Juan Clemente Zenea
El otro día encontré
en la calle a uno de esos jóvenes que uno suele tratar de tiempo en tiempo
cuando lo permite la casualidad, y con quien se tiene placer en cambiar algunas
palabras. Era una de esas figuras hermosas que recuerdan el tipo sajón en su
más completa virilidad: alto, robusto, fuerte, gallardo, blanco como el mármol,
sonrosado como un caracol y además era modesto, bueno, bien educado, rico y
feliz. ¿Qué os parece ese hombre?, dije al separarme de él a otro con quien me
reuní más adelante. He ahí un ejemplo consolador de que la fortuna conserva sus
escogidos en este mundo: ese es uno de los pocos que tienen en su mano la copa
llena de todas las abundancias de la vida.
Y me fui:
transcurrieron escasamente dos semanas, y hoy por la mañana me llamó la
atención un carro fúnebre que pasaba por una de las calzadas de la capital. ¿A
quién conducían en aquel carro? Al vigoroso, al atleta, al joven, al hermoso,
al rico, al feliz. ¡Oh instabilidad de las cosas de la tierra! ¡Oh miseria de
los destinos humanos! Limitado es el término de los años del hombre, exclamé
repitiendo una de las quejas de Job; contados están ¡oh Dios! sus meses en
vuestra presencia, señalados tenéis los términos de su vida y de ellos no podrá
pasar…
Después me dejé
arrastrar por el curso común de mis ideas y reflexioné sobre aquel suceso y sus
relaciones. Un mortal que desparece es un rayo de luz que se apaga, una gota de
agua que se evapora, una cosa que se va porque no hace falta en el gran
mecanismo de la totalidad de los mundos. Pero ¿qué? y ¿no queda un vacío en el
lugar que ocupaba? ¿No podrá extrañarse porque sea necesaria una ausencia tan
inesperada? Ay! eso se examina y se comprende en las casas y a las familias
toca saberlo. Yo puedo decir de mí que cuando veo estas cosas tiemblo, y que no
se puede ser madre, ni padre, ni hermano, ni amigo, ni hombre sensible, sin
tener suspendida sobre el alma una espada; porque la experiencia me enseña que
no hay nada durable en el polvo terrestre, porque ahí tenéis que todo vigor es
una debilidad, toda grandeza es una miseria, toda dicha es una mentira, todo
ser que se mueve y que piensa es un condenado que marcha a su fin, y todos
nosotros y los que vendrán después de nosotros seguimos la misma suerte, y a
todos nos espera lo desconocido, y todos seremos enclavados en una cruz.
¿Me preguntáis acaso
cuál es el motivo que me ha hecho sufrir este estremecimiento espontáneo? No lo
sé. O más bien dicho, sí, lo sé; lo conozco, lo siento: toda hoja que cae y
toda juventud que se postra, todo lo que declina, todo lo que perece me grita
al oído: "Renunciad toda esperanza los que aquí entráis" —y después ¿qué
queréis que pase en estas horas aciagas por la mente de un mortal sino una
sombra, cuando vienen a repetir en ella mil veces todos los ecos de la memoria
el horriblemente doloroso monólogo de Hamlet? ¡Qué! esa belleza, y esa potencia
intelectual, y ese corazón y todo eso que se va a poner para siempre debajo de
la tierra, podía ser encerrado en un ataúd y conducirse en un carro y pasar por
delante de mí, y no inspirarme una meditación ni dejarme una pena?
Nacido en el regalo,
creció en el contento y no vio de cerca más que un lado de las cosas: tuvo un
deseo y lo satisfizo; no tropezó en el camino con obstáculos; nada tenía que
pedir y tenía mucho que dar: estaba corriendo el instante bueno y un porvenir
apacible se transparentaba para el tras un velo color de rosa, pero ¡ay! el sol
adelanta un paso más y se marca en el cuadrante otra hora. Antes sobraba mucho
y ahora falta todo: ya no hay abrigo para hacer cesar el frio, ya no hay fresco
en la atmósfera para moderar el calor; no hay aguas para templar la sed, no hay
lechos cómodos en que extender el cuerpo, ni almohadas suaves para reclinar la
cabeza atormentada; hay un aire de que todos toman parte y él no puede
respirar, todos ven la luz, y él está en la oscuridad, todos oyen y él
ensordece; helo ahí enfermo, yerto, pálido, cadáver. ¡Oh contraste doloroso! ¡Oh
desenlace común de los dramas que se representan aquí abajo! El que atraía por
su belleza empieza a causar horror, el que hace poco agradaba por su aseo,
repugnará en breve por su corrupción, el que estaba tan acompañado se ha
quedado solo, enteramente solo, solo para siempre!
¿Qué decíais vosotros
sobre la felicidad, y la riqueza y todos los accidentes favorables de la existencia?
