Lorenzo García Vega
10.
Pero, ¿si no hay casa de la
infancia, qué es lo que queda del pasado? ¿Quién yo era?
Una fotografía, queda una
fotografía. Detrás de mí está el Paradero de Jagüey, detrás de mí está el Liceo
de Jagüey. Debe de ser por la mañana, y debo de tener cuatro o cinco años.
Soy, en la fotografía, un niño
serio. Tengo un sombrero de guano, estoy vestido con un overol, estoy chupando
un biberón (es increíble, a mis años), y llevo en la mano una maletica de
cartón.
¿Qué queda de ese retrato? Todo se
ha perdido. Todo se ha perdido, y todo conscientemente lo voy perdiendo.
¡No quiero ver ese retrato! A veces
no quiero ver nada de mi pasado. A veces no quiero ver ese retrato. No quiero.
¿Quién era yo?
Todo se ha perdido.
Quedan fragmentos, ruidos. Los
fragmentos y ruidos que quedaron dentro de la casa, cuando se cerró la puerta
en 1936.
No quiero ver ese retrato, ni
quiero ver ningún retrato, pero como quisiera saber cómo fue la cabeza de oro
de mi infancia, me acerco a esa fotografía, a ver qué pasa.
Soy, en la fotografía, un niño
serio.
A veces, cuando creo que me acerco
a los ruidos de esa casa cerrada de mi infancia, me entra el miedo. Es un miedo
oscuro, como el miedo que se le tiene a los fantasmas.
Tenía en la fotografía unos grandes
ojos, unos alucinados ojos. Era un niño, pero tenía, en la fotografía, unos
ojos alucinados. El Liceo, el Paradero, detrás. La maletica, un sombrero de
guano. ¿Tendría cuatro años?
A veces me da miedo, cuando pienso
en aquel que fui, en aquel que ha muerto, y está dentro de la casa cerrada.
Como un alma en pena.
No me gustan las fotografías. No
tengo ganas de ver las fotografías del pasado. Pero cuando me acerco, como
ahora me acerco, a esa fotografía donde estoy con la maletica, y el sombrero de
guano, algo me fija a la alucinación que tenían mis ojos.
Esa alucinación de mis ojos tiene
que haber estado en aquella partida de Jagüey de la que mis padres hablaban.
Fue en mi prehistoria, parece que yo estaba muy enfermo. Fue en mi prehistoria
y yo siempre he creído que tuvo que ser por la mañana. Mis padres me sacaron de
Jagüey en uno de esos autos que había que darle cranque con un manubrio. Me sacaron para La Habana, porque estaba
muy enfermo.
Mis padres, dijeron luego, llegaron
a creer que yo no regresaría al pueblo. Mis padres, también, decían que yo
estaba parado junto a la ventanilla, como viéndolo todo.
Viéndolo todo, con los ojos
alucinados de esta fotografía que ahora miro. Tiene que haber sido con esos
ojos, siempre lo pienso
Es que yo fui un niño heroico. Ya
he hablado de eso. Saludé a las multitudes en un mediodía del pueblo.
También fui un niño lleno de miedo.
Ya he dicho de aquellas noches Melanie Klein donde supe, con la orina, lo que
era el terror.
El heroísmo y el terror. La
apertura y el retraimiento. Mis alternativas.
Y quisiera saber lo que fue esa
infancia que se quedó encerrada cuando se cerró una puerta.
Pero una fotografía, la fotografía
con los ojos alucinados que ahora miro, tampoco, desgraciadamente, me puede dar
ninguna respuesta. La fotografía, mi fotografía (¿mi fotografía?), tampoco me
sirve. ¡Hay que ver!
Pero estuvieron mis padres. ¿Mis
padres podrían aclarar...? Hay otra fotografía.
La fotografía de un día de jira al campo cercano a Jagüey. Hay un
cobertizo y ellos están sentados en unos taburetes.
Mi padre, vestido con saco,
corbata, y sombrero de pajilla (¿pero ¿a quién se le ocurre estar, en pleno
campo raso, con ese atuendo?), tiene una mirada... ¿una mirada cómo?, una
mirada lejana, escéptica, o como de quien averigua sin intentar averiguar del
todo (Es una mirada, me temo, que quizá, también, yo algunas veces tengo).
Mi padre tiene unos treinta y pico
largos. Es una figura demasiado madura, demasiado seria, para estar al lado de
esa jovencita con trenzas que es mi madre (mi madre en la trenza tiene un
prendedor chiquito, como una mariposita).
