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miércoles, 16 de diciembre de 2015

Una fotografía






 Lorenzo García Vega

 10.

 Pero, ¿si no hay casa de la infancia, qué es lo que queda del pasado? ¿Quién yo era?
 Una fotografía, queda una fotografía. Detrás de mí está el Paradero de Jagüey, detrás de mí está el Liceo de Jagüey. Debe de ser por la mañana, y debo de tener cuatro o cinco años.
 Soy, en la fotografía, un niño serio. Tengo un sombrero de guano, estoy vestido con un overol, estoy chupando un biberón (es increíble, a mis años), y llevo en la mano una maletica de cartón.
 ¿Qué queda de ese retrato? Todo se ha perdido. Todo se ha perdido, y todo conscientemente lo voy perdiendo.
 ¡No quiero ver ese retrato! A veces no quiero ver nada de mi pasado. A veces no quiero ver ese retrato. No quiero.
 ¿Quién era yo?
 Todo se ha perdido.
 Quedan fragmentos, ruidos. Los fragmentos y ruidos que quedaron dentro de la casa, cuando se cerró la puerta en 1936.
 No quiero ver ese retrato, ni quiero ver ningún retrato, pero como quisiera saber cómo fue la cabeza de oro de mi infancia, me acerco a esa fotografía, a ver qué pasa.
 Soy, en la fotografía, un niño serio.
 A veces, cuando creo que me acerco a los ruidos de esa casa cerrada de mi infancia, me entra el miedo. Es un miedo oscuro, como el miedo que se le tiene a los fantasmas.
 Tenía en la fotografía unos grandes ojos, unos alucinados ojos. Era un niño, pero tenía, en la fotografía, unos ojos alucinados. El Liceo, el Paradero, detrás. La maletica, un sombrero de guano. ¿Tendría cuatro años?
 A veces me da miedo, cuando pienso en aquel que fui, en aquel que ha muerto, y está dentro de la casa cerrada.
 Como un alma en pena.
 No me gustan las fotografías. No tengo ganas de ver las fotografías del pasado. Pero cuando me acerco, como ahora me acerco, a esa fotografía donde estoy con la maletica, y el sombrero de guano, algo me fija a la alucinación que tenían mis ojos.
 Esa alucinación de mis ojos tiene que haber estado en aquella partida de Jagüey de la que mis padres hablaban. Fue en mi prehistoria, parece que yo estaba muy enfermo. Fue en mi prehistoria y yo siempre he creído que tuvo que ser por la mañana. Mis padres me sacaron de Jagüey en uno de esos autos que había que darle cranque con un manubrio. Me sacaron para La Habana, porque estaba muy enfermo.
 Mis padres, dijeron luego, llegaron a creer que yo no regresaría al pueblo. Mis padres, también, decían que yo estaba parado junto a la ventanilla, como viéndolo todo.
 Viéndolo todo, con los ojos alucinados de esta fotografía que ahora miro. Tiene que haber sido con esos ojos, siempre lo pienso
Es que yo fui un niño heroico. Ya he hablado de eso. Saludé a las multitudes en un mediodía del pueblo.
 También fui un niño lleno de miedo. Ya he dicho de aquellas noches Melanie Klein donde supe, con la orina, lo que era el terror.
 El heroísmo y el terror. La apertura y el retraimiento. Mis alternativas.
 Y quisiera saber lo que fue esa infancia que se quedó encerrada cuando se cerró una puerta.
 Pero una fotografía, la fotografía con los ojos alucinados que ahora miro, tampoco, desgraciadamente, me puede dar ninguna respuesta. La fotografía, mi fotografía (¿mi fotografía?), tampoco me sirve. ¡Hay que ver!
Pero estuvieron mis padres. ¿Mis padres podrían aclarar...? Hay otra fotografía.
 La fotografía de un día de jira al campo cercano a Jagüey. Hay un cobertizo y ellos están sentados en unos taburetes.
 Mi padre, vestido con saco, corbata, y sombrero de pajilla (¿pero ¿a quién se le ocurre estar, en pleno campo raso, con ese atuendo?), tiene una mirada... ¿una mirada cómo?, una mirada lejana, escéptica, o como de quien averigua sin intentar averiguar del todo (Es una mirada, me temo, que quizá, también, yo algunas veces tengo).
 Mi padre tiene unos treinta y pico largos. Es una figura demasiado madura, demasiado seria, para estar al lado de esa jovencita con trenzas que es mi madre (mi madre en la trenza tiene un prendedor chiquito, como una mariposita).
 Mi madre mira con una sonrisa oculta, con una sonrisa como de medio lado. Una sonrisa oculta como todas sus cosas, que mi madre sacaba después, a solas, para mirarlas a su gusto, cuando nadie la veía.
 Mi madre, con su sonrisa y sus cosas para sacar luego; parecía que todo eso lo tenía guardado en el cofre que sus lecturas de Amado Nervo le habían fabricado.
 Pero ¿cómo he dicho que mis padres me podrían aclarar?
 ¿Cómo una fotografía me podría aclarar?
 Esa fotografía también me asusta.
