José Lezama
Lima
Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba
desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la
plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y
unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de
Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio
colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes
abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así
logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar
en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El
secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias
orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al
ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para
permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de
exotismos.
La primera idea de fundar El secuestro del
tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey
Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había
tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con
fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la
religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y
gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear
nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los
jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para
entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las
frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea
perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva
no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando
y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba
con detenimiento las mejores cabezas.
Habían acudido los trescientos treinta y tres
jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el
centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes
se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con
silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e
imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes había faltado,
únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos
contemporáneos. Aun en el San Mauricio del Greco, lo que se muestra es patente:
se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la
muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad;
ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle
al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos
cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el
fuego.
Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían
visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenían para
los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos
acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos
falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El
arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni
falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya
que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el
préstamo. Querían apoderarse del Rey, para que el hijo del Jefe, que tenía unas
narices leoninas de leproso, utilizadas, desde luego, como un atributo más de
su temeridad, fuese instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su
querida un estío en las arenas de Long Beach.
La
policía vigilaba copiosamente a la banda de chinos y falsificadores. Pero
sufrirían un error esencial que a la postre volaría en innumerables errores de
detalles. De esos errores derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de
toda causalidad y la suplantación de un Rey. Era el día escogido por los
estoicos de Galópanes para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que
habían surgido los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al
ver los pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras
descargas de la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera
silenciosamente, prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que
se mezclaban para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros
sanguinolentos que se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y
las risas con que estos respondían. Al continuar las detonaciones, las
carcajadas se frenetizaron.
El
capitán que dirigía el pelotón tuvo una intuición desmedida. La situación
siguiente a la muerte de su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerámica
de Delft, y ya antes de morir serenamente arruinado, con quien había vivido
desde los cinco años; al ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa
plaza de capitán de gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares
a quien había conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro
futuro capitán de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de
húsares, mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero
franciscano. Este fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas
mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y terminada,
como siempre, por una apoplejía fulminante.
El
comandante cuando se embriagaba abría su Bagdad de lugares comunes. Uno de los
que recordaba el actual capitán de gendarmes era: que una carga de húsares
era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos. Más tarde, al
recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en
relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase
que él creía sibilina al brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña
seguida por la ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante
estudiante de filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación,
pues él quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del
Japón, le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su
oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.
La
plaza pública ofrecía diagonalmente la presencia del museo y de una bodega de
vinos siracusanos. El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así,
mientras lentamente iban cesando las detonaciones mandaba contingentes
bifurcados. Unos traían del museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros
traían borgoña espumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocando en
cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había
trazado el plan donde estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días
antes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había
hecho traer de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar
etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto,
alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aún del festival, pero
regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes que
creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales
reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al
observar cómo abrevando los estoicos, entraban en la Moira. Los estoicos, con
dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la vida y el
vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.
El
Rey vigilaba a los conspiradores que no eran conspiradores, pero desconocía a
los estoicos de Galópanes. Creía, como al principio creyó el capitán, que la
salida era la de los conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente
contempló el primer choque de los gendarmes con los estoicos, pero al observar
posteriormente cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía
conspiradores, las ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y
desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel
donde él creía encontrar fidelidad.
Ante
esa llamada y su noticia, la tropa salió como el cohete sucesivo que permitiría
a Endimión besar la Luna. Pero entre la llamada y la salida a escape habían
sucedido cosas que son de recordación. En ese cuartel, en la manipulación de
los nítricos, trabajaba un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La
blancura comunicada, cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo del laboratorismo
suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte; asistía furtivamente a
las reuniones de los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendía a ratos
aquellos diálogos la preparación de la muerte, y sabía la noche en que los
estoicos caerían sobre la plaza pública. El día anterior se introdujo
valerosamente en el almacén del cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de
precisión, debilitando en tal forma el fulminante que el plomo caía a pocos
pies del tirador, formándose tan sólo el halo detonante de una descarga
temeraria.
Al
llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplar a los gendarmes y a los
supuestos conspiradores, alzando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato
disparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en
las ánforas, pero la tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia
les impedía contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola
miserable. Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en
el pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una
vaci-lación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores
preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso
parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo
Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente para
que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.
El
Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de la ventana contemplaba la muerte
refinada activísima y las detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuando
llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a
llamar a los otros cuarteles, anunciándoles paz tendida y muy blanca.
El
grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba
sus parabrisas y vigilaba todo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar
el Jefe por la estación del capitán de gendarmes notó una ausencia terrible;
más tarde, al no encontrar resistencia por parte de la tropa del cuartel,
pensaron que todos esos guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para
preparar una defensa real.
Al
pasar por la plaza pensaron en el regreso de las tropas fronterizas en abierta
pugna con aspirantes consanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil
apoderarse del Rey, pero extremadamente peligroso abrir las ventanas del Rey
puesto, frente a esa plaza, donde no se sabía cuándo sería el último muerto, y
con quién en definitiva se abrazaría.
La
jornada de los conspiradores falsarios era como un largo brazo que va
adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a
la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las narices leoninas de leproso,
se adelantaron, finos, capciosos, con sus dedos como un instrumental probándose
en la yugular regicida.
Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y
despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las
aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas
quieren traer hasta la arena.
Tomado de José Lezama Lima. Cuentos. Editorial Letras
Cubanas: La Habana, 1987, pp. 40-49.
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