Juan Clemente Zenea
Apurando la invención,
Hallé la pluma en el suelo,
Hice tinta de un carbón
Y papel de este pañuelo.
Y le escribo, no en verdad
Por ver si encuentro gozo
En la horrible ociosidad
De este triste calabozo,
Mas por ver si fácil fuera,
Valiendo su intercesión.
Que entrase un libro cualquiera
En mi maldita prisión.
Siete meses ¡qué tortura!
Ha que estoy aquí encerrado,
Y además de la clausura,
Que estoy incomunicado.
Y así en mis penas amargas
Y en esta mi suerte cruel
No parecerán tan largas
Las semanas de Daniel.
Juzgue usted de mi delicia
Y mi contento profundo:
¡Sin tener una noticia
Sobre nada en este mundo!
Entré en el castillo cuando
Por no andar sobre sus pies
Iba Gambetta volando
Con el gobierno francés.
Napoleón estaba enfermo,
Y con valor y arrogancia
Pensando tomar Guillermo
La capital de la Francia.
Los oriundos de sajones
Habrán triunfado por fin,
Y ya no habrá más cuestiones
Sobre la orilla del Rhin.
Y si la Francia por cierto
Sucumbió en la sarracina.
Bien puede tocar a muerto
Toda la raza latina.
Que no le busque disculpa
Ni llore más sus quebrantos,
Pues ella tiene la culpa
Por andarse con los santos.
Que por no ver el mañana
Y tenderse a bien dormir,
Le han zurrado la pavana
Los hombres del porvenir.
Mas ¿qué extraño no saber
Lo que en este mundo pasa,
Si no he logrado tener
Ni noticias de mi casa?
El día que entré yo aquí
—¡Ojalá no hubiera entrado!—
Catorce Eneros cumplí
De haberme matrimoniado.
Y si al ver la suerte mía
Han resistido al dolor,
Hija y mujer todavía
Me quedan en Nueva York.
Pues, siendo padre y marido,
¡Usted imaginará
Qué alegre y qué divertido
Este prójimo estará!
Para colmo de la fiesta
No sé descansar tampoco.
Nunca he dormido la siesta
Y de noche duermo poco.
Y la suerte en su rigor
Con sus varias inconstancias
Hace que el sueño, señor,
Dependa de circunstancias.
Aquí envejezco infelice,
Según murmura la gente,
Pues todo el que pasa dice:
¡Qué viejo está Juan Clemente!
Y en tanta calamidad,
Como no me dan espejo.
No he sabido a la verdad
Si estoy mozo, o estoy viejo.
Bien que aquí con gran paciencia,
Como quien toma un bizcocho,
En Febrero, sin conciencia,
Me tragué los treinta y ocho.
Veinte y cuatro de Febrero,
Que es aquel célebre día
En que Francisco primero
Cayó rendido en Pavía.
Y el mismo en que a gobernar
La octava parte del mundo.
Nació el que vino a engendrar
A Don Felipe segundo.
Y en que derribó además
El trono de San Luis,
Veintitrés años atrás,
La república en París.
¡Esta vida es horrorosa.
Nunca ocurre nada nuevo,
Y siempre la misma cosa
De un relevo a otro relevo!
¡Don Juan Clemente Zenea!
Y apenas dicen Clemente,
Dejo que el cabo me vea
Y le contesto: ¡Presente!
Corriente, está bien, señor.
Dice luego el caporal.
y yo digo en mi interior :
Pues no está bien, que está mal.
Lo mucho que aquí he sufrido
No lo quiero referir,
Pues usted lo habrá sabido,
O lo puede presumir.
Baste saber que pedí
Un médico en un dolor,
Y dijeron que un mambí
No necesita doctor.
No me quejo con despecho
De tanta curiosidad
Que parece que me han hecho
Alguna celebridad.
No del jején ni el zancudo
Ni del flautista hablaré,
Que el tosco sobreagudo
Se mata buscando el re.
Del calor no saco cuenta.
Porque sé que en este mes
Farenheit nos marca ochenta.
Si no sube a ochenta y tres.
Originalmente publicado en La Habana Elegante, el 26 de agosto de 1894.
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