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miércoles, 16 de marzo de 2016

El espíritu cubano





  Carlos de Velasco*


 Deben ser todos los veteranos de la independencia, unidos en la paz como estuvieron en la guerra, los primeros en mantener y defender los principios inspiradores de la Revolución cubana, porque lucharon por ellos con las armas en la mano y están obligados a no desmentir su actitud de indomable rebeldía contra todo lo representativo del oprobioso régimen abolido en Cuba al cesar la dominación española; y sin embargo, no puede negarse que algunos han falseado el alcance de aquellos principios, desconociendo real o aparentemente su deber en relación con ellos. Y mientras varios probados patriotas, uno por ignorancia y otros por circunstanciales intereses, toleran hoy no pocas cosas que ayer condenaron como dañinas a la evolución político social cubana -cooperando así, indirectamente, a la tenaz labor retardatriz que llevan a cabo ciertos elementos no resignados a ver su influencia limitada y su codicia reducida a la obtención de ganancias compatibles con los intereses del pueblo a cuya costa se han enriquecido durante tantos años-, otros cubanos entendemos que es preciso indicar las graves consecuencias de tales hechos y poner de manifiesto la contradicción en que incurren quienes encendieron la guerra y lucharon por modificar de un modo radical los fundamentos de la sociedad cubana, establecida sobre las detestables bases de la esclavitud y la explotación, si niegan su apoyo a las reformas inspiradas en el programa revolucionario, si moral o materialmente lo dan a cuanto combatieron sin tregua, o si con palabras y actos proporcionan a los reaccionarios pretextos para señalarlos poco menos que como arrepentidos de haber realizado la gloriosa obra emancipadora de Cuba.

 Porque si unos pocos no saben o no pueden resistir a las constantes solicitaciones de tantos interesados en presentar como irrealizables los ideales de la Revolución cubana, y si a lo que hacen o dicen estos pocos quieren aquellos interesados atribuirle significación excepcional y propagarlo cual si fuera genuino sentir de todos los revolucionarios cubanos, es imprescindible contrarrestar el efecto deplorable de tales amañadas suplantaciones del espíritu nacional y decir cuán profundo es el quebranto que éste sufre y cuán grande es la necesidad de no olvidar en la paz los ideales acariciados por el cubano en la guerra.

 Es indudable que no todos los combatientes por la libertad de Cuba conocían el vasto alcance del empeño emancipador, porque los más de ellos -como en todas las revoluciones -procedieron movidos por el sentimiento y no la reflexión o la plena conciencia del deber; pero los directores sí lo sabían, y no lo ignoraban tampoco los principales jefes revolucionarios. Algunos de éstos, valientes y de gran influencia personal, caudillos admirados como Rabí, Cabreco, Díaz, Camacho y tantos otros, hombres de campo a quienes no puede pedirse más de lo mucho que hicieron, deben ser respetados siempre y no inducidos a tomar parte en ciertos actos a los cuales se les invita por el renombre de que gozan como libertadores, pero de cuya trascendencia no pueden juzgar cabalmente porque sólo son grandes corazones, figuras ilustres por sus hechos guerreros. El deber de sus hermanos de armas a quienes fue dado adquirir mayor cultura, es el de aconsejarles rectamente, el de impedir que sean puestos en franca pugna con los principios defendidos por unos y por otros, letrados e iletrados, en los campos de batalla.

 Y esto acaba de ocurrir el 24 de septiembre último en la villa oriental de El Cobre, donde unos cuantos veteranos de la independencia han realizado actos que serán muy respetables en el orden personal, pero que como tales veteranos no han debido llevar a cabo porque los ponen en abierta contradicción con el programa revolucionario. Pedir a la iglesia romana -cuyo sumo pontífice denigró públicamente a los insurrectos cubanos y bendijo y alentó a los soldados españoles- que declare patrona de Cuba a la denominada Virgen de la Caridad del Cobre, y pretender que el Congreso consagre a la nación cubana como devota de tal imagen, es cosa en sumo grado peregrina; pero mucho más si quienes así proceden invocan no sólo su calidad de veteranos de la independencia, sino que se arrogan la representación de todos sus conmilitones y la del país en general. Y sube de punto el asombro de cuantos no encontramos una explicación lógica a este hecho, si a las amplias informaciones de los periódicos se agrega la noticia, que tomo tal como apareció en uno de ellos, de que el General Presidente del Centro de Veteranos de Santiago de Cuba expresó ese mismo día, y con motivo del propio acto aparatosamente preparado, “que la instrucción elemental que el Gobierno da es incompleta, porque falta la enseñanza religiosa para la evolución de nuestra sociedad, y que como la mayoría del pueblo cubano es católica, debía enseñarse en catecismo en las escuelas primarias”!…

