Juan Clemente Zenea
Después de Franklin asalta a la memoria el luisianés Audubon,
cuyo crédito como naturalista eminente es sin duda una recompensa justa a los
desvelos, a la paciencia heroica, a las excursiones, a los dibujos, a las clasificaciones,
a los elegantísimos cuadros con que se presenta a la posteridad aquel Buffon de
las florestas del Nuevo Mundo. Confiando en sus fuerzas propias, combatiendo contra
muchos obstáculos, se lanza a vagar desde los grandes lagos del Norte hasta las
silvestres soledades de los llanos occidentales, y nada se oculta a su mirada
penetrante; atraviesa el mar, siente por todas partes que le rodea una
atmósfera pura de estimación y alabanzas, vuelve a su país, exhibe en
Nueva-York los prodigios de su laboriosidad, hace imprimir magníficamente su
obra inmortal de los «Pájaros de América» y sus «Biografías ornitológicas», y
helo ya declarado por la fama como uno de los primeros maestros prácticos en la
historia natural, y subido a un alto puesto en la literatura por los brillantes
episodios personales que refiere en sus escritos, cuyo estilo, aunque a veces
demasiado difuso, no es nunca oscuro ni afectado y que aun cuando no encerrase
galas preciosas, bastaría a probar por lo menos que ejercía casi un dominio
perfecto sobre su idioma nativo. ¿Qué citaré de sus obras? Se han vulgarizado
en extremo y basta haberlas leído para no echar nunca en olvido unas
descripciones en que todos los animales parece que tienen vida y acción, en que
todas las plantas tienen color y perfume, en que están, en fin, descubiertos
los misterios de la ciencia en sus más difíciles aplicaciones.
"En otoño,
dice Audubon, embarcaos en el Missisipi, cuando huyen del Norte millares de
pájaros y buscan la proximidad del sol. Alzad los ojos siempre que alcancéis a
ver dos árboles más elevados que los demás y que estén uno en frente de otro:
allí está el águila posada sobre el extremo de uno de aquellos dos árboles: su
ojo brilla y tal parece que arde como una llama al contemplar atentamente toda
la extensión de las aguas: de vez en cuando mira al suelo; observa, escucha,
recoge y distingue todos los ruidos por ligeros que sean, y no se escapa a su
mirada ni el gamo que apenas mueve las hojas. En el árbol opuesto está de
centinela la hembra que arroja por intervalos un chillido con el cual parece
exhortar al macho a tener paciencia: a su vez responde este, ya batiendo las alas,
ya por medio de una inclinación de todo su cuerpo, ya también por cierto canto
cuyo grito estrepitoso y discordante semeja la risa de un maniático, y después
vuelve a ponerse de pie, pero tan inmóvil, tan silencioso que parece de mármol.
Los patos de todas clases, las gallinetas y las avutardas, huyen en multitud arrebatadas
por el curso de las aguas y como son una presa que desdeña el águila se
libertan de la muerte por este desprecio. Llega por fin a los oídos de los dos
salteadores un sonido que conduce el viento por encima de la corriente, y que
tiene el eco y el tono ronco de un instrumento de cobre: es el canto del cisne.
Con un llamamiento compuesto de dos notas da la hembra aviso al macho, el cual
siente que su cuerpo se estremece de cólera: peina su pluma con dos o tres
picotazos que son los preparativos para su expedición y se dispone a volar. Viene
el cisne como un bajel flotante por el aire, lleva extendido hacia adelante su
cuello de una blancura de nieve y sus ojos brillan de inquietud; apenas basta a
sostener la masa de su cuerpo el movimiento precipitado de sus dos alas y sus
patas desaparecen a la vista recogidas sobre la cola; la víctima se va
acercando lentamente; resuena un grito de guerra, se presenta el águila con la velocidad
de una estrella que corre o de un rayo que brilla: apenas distingue el cisne a
su verdugo cuando encoge el cuello, describe un semicírculo y se pone a
maniobrar en las agonías del miedo para procurar huir de la muerte; ya no le
queda más recurso que zambullirse en la corriente, pero el águila, conocedora
de la astucia obliga a su presa a mantenerse en el aire conservándose debajo
sin descanso y amenazando herirla en el vientre o en la parta inferior de las
alas. Esta profundidad de combinación que envidiaría el hombre al pájaro, no
deja jamás de conseguir su fin, pronto se fatiga el cisne, se debilita y pierde
las esperanzas de salvarse, pero temiendo todavía su enemigo que caiga en el
agua, hiere a su víctima con sus garras por debajo de las alas y la precipita oblicuamente
a la orilla del río. Tanto poder, tanta destreza, tanta actividad, tanta
astucia, consiguen siempre su conquista. No podríais ver sin horrorizaros el triunfo
del águila: baila sobre el cadáver, clava profundamente sus uñas de cobre en el
corazón del cisne moribundo, bate las alas, da un aullido de alegría, le
embriagan las postreras convulsiones del pájaro, levanta su calva cabeza hacia
los cielos, y sus ojos, ardiendo de orgullo, adquieren el color de la sangre:
la hembra no tarda en acompañarlo, vuelven ambos el cisne hacia arriba, le
atraviesan el pecho con su pico y se bañan en la sangre caliente todavía que
mana de sus heridas.»
¡Que
interesante es para el que gusta dar imparcialmente lo que a cada cual
corresponde, seguir día tras día y noche tras noche por las cordilleras, por
los bosques, por las márgenes de los ríos a aquel infatigable perseguidor así
de las águilas, como de las golondrinas, así del cisne que mora en la vecindad
del turbulento Missisipi, como del oso blanco que atraviesa las praderas del
Oeste! Generoso, bueno y sabio como Franklin, consagra sus bienes, su reposo y
sus largos días a la meditación, y entrega a las prensas de nuestra época unos trabajos
que no pueden verse sin admiración, que le valieron envidiables elogios y han
abierto en su país la senda a ulteriores descubrimientos en este ramo.
(Fragmento) "Sobre la literatura de los Estados Unidos", La América, Madrid, 27 de mayo de 1864, pp. 13-15.
No hay comentarios:
Publicar un comentario