L. Pictet
Lunes 3 de enero de 1870
Boca del Sarapiqui (Costa-Rica)
América Central
El 31 de diciembre y el día de año nuevo
fuimos pescar el manatí o vaca marina, enorme anfibio que pesa de cinco a seis
quíntales, y cuya carne es excelente. En el San Juan y el Sarapíquí es muy
difícil arponar el manatí por la rapidez de la corriente; pero algunas leguas
más allá de la confluencia de aquellos ríos, hay un arroyo que entra en el San
Juan y que forma antes de llegar una laguna. Allí fuimos a la pesca del manatí.
Éramos cuatro: tres indios Mosquitos, y yo;
tomamos el bote, tres arpones de cuerda larga y fuerte, nuestros fusiles,
hachas, machetes, provisiones y efectos para vivaquear durante dos o tres días,
porque no siempre se encuentra de seguida la caza. Salimos al amanecer del
viernes 31 de diciembre, bajo una lluvia espesa; remamos toda la mañana sin detenernos,
siempre con la lluvia; a mediodía nos detuvimos para comer y secarnos, y
durante este tiempo la lluvia tuvo la feliz idea de cesar.
Nos pusimos en marcha, cuando al poco andar
nos paramos de nuevo ante una tropa de monos: tuve la fortuna de matar a un
honrado padre de familia que llevaba a pasear a su chicuelo; ambos cayeron, el
padre agarrando siempre al chico. Este último salió sano y salvo, pues no
cuento una granalla que recibió en la cola; lo guardo para domesticarlo.
Por la noche llegamos en frente de la laguna;
dormimos en una isla del San Juan. El día siguiente, antes de aclarar, penetramos
escoleros en la laguna, armados de arpones, hachas y machetes. La laguna tenía
apenas treinta pies de ancho, y muchas veces tuvimos que detenernos a cortar
los troncos de árboles que obstruían el pasaje. Al fin, después de dos horas de
marcha, la laguna se ensanchó considerablemente; en lugar de correr como antes
en medio de una espesa selva, atraviesa un país magnífico, sembrado de boscajes;
a la orilla crece una palmera sin tronco, cuyas hojas, de veinte a treinta pies
de altura, se levantan gallardas del suelo y forman una inmensa copa de
verdura; la impresión que esta palmera produce es la de la admiración; sólo
crece en los lugares muy húmedos: la primera vez que la vi fue en los alrededores
de Greytown.
Había también vastos cañaverales, de donde se
elevaban acá y allá algunos arbustos cargados de enormes flores; innumerables pájaros
acuáticos de todos tamaños animaban el paisaje; permanecían casi imperturbables
a la vista de sus insólitos huéspedes; había muchas garzas, unas blancas e inmensas,
otras pequeñas con alas que parecían de oro.
Avanzábamos tan silenciosamente como era posible
para no asustar a los manatíes. Pasamos a tres varas de una media docena de
caimanes de formidable tamaño, que dormían a la orilla con la boca abierta; sus
dientes, deslumbrantes de blancura, producían un efecto agradable. Creo que
desde hace muchos años nadie se había aventurado por esta laguna: esto explica
la abundancia de animales salvajes en estas populosas soledades.
Impaciénteme de ver tantas cosas, excepto
aquello que buscábamos. Un Mosquito, de pie en la proa de la piragua, con un
arpón en la mano, inspeccionaba con su vista de lince todos los rincones de la
laguna. A una distancia a la cual el europeo dotado de los ojos más perspicaces
nada hubiera apercibido, el Mosquito señaló el manatí; nos dirigimos hacía
aquel lado en el mayor silencio, y al cabo de un minuto vi en el lugar indicado
por el Mosquito una ligera ondulación producida por la respiración del manatí.
Llegamos con tanto sigilo, que el animal no oyó nada, y el Mosquito pudo
clavarle el arpón en medio de la espalda. El animal no salió inmediatamente a
flor de agua, sino que emprendió una carrera desenfrenada en la laguna, arrastrándonos
en pos, porque el Mosquito no soltó la cuerda del arpón, felizmente muy larga.