 ¿Qué significa esto? Altas consideraciones patrióticas impiden aceptar la idea de que tan insólita actitud pueda tener nexo alguno con la campaña de descrédito emprendida contra la escuela cubana por algunos periódicos apasionados, singularmente por el principal defensor en Cuba de los intereses de la iglesia contraria a la libertad y enemiga del poder civil en todas partes: la iglesia de Roma; pero, ¿saben esos pocos veteranos que tales actos les colocan ante el pueblo nuestro no sólo como ignorantes de que el Estado cubano no tiene religión oficial, ni puede imponer ninguna -aunque permite la profesión de todas-, sino también como ignorantes de cuanto defendieron con las armas y de cuanto combatieron con ellas? Defendieron a Cuba libre políticamente, y libre también de perjuicios, de dogmas religiosos, de esclavitudes, de obscurantismos; y combatieron todo eso, representado por España y la religión oficial de los españoles. No lucharon sólo contra la servidumbre política, sino contra la servidumbre espiritual y moral. Y olvidan que la iglesia romana, a la cual rinden pleito homenaje en el documento dirigido por ellos a Benedicto XV, se resuelve airada contra la ruptura del vínculo matrimonial; ruptura que la Revolución cubana declaró lícita por medio de la Ley de Matrimonio promulgada el 16 de septiembre de 1896, siendo Presidente Salvador Cisneros Betancourt. (2)

  Poca firmeza de convicciones parecen tener los que de tal modo proceden y van contra el espíritu cubano, liberal y enemigo de la retrogradación. Pero el espíritu cubano, el que se inspira en los ideales revolucionarios puros y anhela ver la República como la soñaron sus precursores y sus mártires, como la delineó el pensamiento luminoso y amplio de Martí, cada día tiene menos representantes entre los abnegados luchadores por la libertad de Cuba. Es triste y amarga esta verdad; pero el hecho es cierto y natural. La muerte va llevándose a muchos de ellos y escoge casi siempre a los que mejor encarnan ese espíritu; otros son hombres a quienes no puede pedirse que lo conozcan sino a medias, y otros -todavía quedan algunos- responden a él cuando en verdad juegan altos intereses patrios. Mientras estos hombres subsistan y haya quienes aprendan de ellos, no se extinguirá el espíritu cubano; mas donde surge potente, vivo, inmaculado aún y transmitido por lecturas y enseñanzas patrióticas, es en una gran parte de la juventud. Procuro ahora ser intérprete de ella, tal como cada uno de los que a esa juventud pertenecemos cree serlo cuando habla o escribe sobre asuntos nacionales. 
 

  
 Hasta donde nos ha sido dable penetrarlo, pero seguramente más que tantos heroicos hombres como defendieron con rifles y machetes los mismos ideales que sostenemos con la palabra y con la pluma, nosotros conocemos el alcance de la obra revolucionaria. La hemos estudiado en su génesis, en su desarrollo y en su imperfecto planteamiento; la hemos conocido por los libros, por las proclamas, por las cartas, por todos los diversos documentos públicos y privados en que dejaron su corazón y su cerebro los cerebros-alma de la Revolución libertadora, sus grandes figuras inmortales; la respetamos en esas grandes figuras y en las respetables que por fortuna sobreviven; la amamos con todo el fuego de nuestros pechos juveniles y la defendemos y defenderemos con todo el ardor de quienes saben que va en ello la salud, la vida de la patria. Afirmamos, pues, nuestra plena identificación con la ingente obra revolucionaria.

