Poveda… Fue un poeta; es decir, un
sorprendido, como los niños, ante la novedad perenne de las cosas. Esto que a
usted y a mí no nos diría nada, a él se le antojaba portentoso, y le hacía
llorar tácitamente si era cosa de risa, reír con fina insolencia si era cosa
seria... ¡Insurrecta sensibilidad la de los poetas! —¡fecunda aptitud para el
múltiple pasmo!
En el tramo sonoro —demasiado sonoro ¡ay!—
que media entre el jardín sencillo de Martí y el sinuoso parterre moderno,
Poveda supo esquivar los alardes y ser lo uno y lo otro —sencillo y sutil a la
vez— sin merma de sinceridad. Sencillo porque no se fue a París, ni al mito,
ni a los lugares comunes sublimizados a buscar sus emociones: la Vida se las
dio hondamente auténticas. Sutil, porque tampoco nos trasladó a la
llana los mensajes cogidos en su antena; antes los tradujo a las formas léxicas
y musicales más aristocráticas. Le importó poco o nada que no le entendieran,
con lo cual puso también en evidencia la cifra del poeta genuino. Su poesía
era a veces griega; pero él sabía griego... (Hoy día, algunos quieren extremar
tanto la claridad en la sencillez que, si se lo permitiéramos, sería cosa de
volver al papelito de almanaque o al abanico.)
No es extraño que Poveda haya muerto joven.
Ni es injusto. Estaba corriendo el riesgo de convertirse exclusivamente en
abogado. Los dioses le salvaron de esa calamidad. Señal de que le querían y de
que es grave inmoralidad trocar por expedientes los poemas. Y luego, un hombre
que había vivido interiormente cuanto él vivió, por fuerza tuvo que ser viejo
antes que los demás hombres. Hacía tiempo que se había quedado silencioso en el
adusto recogimiento de la manigua. Ha muerto ahora, y pensamos en él con más
añoranza que dolor, como si en realidad se hubiera ido hace muchos años.
Pero su poesía es de la que queda.
“Homenaje a José M. Poveda. La muerte de Poveda”, Chic, no 127, marzo de 1926.
No hay comentarios:
Publicar un comentario