¿Qué era lo que hablabais como envidiando la posición ajena? La muerte ha
entrado en ese palacio, y la multitud generosa que transita por allí alza la
vista y tiene lástima de sus moradores: el último hombre del pueblo que sabe
que al entrar en su modesta casa ha de encontrar al fruto de su amor, no
trocaría por nada ese gran placer por ese gran dolor que debe haber sufrido el
que se acostó llorando en una noche sin sueño, y se levantó sin reposo echando
de menos á su primogénito. Preguntad a ese mortal qué es lo que desea;
preguntadle si está conforme con su suerte y os repetirá las tristes palabras
del desterrado de Jersey: —"Yo hubiera querido ir feliz por un estrecho
camino y no ser más que un hombre que pasaba llevando a su hijo de la mano."
Y si tal es la queja del varón fuerte, cuál será el ruego de la mujer débil. ¡Ay
de las madres! bienaventurados los vientres que no concibieron, bienaventurados
los que no sembraron para dar alimento a los gusanos del sepulcro.
He aquí una historia
de todos los días. Se sabe con anticipación que todo esto va a suceder, que
sucederá inevitablemente y ¡cómo se olvida uno de un porvenir que está tan
próximo!—Tenéis una salud magnífica, decía yo hace unos quince días a ese mismo
que ahora poco llevaban en ese ataúd; si este bien, este tesoro, este
inestimable beneficio que poseéis se pudiera vender en el mercado de la
sociedad en que se comercia con todo, yo me daría por muy bien servido de poder
entrar con vos en un cambio. Y él se sonreía satisfecho de la armonía de los
elementos de su fuerza y de la aparente prolongación de su enérgica vitalidad;
se sonreía, y ya iba herido, ya estaba sentenciado, ya tenía puesto el pie en
el primer escalón de la eternidad. Si en lugar de jugar así con lo desconocido,
si en lugar de poner mi confianza en lo que no presenta seguridad alguna, le
hubiera yo dicho: todo eso no vale nada: tú me estás hablando por la última
vez; tú estarás de aquí a quince días debajo de la tierra; despídete de lo que
te rodea, dile adiós a la juventud, a los estudios, a la alegría, al baile, a
la música, al amor ¿qué hubiera respondido este desgraciado? Habría desdeñado
mis palabras imaginando que yo jugaba con la mentira, y sin embargo esa hubiera
sido la más positiva de las verdades que él hubiera oído en este mundo.
Eso de dormir en la
tumba es terrible. ¡Qué silencio! ¡qué oscuridad! ¡qué frio! Estar allí
acostado inmóvil, entre una caja, bien cubierto, sin acción, sin ideas, sin
pasiones, y haber sido dos o tres días antes un ser que andaba por todas
partes, que tenía una casa, una familia, amigos; que hablaba, que reía, que
abarcaba tantas cosas bajo el ángulo visual, que soñaba, que sentía, que era,
en fin, uno como nosotros y estar así. ¡Ah! y cuando luego se piensa en lo que
es un cadáver! ¡Qué asqueroso cambio! ¡Qué repugnante hinchazón de la carne! ¡Qué
marcas azules y verdes y negruzcas sobre la pálida piel! ¡Qué portentosa
multitud de gusanos entrando y saliendo en el cuerpo! Pasar así de repente los tejidos a nuevas
combinaciones químicas y ser en último resultado un poco de agua, de ácido carbónico
y qué sé yo que otra cosa. Y desaparecer y andando los tiempos perderse para
siempre en la memoria de los que nos sobreviven. ¡Oh vanidades inútiles! ¡Oh
trabajos sin recompensa! ¡Oh miserias de la vida!
Los que te acompañaron
al Cementerio, volvieron, hicieron unas cuantas ceremonias, pronunciaron unas
cuantas palabras de uso constante, y se separaron. Enciende la naturaleza sus
lámparas del cielo y los hombres iluminan sus moradas y sus ciudades; se
conversa, se baila, se canta, se ama, y pronto los intereses mundanos echan a
un lado tu recuerdo. Unos cuantos arrojaron fuera de la vida unos despojos que
iban a servir de estorbo y nada más; han transcurrido algunos instantes, y ya
es tiempo de restablecer las cosas a su nivel: cada cual va a su lecho y
reposa; y tú, infeliz! que ayer dormiste besado y acariciado en tus aposentos
llenos de luz, ahora estás envuelto en la más densa de las sombras, entregado a
los misteriosos habitadores de lo desconocido y empiezas a pasar tu primera noche
debajo de la tierra!
*Con motivo de la
sentida muerte del excelente joven cubano, Domingo Aldama y Fonts, a quien la
naturaleza había prodigado a manos llenas muchos de sus valiosos dones.—Nota de
su maestro L. F. M.
Luis F. Mantilla: Libro de lectura no. 2, N.York, 1866,
pp. 169-72.
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