 Parece que me asustan todas las fotografías del pasado.
 Me asustan, no puedo verlas bien. Me asustan, ¿no sé cómo verlas? Ni aun cerrando esta casa del presente, en la Playa Albina, para quedarme a oscuras y ver, a través de las sombras, el pasado, puedo eliminar el miedo que me dan las fotografías.
 No puedo. Me asustan.
 Estoy con las sombras de la casa del presente, tal como recomienda el Krishnaji, tratando de mirar desde mis setenta años al pasado, pero con la fotografías no puedo.
 Me asusta verme con la maletica de cartón, en esa fotografía donde está, como telón de fondo, el Paradero y el Liceo de Jagüey.
 Me asusta, sobre todo, la fotografía de mis padres, esa pareja tan desigual.
 Recuerdo. Hace muchos años leí un magnífico cuento de un narrador norteamericano donde el personaje, sentado en la luneta de un cinematógrafo veía, en la película, cómo sus padres se iban enamorando. El personaje, a medida que iba viendo como sus padres se iban comprometiendo más y más, más y más se iba excitando. Hasta que llega un momento, en el cuento, cuando en la película el Papá le propone matrimonio a la Mamá, que el personaje, levantándose de su luneta, a gritos empieza a pedirle a sus padres que no lo hagan, que no se comprometan.
 Gritando, pues, creo recordar que tienen que sacar al personaje del cine. Y ahí, me parece, se terminaba el cuento.
 Pues bien, yo ahora, metido en la casa en sombras y recordando el cuento, también me pongo (uno hace cosas increíbles cuando nadie lo ve), casi a gritos, a pedirle al fotógrafo que no haga la foto. ¡Es increíble! ¿Qué pensaría el Krishnaji de esta irracional conducta, desde este presente albino hacia el pasado?
 ¡No, no!, puedo gritar ante la fotografía, como gritaba frente a la película el personaje del cuento.
 ¡No, no!, yo me rebelo frente a esa foto.
 Pude ser un niño heroico. En la época cuando los Notarios otorgaban la inmortalidad, yo saludé a las multitudes, desde la azotea de mi casa, en Jagüey Grande.
 Fui heroico, y mi cabeza de oro, en Jagüey, fue una cabeza feliz, pero como ya, desde ese entonces, estaba en estado latente (y en espera de volver a irrumpir) ese infierno húmedo de mis noches con orina Melanie Klein, no he podido nunca dejar de sentir que esa fotografía, la fotografía de mis padres, nunca se debería de haber hecho.
 Una fotografía que no debió de existir. Una fotografía que me da miedo.
 En la foto, esa mirada, casi tristona, de mi padre, no es para sentirse seguro. Mi padre, pese a su gran figura, no me pudo apoyar. Siempre que pienso en él aparece, como telón de fondo, el espectáculo de sus sudores, de su sangre (las hemorragias de la enfermedad que lo llevó a la muerte). Por lo que me sospecho que él pesa, en mi inconsciente, como lo fuerte que, en el fondo, está tocado por la debilidad.
 Hay un tren (me alucina lo que digo) en que voy con mi padre a la caída de la tarde. Veo que la noche se aproxima, veo que las luces se encienden en ese tren. Es un recuerdo como del inconsciente, es un recuerdo que no es recuerdo. ¿Tendría yo tres, cuatro años? Hay un momento en que el tren como que gira, o como que entrara en otra dimensión. Me padre saca una almohadita y se duerme. La cosa me parece tan enorme que no la puedo asimilar.
 Y mi padre, en la fotografía, puede ya tener, sentado en el taburete, esa figura señorial que más tarde, en 1936, tuvo en su escaño de la Cámara de Representantes, pero mi padre también, desde esa fotografía, tiene esa mirada como de despego (¿de tristeza?), que lo hacía aparecer como quien estaba bastante lejos.
 Una mirada, entonces, como para no dar seguridad ninguna. 
 Una mirada que también tenía, la última vez que lo vi.
 Era en 1939, y como mi colegio de los jesuitas estaba en vacaciones de Semana Santa, yo me iba para Jagüey.
 Me fui a despedir de mi padre. Él estaba en una Clínica, convaleciente de una peligrosa enfermedad de la que parecía haber salido bien. Él estaba sentado en un sillón, en un portalito, con su habitación de enfermo como fondo.
 Me despedí. Atravesé un patio. Entonces algo me dijo: "Míralo, porque no lo vas a ver más".
 Me viré. Lo vi por última vez. Y él también me estaba mirando, pero con la mirada de aquella fotografía que una vez se había hecho con mi madre.
 La fotografía como para detenerla a gritos, tal como quiso hacer con la película el personaje del cuento norteamericano.
 Y mi madre en aquella fotografía. Mi madre con sonrisa, y mirada, como de joven lectora del folletín romántico.