  Y en nombre de esa obra, en nombre de la patria, urge declarar y hacer oír en toda la nación que el espíritu cubano, tal como la juventud lo concibe y desea verlo fortalecido e inquebrantable, es atacado con rudeza y sin rebozo por los sempiternos enemigos de la causa de nuestras libertades. Toda manifestación de soberanía les repugna; toda medida encaminada a favorecer al pueblo y a disminuir, por consiguiente, los monopolios y privilegios de quienes viven esquilmándolo, encuentra obstáculos o es recibida con engañosas muestras de aceptación (tal acaba de ocurrir con la moneda nacional, pues so pretexto de cooperar a difundirla más rápidamente, el comercio y muchas industrias han acordado adelantar dos meses el plazo concedido por el Gobierno para retirar las monedas española y francesa de circulación, sabiendo, como saben los representantes de esas entidades comerciales e industriales, que hasta diciembre no habrá moneda fraccionaria cubana bastante para evitar entorpecimientos en las transacciones); cuanta reforma se intenta implantar -y todas han de ser necesariamente dirigidas a substituir por otras modernas y liberales las viejas e inadecuadas leyes impuestas a la colonia esclava- tropieza con la oposición de elementos reaccionarios o bien hallados con el estancamiento en que tradicionalmente han vivido; las disposiciones relativas a la higiene pública con acogidas siempre con hostilidad por ellos; contra los tratados postales alegan que el consumidor nacional adquirirá directamente en el extranjero, con menos costo, ciertos artículos que aquí los comerciantes venden a altos precios, perjudicándoseles al disminuir la demanda y las utilidades; tratan de ridiculizar a los funcionarios que encauzan la hacienda pública y que justificadamente rechazan la concertación de cierto incalificable “modus vivendi”; algunos niéganse a admitir a jóvenes cubanos como dependientes, exigiéndoles declaración de ser españoles; y no hay figura nuestra, de alto valor intelectual e historia revolucionaria especialmente, que a diario no sea zaherida por los periódicos representantes de intereses contrapuestos a los nacionales.

 Y el espíritu cubano está adormecido. Aisladas voces interrumpen de cuando en cuando el silencio de aparente muerte moral que nos envuelve; sacuden esas voces a los sensibles y hacen vibrar de un extremo a otro del país los corazones nuevos o los viejos encariñados con el ideal; pero no hay un gran movimiento de opinión que haga callar a quienes tan torpemente pagan la generosa conducta del cubano que les da la hospitalidad y oportunidades de enriquecerse, otorgando a veces la alternativa política y social a entes que ni siquiera soñaron con ella en tiempos de la dominación española; no hay una repulsa unánime, una condenación general. Cierto es que poco a poco la medida de la paciencia de los pueblos se colma, y esperamos que la nuestra se colme también; pero, mientras tanto, arrecian en su campaña antinacional los adversarios y sus periódicos causan en la patria y en el exterior el efecto de que Cuba es una nacionalidad imposible de consolidar, un pueblo llamado a desaparecer.

 A estas manifestaciones anticubanas, contrarias a la obra que hemos de consolidar, no son extraños a veces algunos escritores nacidos en Cuba. Hay quienes representan al pueblo cubano en los distintos cuerpos deliberantes de la República, y al propio tiempo aparecen dirigiendo periódicos donde a diario se estampan conceptos humillantes para ese mismo pueblo. Ciertos periodistas, al referirse a las clases comerciales, escriben siempre esta frase mortificante: “los que trabajan”; como si el cubano fuese vago, vividor del trabajo ajeno; cual si únicamente laborasen y produjesen en Cuba los extranjeros, y todos los nacionales nos concretáramos a gravitar sobre las fortunas de aquéllos, de tantos como las han amasado con sangre y lágrimas de cubanos.

 No se nos trata con respeto, y tenemos el derecho de exigirlo. De nuestras instituciones se habla con sorna, con menosprecio a veces; de compatriotas que protestan contra todo síntoma de agresión al pasado, como el prócer que hoy ocupa la Vicepresidencia de la República y es orgullo de la patria y honra del pensamiento americano -uno de los pocos en quien vive todavía el espíritu de la Revolución cubana-, pretende siempre hacer burla el periódico que representa en Cuba, con su director, la tendencia tradicional y tenazmente opuesta a la obra de los libertadores.

