Héctor de Saavedra
Cuando yo estuve en Marruecos trabé amistad con
un moro, que tenía una tienda en Tánger, donde vivíamos, y en la que ejercía el comercio de babuchas. Frecuentemente
lo visitaba y solía decirme con gran
solemnidad:
—“Siéntate a la puerta de tu tienda y espera a
que pase el cadáver de tu enemigo”.
El estimable beduino estaba siempre sentado en
el umbral de su chiribitil, no sé si por
indolencia árabe o porque esperaba que la mano de la Providencia, que siempre castiga,
le trajera la venganza apetecida, que estimaba justa y legítima, de algún
agravio que hubiera recibido.
Ya conocía yo a los árabes, y sobre todo a sus
descendientes españoles que vinieron a Cuba, como hombres pacientes y
resignados, llenos de la mejor buena fe, y confiados como ningunos en que el
Destino sea el que se encargue de ordenarlo todo. Me acostumbré a creer que no
hay acción mala que no tenga su castigo y vi luego, en distintas ocasiones, que
con sólo la paciencia de aguardar se
veía, al fin, cómo cada cual llevaba su merecido.
Muchas veces se me ocurrió exponer estas ideas
y decir, como el moro, que “se sentara a la puerta de su tienda”, a un amolador
de tijeras y cuchillas, —que es francés y gran amigo mío, aunque discrepamos
algo en cuestiones de filo—, que se lamentaba de los horrores que durante la
guerra estaban haciendo los distinguidos “boches”, en su querida tierra de
París, aunque él era, muy a gusto, natural de Perpignan.
—No
tenga usted duda —le decía yo— que Dios castiga sin palo ni piedra. Y luego de
consolarle, en español, con este refrán castellano, agregaba:
—Ya llegará el día en que, ellos también,
tengan sus disgustillos. No se apure ni se desespere.
Porque lo que más indignaba al buen
meridional, era que mientras en la tierra de Francia caían bombas y se hundían
catedrales, y desaparecían pueblos que habían costado muchos años y muchos trabajos
para fabricarlos, y a más se mataba a mansalva a la pobre gente pacífica, los alemanes,
austríacos y húngaros bebían sendos vasos de cerveza, comían con fruición sus
“frankfurters” acompañados de col salcochada y mal oliente y fumaban con
delicia sus gruesas pipas, gozando de la mayor tranquilidad y disfrutando de la
vida, que, aunque prusiana, tiene sus encantos, sobre todo si es plácida y
segura, mientras que los adversarios agonizaban entre sustos y sobresaltos, sin
saber en qué momento iban a saltar en pedazos.
Era, en
verdad, una situación muy dura la de las pobres gentes, que, en la mayor
angustia, vivían anhelantes por sus padres o sus hijos a quienes no podían
ofrecer seguridad alguna, y por ellos mismos que no estaban conformes ni
preparados para morir, así de improviso, por una bomba que les viniera del cielo,
que es el único punto a donde se vuelven los ojos para pedir consuelo a las
aflicciones.
Lo justo y lo equitativo hubiera sido que se
hiciera como en los tiempos en que la civilización no estaba tan refinada como
ahora; entonces se salían al campo los beligerantes, fueran hombres solos, o
ejércitos completos, y ventilaban la cuestión peleando duro, y luego el
vencedor aprovechaba su triunfo para cogerse lo que había sido de su adversario.
Con este mismo final hubieran procedido ahora, pero siquiera los de la otra época
bárbara no se entretenían, como preliminar al despojo, en cañonear y destrozar
al pacífico que para nada se había metido en la refriega.
Pues,
volviendo a mi francés de Perpignan, tuve el gusto de que llegara el momento
aquel en que tanto confiaba el árabe, y poder decirle, si no con gran
satisfacción y regocijo, por lo menos con el contento del que ha sido buen
profeta, que aquellos felices burgueses de Berlín y de Viena y hasta de
Budapest, ya no estaban de tertulia en los cafés celebrando entre risotadas y
chistes las hazañas de Hindenburg, ni comentando con placidez los destrozos que
ocasionaran en Londres o París el “raid” de los “zeppelines”, o los salivazos
de la gruesa “Berta”.
Así es
la vida. Cuando más inmunes se creían aquellos cuyas ciudades nunca pudo
ofender el enemigo, porque habían muchos soldados del Káiser para mantenerlas intangibles,
he aquí que comienzan las angustias, los sobresaltos y las calamidades porque
pasaron los otros.
Aquella famosa repartición del mundo hecha en
la cancillería y en las mesas de los cafés, en que se repartían los barcos y
las tierras y se reducían los hombres a una esclavitud eterna para pagar una
deuda interminable, todos aquellos sueños en los que entrarían también los
tabacos de Cuba, no sólo se desvanecieron sino que se convirtieron en contraria
realidad. La vida tranquila fue entonces turbulenta; la integridad de las
mansiones interrumpida por la metralla que destrozaba los bellos edificios; las
calles limpias y seguras, protegidas por el orden y la urbanidad, fueron teatro
de atropellos, y en ellas se recogieron, por centenares, los cadáveres de mujeres
y niños. Todo cambió radicalmente. Se conoció en aquellas ciudades soberbias y preponderantes
lo que era la guerra y se supo; por experiencia, lo que habían sufrido los
otros. Vinieron el hambre y las tristezas; tanto más dolorosas cuanto que el
mal lo producían los propios hermanos, que aún no saben cómo habrán de
avenirse...
¡Ah! ¡Cuánta razón tenía el moro de las
babuchas al repetir aquella filosófica sentencia de su país! No hay como tener
paciencia y sentarse, aunque sea en un banco “frío y duro” como los de nuestros
paseos, con la seguridad que un poco más tarde o más temprano habrá de pasar
“el cadáver del enemigo”, porque el que lo ofendió a usted, sin razón alguna, o
se portó indignamente con su semejante o su país, habrá de pagarla, porque son
cuentas, esas, que cobra Dios infaliblemente, cuando más feliz se considera el deudor.
Título original: "Doblar la hoja", Social,
abril de 1919.
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