 Mi amigo Manuel Díaz Martínez, diez años menos viejo que yo, o sea, nacido en el cabalístico año 1936, también tiene una fotografía de su madre.
 Una fotografía, por eso él dice:"...el retrato en que apareces con mi padre/, sonriente y tímida, joven como la esperanza/, decidida a encontrarme en el fondo de tu amor". Pero, con melancolía no puedo dejar de leer esos versos, pues sé que de ellos me separa una gran distancia. Y es que yo quisiera, a gritos, pedirle al fotógrafo que no hiciera la fotografía.
 ¿Mis padres, qué podrían aclarar? Grito ante ese retrato. Esa foto no debió de existir.
 Mi padre demasiado lejano. Una mirada que puede ser la mía. Mi padre no podía darme seguridad.
 Y mi madre, con su trenza, y su como escondida sonrisa de lectora de Amado Nervo, no podía ser como la madre cantada por el amigo Manuel Díaz Martínez.
 No podía serlo.
 Mi madre no podía ser la joven como la esperanza, y donde uno pudiera encontrarse en el fondo de su amor.
 No, eso no podía ser así.
 Mi madre procedía de un mundo bastante tenebroso (origenista, como yo era cuando escribí mis Espirales, no supe escribir sobre esto). Procedía de ese sórdido mundo campesino con miedo a los bandoleros, miedo a las tempestades y..., sobre todo, miedo a esa gran figura del Cuje (el Cuje, ese delirante símbolo de mis Espirales, también hecho pedazos), o sea, al Gran Padre Macho campesino, figura siempre al borde del incesto (aunque en este caso, el borde no traspasó a la persecución de las sobrinas).
 Mi madre en esa foto. La foto que me da miedo.
 Al salir de Casimbalta, la finca donde había nacido, y llegar a Jagüey, mi madre, por mucho tiempo, no se atrevía a atravesar la línea del tren.
 Ella, y tampoco sus hermanas, por mucho tiempo se atrevieron a cruzar la línea.
 Una línea que dividía al pequeño pueblo de Jagüey Grande en dos partes. Una cosa absurda. Pero por mucho tiempo, mi madre y sus hermanas, al llegar hasta la línea, no se atrevían a cruzarla.
 Pero ¿qué fue eso? ¿Por qué mi madre, y sus hermanas, se detenían ante esa idiotez? Pudiera, con mis lecturas psicoanalíticas, intelectualizar la cosa y dar una respuesta. Pero, en verdad, yo no tengo respuesta. Yo no sé lo que pasó. Yo no sé nada. Por eso me da miedo la foto.
 No sé. Hay muchas cosas que no sé.
 No puedo entender ni las bromas, o lo que fuera, de mi madre.
 Por ejemplo, se cuenta que en mi prehistoria yo le decía a mi padre Papá, y a mi madre la llamaba por su nombre. Se cuenta que mi padre se reía de esto, y que mi madre se molestaba de que yo no la llamara Mamá.
 Pues bien, un día (día que debe estar registrado entre las más sombrías páginas de los Anales de mi Inconsciente) en que yo, el niño prehistórico, solo con mi madre, alegremente hablaba de Papá, oí aterrado o avergonzado (o ambas cosas a la vez), que mi madre me gritaba que cuando llamara a mi padre no lo llamara con el nombre de Papá.
 A Papá no se le puede llamar Papá, dictaminó Mamá con sus trenzas fotográficas, con su imposibilidad de cruzar la línea de tren, o con su sonrisa de lectora de Amado Nervo.
 Y, por supuesto, como yo era un jodido niño edipiano, que ya en mis primeros tres meses había tenido las terroríficas meadas Melanie Klein, yo no pude ya más nunca llamar a mi padre no sólo como Papá, sino tampoco como Lorenzo (tal como él se llamaba), ni como nada.
 Sólo le pude decir , cuando estaba frente a mí, y cuando no estaba frente a mí (y esto, aun con mis setenta años me sigue sucediendo), sólo podía designarlo como El (o sea, tal como se designa al Dios de Kierkegaard)
 No sé. Hay muchas cosas que no sé. Pero lo tremendo de esto es que, si volviera a reencarnar, no quisiera otra madre que la que tuve.
 Ella, con su ternura del folletín Amado Nervo, me hizo un fanático de ese heroísmo que consiste en tener un oficio de perder.
 Ella tuvo cosas inolvidables, como pasarme a mano en una libreta los poemas del Trilce de Vallejo, o como asegurarme de que lo único que valía la pena era ser un poeta.
 Ella, aunque no era la joven llena de esperanzas de Díaz Martínez, tenía como una mariposita de prendedor, en su trenza.
 Pero mi madre no pudo tocarme. Cuando me tocaba lo hacía ligeramente, con la punta del dedo (aunque no sé por qué me extraño de esto, pues yo también, toda mi vida, me la he pasado tocando, ligeramente, y con la punta del dedo).
 Pero termino ya este 10. Pues como se ve, mis padres tampoco pueden aclarar lo que fue la cabeza de oro de mi infancia. Es lamentable.


 De El oficio del perder. 

 Tomado de Cacharro(s), expediente, no 3, 2003. 

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