 Ese propio diario se ha atrevido a afirmar no hace mucho, el 4 de septiembre, en un editorial titulado El fracaso de la escuela pública, que el desastre de la nuestra es de tal magnitud que llega a la enorme cifra de seiscientos mil el número de niños carecientes de instrucción en la República. Para comprender la perversa intención de dañar a esos centros cubanos, basta advertir la imposibilidad de que tal cosa ocurra en un país como el nuestro, donde sólo hay poco más de 2.500,000 habitantes; pero con evidente mala fe tergiversó ese periódico los datos oficiales expresivos del cálculo aproximado de analfabetos en Cuba, con tal de argumentar falsamente contra quienes abogamos por la reglamentación de la enseñanza privada que no coopera con la pública en la labor de educar patrióticamente a la juventud cubana, a la juventud que será en lo futuro depositaria y defensora de los ideales revolucionarios, como nosotros estamos hoy a punto de serlo y lo seremos mientras tengamos aliento

 “Mientras la pluma esté en nuestras manos, nadie fuera de nosotros escribirá nuestra historia” -ha dicho recientemente uno de los jóvenes cubanos de más claro talento y más intenso patriotismo, José Antonio Ramos, en un estudio digno de la atención de todos nuestros compatriotas; pero también lo está en manos que la desfiguran, que la tuercen y presentan a su antojo, porque son manifiestamente hostiles al espíritu nacional. Y en tanto esas plumas no sean substituidas por las de quienes desean ver a Cuba como la queremos cuantos aspiramos a alcanzar el mismo ideal; en tanto cada uno de nosotros no se decida a hacer siempre la parte que le corresponde en la obra común, sin dar paz a la mano ni descanso a la mente, contribuyendo por todos los medios a encauzar la opinión pública y al mejor estudio de los problemas nacionales -que únicamente los cubanos tenemos el derecho de analizar y el deber de resolver-; en tanto no establezcamos de una vez, con energía serena y firme, la subordinación necesaria entre los distintos componentes de la nacionalidad y sepamos hacernos respetar debidamente, adquiriendo el pleno dominio de lo que fue nuestro y poco a poco vamos reconquistando, no habrá cesado por completo la pugna entre los intereses creados y los supremos de la patria, es decir, la sorda lucha entre el alma vivaz de la colonia y el alma rebelde de la república.

 Ya lo dijeron Martí y Máximo Gómez en el célebre Manifiesto que ambos inmortales firmaron en Montecristi el 25 de marzo de 1895: “Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará.” Es el camino único para llegar al fin, y quienes lo señalan no pueden tener para nosotros más altos títulos. Sigámoslo, pues, exigiendo la consideración que merecemos. Y al exigirla, no olvidemos tampoco aquellas mal interpretadas palabras del egregio caído en Dos Ríos: “La República con todos y para el bien de todos”; porque ha de ser con todos y para todos los que la amen, la sirvan y la respeten, no para los que la odien, la estorben y la menosprecien.

 Nadie, por abyecto que sea, deja de tener un átomo de estimación propia: es la dignidad natural del ser humano. ¿Cómo no ha de tener el pueblo viril donde nacieron un Agramonte, un Céspedes, un Maceo, dignidad suficiente para hacerse respetar? Y no por la violencia, sino por la justicia; no por el temor, sino por la saludable entereza. Insensato fuera pretender otra cosa y grave responsabilidad contraería quien intentara iniciar sistemática persecución contra los que viven al amparo de nuestra bandera, de nuestras leyes y de nuestras instituciones.


 Cuba Contemporánea, Año 4, no 1, enero de 1916, pp. 5-14.  


 * (Nota de Cuba Contemporánea): Este trabajo fue leído por su autor en el Consejo Nacional de Veteranos de la Independencia de Cuba, en La Habana, el 10 de octubre de 1915, con motivo de la celebración del 47 aniversario de la Guerra de los Diez Años. Forma parte del libro Aspectos Nacionales, recién publicado, acerca del cual ha escrito en El Fígaro el ilustre Dr. Enrique José Varona, Vicepresidente de la República, las siguientes expresivas líneas tituladas Toque de llamada:

  “Si el libro que acaba de publicar el señor Carlos de Velasco fuese sólo una colección de estudios en que, a vueltas con las ideas propias de su discreto autor, se saborease su estilo meduloso y se admirase la limpidez de su expresión, me hubiera limitado a leerlo con placer, y no se me hubiese ocurrido tomar la pluma para recomendarlo. Quizás ciertas consideraciones de orden personal me hubieran inducido al silencio.

 Pero la obra Aspectos Nacionales es mucho más que un libro ben pensado y bien escrito. Porque resulta esforzada labor cívica, que pide la atención de los ciudadanos conscientes, y merece la atención y el comentario.

