Juan Clemente Zenea
Ha pasado ya la hora del medio
día y todas las hojas están en reposo: en primer término se ve una
quiebra-hacha secular inclinada hacia la izquierda; debajo corre un agua mansa
y transparente que parece que viene dando vueltas por un terreno desigual: unos
pinos elevados crecen a trechos sin orden de distancia y dos o tres palmas
nacientes levantan sus gallardas pencas entre otros árboles que reciben de
lleno la diáfana iluminación del sol. Detrás hay un bosque que debe ser muy
extenso y que continúa desvaneciéndose en una oscuridad gradual hasta perderse
de vista: la sombra allí es una tentación para la pereza; proyecta a intervalos
sus fajas prolongadas y se conoce que en el fondo es tan profunda, que ha de
ser indispensablemente una guarida de ciervos. Efectivamente, por allí vienen
dos de estos tímidos amigos de la soledad, y además ya hay uno que ha avanzado
un poco y está bebiendo como si empezara a satisfacer una larga sed. Dos palmas
jóvenes con sus racimos de color de rubí, ostentan a la derecha su pomposa
hermosura y a lo lejos, a través de sus penachos erguidos, se descubren algunos
pedazos de cielo que están bañados con esas tintas de azul y nácar que anuncian
la proximidad de una tarde del trópico. Enredadas en los troncos y pendientes
de las ramas cuelgan las plantas parásitas sus torcidos hilos, y algunas los
dejan caer sobre la superficie del agua dormida o reproducirse en este claro
espejo, en donde sobrenadan las anchas hojas del nenúfar y en cuyas orillas se
agrupan los juncos y las yerbas de los campos.
Este asilo silencioso convida a
la tristeza e inclina el ánimo a las seducciones irresistibles del pensamiento:
no recuerda nada de los goces inocentes de las églogas, sino mucho de las
dulces aflicciones de la elegía: no está tan propio para dar descanso a los
rústicos pastores como para recibir la visita de un amante p de un hombre
meditador. Dentro de poco va a llegar la noche y entonces, ¡qué agradable será
sentarse allí en una de aquellas márgenes y esperar que la estrella melancólica
envié su rayo más puro, y se entretenga en jugar con las ondas entrando y
saliendo por entre las hojas que pondrá en suave movimiento el terralillo
crepuscular! Todo tiende en este bosque a tranquilizar a los atormentados y
llenar de contento inefable a los felices: esa es la morada de las ninfas
lascivas que veía el poeta vagando entre las flores de las aguas, y el lugar en
donde los silvanos burlones, ocultos en la corteza de los árboles, se
columpiaban en las ramas a los soplos del viento y silbaban en el eco la
canción del pasajero.
No digáis que invento una cosa
que no puede encontrarse en ninguna parte, o que solo trato de mejorar con las
reminiscencias de las ilusiones de otros tiempos, aquel cuadro, que no sé si
tenéis presente, y del cual os hablé después de diez años cuando la amiga de mis
primeras esperanzas y yo
estábamos en un bosque
sentados sobre una piedra,
mirando a orillas de un rio
cómo temblaban las yerbas;
no; lo que os he dicho no es una
mentira, ni una memoria perfeccionada de la escena que grabó en mi alma un
accidente de la fortuna: este bosque y estas aguas, esas parásitas y esos
ciervos, ese nácar del cielo, todo eso podéis verlo, porque es una realidad que
existe en un rincón de nuestros campos y porque el otro día un distinguido
extranjero, un paisajista notable, Henry Cleenewerck pasó por allí, concibió
una inspiración completa, trasladó todo aquello a un lienzo pequeño y este
trabajo bellísimo se encuentra en poder de Enrique Piñeyro, mi amigo querido.
El artista ha copiado fielmente
lo que ha visto y después ha añadido al todo tal carácter de solemnidad y
misterio, que casi no comprende uno como es que se ha dado permiso a unas manos
mortales para llevar a cabo estos prodigios. ¡Tomar unos cuantos colores, unos
pinceles y un tejido grosero y hacer esas cosas! Hacer árboles que son árboles,
sombra que es sombra y agua que es agua! Dar transparencia a la atmósfera,
robar a las nubes su azul tornasolado, en fin, reproducir la naturaleza tal
como es, eso en verdad es una concesión envidiable que solo recae sobre los escogidos
de este mundo, y es lo que se piensa cuando se tiene a la vista este bosque
casi admirable, que ha pintado un hombre a quien además de una inteligencia
para saber, ha dado Dios un corazón para sentir.
Ofrenda
al bazar de la Real Casa de Beneficencia, La Habana, Imprenta del Tiempo,
1864, pp. 135-139. Imágenes: paisajes cubanos de Henry Cleenewerck.
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