Esta carrera duró algunos minutos; reuniendo todas nuestras fuerzas atrajimos
poco a poco el manatí, hasta que estuvo bastante cerca para clavarle los otros
dos arpones. Esta vez, asido por tres cuerdas, no tenía escapatoria; con la
cola sacudía furiosos golpes y hacia girar el bote como una pluma; dos
Mosquitos tenían las cuerdas con mucho trabajo; yo y el otro Mosquito nos
armamos de hachas para herir al animal cuando se lanzase contra el bote, lo
cual hizo dos veces, pero le valió dos hachazos que lo acabaron. Dio algunos
desesperados sacudimientos, y luego se dejó llevar sin resistencia. Escogimos
un sitio profundo y tratamos de colocar el monstruo en el bote, lográndolo al
cabo de veinte minutos de esfuerzo, gracias a todo un sistema de cuerdas y
palancas. Hecho esto, el bote se llenó de agua, y tuvimos que echarnos a la laguna
a toda prisa y vestidos, sin lo cual nosotros y el bote y el manatí habríamos
naufragado. Vaciamos el bote y volvimos a entrar. El manatí pesaba por lo menos
cinco quintales.
Contentos de nuestra pesca, tomamos, el camino
de San Juan. Soberbia escolta tuvimos hasta el río: una tropa de caimanes colosales,
seducidos por el manatí, y que seguían la piragua a veinte pasos de distancia. Si
no hubiésemos dejado los fusiles en la isla, habríamos muerto muchos. Estos
caimanes, sea cual fuere su tamaño, jamás atacan al hombre; pero sí nos
hubiéramos contentado con remolcar el manatí, habríamos tenido que librarles
batalla. Cuando una presa es demasiado para uno solo, se reúnen y atacan lodos
a la vez.
Todo
el día estuvo magnifico: ese país es el más hermoso que he visto en mi vida;
por desgracia hay mucha agua para que pueda ser habitable; en todo caso, allí
se puede formar en pocas horas un museo o jardín zoológico.
Los Mosquitos descuartizaron ayer el manatí,
el cual nos ha procurado una aventura final: un león indígena, atraído como los
caimanes por el olor de la carne fresca, llegó a pocos pasos de nuestra casa, y
fue traicionado por sus rugidos. Fue imposible herirlo; por lo demás, el único
mal que causó fue dar ataques de nervios a las gallinas, a los perros y a la criada
negra. Ahora puedo decir que la pesca del manatí es más seductora que
cualesquiera otras, sobre todo en compañía de gentes tan hábiles como los
Mosquitos.
El mejor consejo que puedo dar a un emigrante,
es el de aprender un oficio mecánico, pero no solo en teoría sino, y principalmente,
en la práctica; saber bien el español, y sí es posible el inglés. Con esto
puede establecerse sin temor y a su antojo en toda la América, donde todo lo
que es mecánico se paga bien. Conozco un pobre yankée que estaba en Greytown sin
un centavo; pero era hábil cerrajero, y gana ahora en la ciudad de San José de
Costa-Rica veinticinco pesetas por día, sin contar el alimento.
¡Y qué clima! Hallo que es el más sano del
mundo, aquí la temperatura se mantiene siempre a 20 centígrados.
El
éxito depende enteramente de las pretensiones y de la energía de los
emigrantes; en todo caso, no deben dejarse vencer por la nostalgia; que se persuadan
todos de que el oro no se recoge con palas sino en los cuentos de hadas; que no
se vengan a América sin conocer un oficio práctico, de preferencia los
mecánicos.
Estoy sumamente contento del país; y suceda lo
que quiera, estoy seguro de hacer algo en Costa-Rica; pero es menester
paciencia, virtud, que el tiempo mismo no enseña en lo general a los emigrantes.
Traducción
M.M.Peralta
La
Ilustración Española y Americana, 1870, año XV, núm. XXII. p. 371.
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