Alfredo Serrano
Se ha escrito poco, muy poco, sobre Fernando
Poo. Y aun se ha publicado menos. Sólo muy de tarde en tarde, algún artículo
breve y poco ilustrado ha constituido uno de los aspectos gráficos de nuestra
gran Prensa ilustrada.
Mientras las tradiciones del Ganges misterioso
y místico, las rinconadas poéticas del Nilo, los encantos líricos de Xauen, la
bella, o las regiones exóticas del inmenso Congo belga, han hecho su desfile
por las páginas gráficas de nuestras primeras revistas, las bellezas, la Historia,
las costumbres y, en suma, los valores étnicos y comerciales de los territorios
españoles del Golfo de Guinea han brillado por su ausencia. ¿Por qué? Porque el
espíritu de colonización moderna no ha cuajado en España. Y España se olvidó ya
de que de su potente imperio colonial le quedan aún unos restos, allá en el
Continente negro, muy chiquitos sin duda, pequeñísimos, pero de una extraordinaria
riqueza. Restos a cuyo cuido le obligan, no un mal entendido imperialismo trasnochado,
sino la necesidad humana de una protección a las razas degeneradas que los
pueblan y las exigencias actuales de la economía del Estado.
Nueva política colonial, estudios razonados,
proyectos, siempre proyectos, y alguna mejora indiscutible, han sido el
producto de estos últimos tiempos. Pero la Guinea, Fernando Poo, necesitan más,
mucho más. Femando Poo es una isla de ensueño. El trópico, que suele hacer de
sus tierras paraísos, y de sus mares, inmensos lagos de aguas rizadas, sobre
las que el sol borda el encaje de sus reflejos, le ha prestado el hechizo de
todos los encantos. Sus costas y sus playas tienen una quietud dulce y
bienhechora. Sus selvas y sus montañas elevadísimas —el Pico de Santa Isabel
alcanza a los 2.800 metros de altitud— son un puro manto de verdura bellamente salvaje.
En sus bosques interminables, junto a las
márgenes de los ríos o en las playas, el viejo imperio bubi ha desparramado los
típicos poblados indígenas de toscas construcciones de bambú, de hoja de ñipa,
de corteza de árbol y de fibra de melongo. Son pueblos primitivos, en los que todavía
privan costumbres y ritos ancestrales, donde el «tan, tan» de los tambores
rústicos y de las tumbas —otro instrumento de ruido, porque escribir «de
música» resultaría un sarcasmo— atruena el espacio y convida al balele, la
fiesta característica de los bubis, los pamúes y otras tribus del país de
enfrente, de la Guinea.
Aún hay hechiceros en los poblados, aún hay
pintorescos jefes de tribu y aún subsiste un descendiente del gran rey de la
isla, a quien todos los años, en una fecha determinada, van en peregrinación
sugestiva a rendirle pleitesía infinidad de personalidades indígenas.
La poesía de la selva isleña se extiende a
todas las zonas de Fernando Poo, bajo el imperio de esa colosal montaña que se
eleva al infinito en el Norte y domina a toda la tierra fernandma. Y ella, la
poesía de las masas verdes, de los bambúes, de los árboles de mil especies, de
las palmeras cimbreantes, se infiltra en los poblados, en las fincas agrícolas
de los blancos, en las ciudades... En todo. Es la belleza desbordante del trópico que
invade todos los confines de «La perla del Golfo de Biafra».
Para el
periodista, para el escritor, Fernando Poo guarda emociones insospechadas. El
reportaje, la crónica, el artículo colonista, el ensayo y el libro, tienen en
esta isla espléndida una cantera inagotable de inspiración, de materia prima.
Pero ni el periodista ni el escritor suelen ir a Fernando Poo. Y esas emociones
quedan sólo en el alma del viajero, que a su retomo a España las transmitirá a
sus amistades; y si es un técnico, a un reducido público, en una de esas escasísimas
conferencias que acerca de aquel lejano país suelen darse en Madrid en época
normal.
Santa Isabel mismo, sin ir más lejos, tan
pulcra, tan bonita, tan blanca —ciudad africana que brinda el cocktail del
exotismo negro y el confort europeo—, es ya un crisol de emotivos sentimientos
estéticos, que el periodista puede recoger. La vida cotidiana de la factoría,
esa tienda tan de África, en la que se vende desde una jofaina y una máquina de
coser hasta un gramófono, una pieza de tela blanca, una bicicleta, un jamón,
unos calcetines, un saco de harina o un queso de Holanda, es ya un venero de
facetas y matices en que puede bien observarse a la raza bubi. El puerto, con
su muelle diminuto y sus dos aparatosas grúas eléctricas, que no funcionan, es
otro lugar interesante de la ciudad. Allí se centraliza todo el vigor de la
urbe y de la isla en los días de embarque.
El cacao, el café y los plátanos, aparte de
otros productos más secundarios, pregonan en ese muelle la riqueza agrícola del
país. Y así, el mercado indígena, con sus ruidosas transacciones mañaneras y
sus estrambóticas mercancías; la Administración de Correos, con sus curiosos incidentes
de las cartas escritas por los negros; la plaza de España, lugar casi de
recreo, jardín provinciano donde se alza el Gobierno General...
Los bares, los hoteles, las calles mismas,
rectas, asfaltadas, con buen alumbrado eléctrico; hasta el cine sonoro, porque
ya hay cine sonoro en Fernando Poo, y el casino, modernísimo centro de reunión,
con piscina, sala de fiestas y juegos en miniatura, tienen un aspecto
interesante en esa Santa Isabel, que como un nido de palomas se
acurruca a los pies de la gran montaña femandina, entre sus laderas,
lujuriantes de verdes, y la bahía que bañan las aguas brillantes y llenas de
tiburones del soberbio Atlántico.
Pero la vida más interesante está tierra
adentro. Es decir, selva adentro. En las fincas dé cacao, en las plantaciones, allí
donde día a día se traza el progreso material de la isla por virtud del
esfuerzo del hombre blanco, del colono español.
Cuando la planta del cacao está en flor, las
fincas adquieren la belleza poética de un madrigal hecho carne, materia bella
del suelo exuberante de la isla. Bajo sus combas floridas, a su vez bajo la
comba inmensa y majestuosa del sol, la vida parece ennoblecerse. Lejos de
inquietudes, de conflictos sociales, de luchas políticas, de todo lo que en
Europa precipita el vivir humano, aquella tierra del cacao brinda un encanto
delicado que embarga los sentidos.
Mundo gráfico, 30 diciembre de 1936.
Interesante texto.
ResponderEliminarLo incluimos en nuestro paseo por la calle 19 de Septiembre de la vieja Santa Isabel, como contextualización de una época.
http://calle19septiembre.blogspot.com/2018/09/calle-19-de-septiembre.html