 La vida social, como la individual, pero en escala mucho mayor y con mucha mayor complejidad, va presentando incesantes transformaciones. Cada período trae nuevos problemas, o complica, o desfigura y retoca los viejos. Todo lo que heredamos, querámoslo o no, lo modificamos. Nada es inmutable, nada persiste. Pensar que la ardua labor de nuestros ilustres predecesores nos emancipa del trabajo inacabable de ir adaptando lo que nos legaron a las necesidades presentes, es quimera que halaga a los inexpertos y a los perezosos, pero de que están libres los vigilantes y esforzados. A este número pertenece el Sr. Velasco.

 Tipo relevante de la nueva generación que ya está en la liza, sabe todo lo que debe al pasado, y sin olvidarlo y porque no lo olvida, estudia con ahínco nuestros problemas de la hora actual, señala sin vacilar los peligros que envuelven y propone sus remedios. No es un iluso, ni un impaciente. No posee ninguna vara de virtudes que le abra de un solo golpe las peñas más duras, para que corran las ocultas aguas cristalinas. Sabe que es fuerza repetir una y otra vez lo que se quiere grabar en la conciencia indiferente o adormecida del pueblo. No desconoce la tremenda fuerza de inercia que ponen siempre los residuos de lo anterior a los ímpetus generosos de saneamiento y reforma.

 Puede asegurarse que no hay en Cuba al presente una sola cuestión de interés público que no sea tratada en este libro, con plena franqueza y sano patriotismo. Desde luego, el autor propone sus puntos de vista y presenta sus soluciones. Dicho se está que se pueden ver dentro de otro ángulo los puntos que estudia y se puede resolverlos de otra manera. Pero cabe tener la seguridad, y esto es lo que más me cautiva en su obra y lo que más la recomienda, de que el señor Velasco presenta todos sus datos y expone sin ambages su pensamiento.

  En medio de la confusión que reina en torno nuestro, provocada por intereses, uno legítimos y otros bastardos, pero que no aciertan a ver más allá del pequeño horizonte del día, el autor de estos vibrantes capítulos mira con entereza mucho más lejos, y señala los riesgos que debemos evitar si queremos, como debemos, realizar nuestra plena vida nacional.

 Hay un punto capital, en que conviene insistir cada vez que se trata de los asuntos públicos cubanos. Tenemos problemas comunes a los que ofrece la vida social en todos los países de nuestro grupo de civilización, pero, como cada pueblo, los tenemos propios, privativos nuestros, nacidos de los antecedentes históricos merced a los cuales somos lo que somos. Hay, por ejemplo, en el mundo la cuestión religiosa; pero tiene Cuba su cuestión religiosa, con caracteres propios, que demandan estudios y soluciones propias. No somos el único pueblo donde coexisten y aspiran a las ventajas de la vida colectiva razas humanas diversas; pero entre nosotros por los componentes, por la proporción, por los servicios sociales que cada uno ha prestado y las consecuencias que éstos han tenido en su cohesión y elementos de socialización y cultura, el modo de ser tratado el importante fenómeno tiene que diferir del que se aplicaría con provecho en otros lugares.

 El libro en que me ocupo hace ver que su autor se da clara cuenta de esa necesidad primordial. Y, entre todos los que posee, este mérito lo realza, lo distingue y lo hace digno de ocupar un lugar prominente en nuestra admiración.”   

 (2) Véase el libro Documentos Históricos, publicado oficialmente por la Secretaría de Gobernación en 1912 (Habana, Imp. de  Rambla y Bouza), págs. 55-62


 * Carlos de Velasco Pérez: Escritor y periodista. Nació en Santa Clara en 1884. A los 16 años se trasladó a La Habana donde funda la revista El Estudiante, del Instituto de Segunda Enseñanza.  Colaboró en La Discusión, El Fígaro, Gráfico, Social, Cuba y América, etc. Fundó y dirigió durante varios años la revista Cuba Contemporánea. Entre sus obras se destacan Aspectos Nacionales (1915), José Sixto de Sola: Ensayo biográfico-crítico (1917) y Martí: esbozo biográfico (1920). Tradujo Cartas familiares y billetes de París, de Eça de Queiroz.  Usó los seudónimos Óscar de Salcovel y Villoslas. Falleció en París en 1923.  

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