontina semejante a la de mi amigo Mohamed Ben-lbrahim, y un rostro que parece haber pasado por el pecaminoso ambiente de París. Si irá también con frecuencia en peregrinación a la Meca... Y paso entre este mundo tan diferente al mundo en que he vivido, con la sensación de estar en un ambiente de fantasía. En este lado, un moro vende dátiles en confitura; más lejos unas galletas de apetitoso aspecto; más allá, dulce de no sé qué fruta; más allá habas; acullá aceitunas, y almendras, y pan del país hecho de un trigo especial que llaman dura.
 Luego, son unos ambulantes vendedores de babuchas y cueros, curtidos, de colores vivos, orfebrerías y tejidos de oro de Fez: chiarenas y jaiques hechos a mano. Y en sus tenduchos, otros mercaderes aguardan indolentes a los compradores de sillas de montar, de turbantes, de arneses, de puñales, de hierros y aceros distintos, de vasos y jarras. ¿Y las mujeres? Yo no he visto sino tales envoltorios blancos, pobres viejas, que como todas las mahometanas, tenían el pudor oriental de la cara. A una jovencita alcancé, en un descuido, a verle el rostro, por un lado; era hermosa, mas me pareció que estaba tatuada en la mejilla. Mirad si un artista, en estas tierras, tiene en donde ver vida aparte, seres aparte, y soñar su sueño, aparte...
 

 Caminando llego hasta un grupo de gentes que ven a un encantador de serpientes. Más lejos, unos aissaouas hacen sus sabidas terribles proezas. Al son de unos roncos tambores golpeados por las manos de sus dos compañeros, el salvaje brujo comienza a mover la cabeza primero, luego el busto, luego todo el cuerpo, sin mover los pies, en una danza de cobra, de adelante atrás o de un lado para otro. Los moros le miran en silencio. Uno de los tamboreros echa en un brasero cierto polvo resinoso, que produce fuerte humareda, en Ja cual, sin dejar su rítmico vaivén, mete la cabeza el aissaoua y aspira con fuerza. Diríase que se hipnotiza y que se anestesia. A poco toma un puñal agudo y se traspasa un brazo, una mano, una oreja, la lengua; ase a puñados brasas que uno ve que queman, pues se siente un repugnante olor a carne asada...; se echa de barriga sobre un sable afiladísimo y se le ve en la piel una herida que brota sangre...; se mete una especie de cuña en la órbita de un ojo y el globo sale fuera, horroroso...; ase varias víboras que dicen ser venenosas y se deja picar en los labios, en el cuello, en la lengua... Los tamboreros siguen su son, al que agregan un canto nasal y chillón. Para final, el brujo feroz toma un poco de paja, la da a examinar a la asistencia como nuestros prestidigitadores, la enrolla, la hace una pelota entre sus ásperas manos, sopla en ella y la paja se enciende y arde sobre sus palmas hasta que se consume. Los concurrentes le dan unos cuantos ochavos y la función concluye para recomenzar más tarde.
  Al retirarme veo en otro extremo de la plaza, que forma un declive, gran muchedumbre sentada en el suelo silenciosa. Frente al grupo de albornoces, jaiques y turbantes de colores, se alza un árabe de negra barba, todo vestido de blanco» tipo, en verdad, hermoso y aristocrático. Habla, recita. Mi intérprete me explica: «Es el poeta que cuenta cuentos». Viejos, muchachos, hombres, le escuchan como a quien trajese noticias de reinos extraordinarios, de países de ilusión. Bello es el espectáculo al armonioso brillar del sol de la tarde sobre los hombres, sobre las vestiduras, sobre las cercanas casas cúbicas y blancas. El poeta, el narrador, dice con entonaciones admirables, en su gutural y ronca lengua, sus historias, sus cuentos. Y hay algo en su declamación del modo de recitar de los actores franceses. Cuando concluye, todos desfilan ante él y le dejan su óbolo.
 Y al partir y al despedirme de ese lugar y de este país en donde jamás un tholva leerá un libro de Nietszche, vuelve a mi memoria el libro maravilloso, el libro glorioso, a quien se debe tanta magia, tanto color, tantas sanas alegrías y visiones interiores, el adorable Alf lailah oua lailahLas mil noches y una noche— que empieza: «Está referido —pero Alah es más sabio y más cuerdo y más bienhechor— que había —en lo que transcurrió y se presentó en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento— un rey entre los reyes de Sassan en las islas de la India y de la China...»


 Tierras solares, Editorial Mundo Latino, Madrid, 1917, pp. 157-179. 

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