Mi madre mira con una sonrisa
oculta, con una sonrisa como de medio lado. Una sonrisa oculta como todas sus
cosas, que mi madre sacaba después, a solas, para mirarlas a su gusto, cuando
nadie la veía.
Mi madre, con su sonrisa y sus
cosas para sacar luego; parecía que todo eso lo tenía guardado en el cofre que
sus lecturas de Amado Nervo le habían fabricado.
Pero ¿cómo he dicho que mis padres
me podrían aclarar?
¿Cómo una fotografía me podría
aclarar?
Esa fotografía también me asusta.
Parece que me asustan todas las
fotografías del pasado.
Me asustan, no puedo verlas bien.
Me asustan, ¿no sé cómo verlas? Ni aun cerrando esta casa del presente, en la
Playa Albina, para quedarme a oscuras y ver, a través de las sombras, el
pasado, puedo eliminar el miedo que me dan las fotografías.
No puedo. Me asustan.
Estoy con las sombras de la casa
del presente, tal como recomienda el Krishnaji, tratando de mirar desde mis
setenta años al pasado, pero con la fotografías no puedo.
Me asusta verme con la maletica de
cartón, en esa fotografía donde está, como telón de fondo, el Paradero y el
Liceo de Jagüey.
Me asusta, sobre todo, la
fotografía de mis padres, esa pareja tan desigual.
Recuerdo. Hace muchos años leí un
magnífico cuento de un narrador norteamericano donde el personaje, sentado en
la luneta de un cinematógrafo veía, en la película, cómo sus padres se iban
enamorando. El personaje, a medida que iba viendo como sus padres se iban
comprometiendo más y más, más y más se iba excitando. Hasta que llega un
momento, en el cuento, cuando en la película el Papá le propone matrimonio a la
Mamá, que el personaje, levantándose de su luneta, a gritos empieza a pedirle a
sus padres que no lo hagan, que no se comprometan.
Gritando, pues, creo recordar que
tienen que sacar al personaje del cine. Y ahí, me parece, se terminaba el
cuento.
Pues bien, yo ahora, metido en la
casa en sombras y recordando el cuento, también me pongo (uno hace cosas
increíbles cuando nadie lo ve), casi a gritos, a pedirle al fotógrafo que no
haga la foto. ¡Es increíble! ¿Qué pensaría el Krishnaji de esta irracional
conducta, desde este presente albino hacia el pasado?
¡No, no!, puedo gritar ante la
fotografía, como gritaba frente a la película el personaje del cuento.
¡No, no!, yo me rebelo frente a esa
foto.
Pude ser un niño heroico. En la
época cuando los Notarios otorgaban la inmortalidad, yo saludé a las
multitudes, desde la azotea de mi casa, en Jagüey Grande.
Fui heroico, y mi cabeza de oro, en
Jagüey, fue una cabeza feliz, pero como ya, desde ese entonces, estaba en
estado latente (y en espera de volver a irrumpir) ese infierno húmedo de mis
noches con orina Melanie Klein, no he podido nunca dejar de sentir que esa
fotografía, la fotografía de mis padres, nunca se debería de haber hecho.
Una fotografía que no debió de
existir. Una fotografía que me da miedo.
En la foto, esa mirada, casi
tristona, de mi padre, no es para sentirse seguro. Mi padre, pese a su gran
figura, no me pudo apoyar. Siempre que pienso en él aparece, como telón de
fondo, el espectáculo de sus sudores, de su sangre (las hemorragias de la
enfermedad que lo llevó a la muerte). Por lo que me sospecho que él pesa, en mi
inconsciente, como lo fuerte que, en el fondo, está tocado por la debilidad.
Hay un tren (me alucina lo que
digo) en que voy con mi padre a la caída de la tarde. Veo que la noche se
aproxima, veo que las luces se encienden en ese tren. Es un recuerdo como del
inconsciente, es un recuerdo que no es recuerdo. ¿Tendría yo tres, cuatro años?
Hay un momento en que el tren como que gira, o como que entrara en otra
dimensión. Me padre saca una almohadita y se duerme. La cosa me parece tan
enorme que no la puedo asimilar.
Y mi padre, en la fotografía, puede
ya tener, sentado en el taburete, esa figura señorial que más tarde, en 1936,
tuvo en su escaño de la Cámara de Representantes, pero mi padre también, desde
esa fotografía, tiene esa mirada como de despego (¿de tristeza?), que lo hacía
aparecer como quien estaba bastante lejos.
Una mirada, entonces, como para no
dar seguridad ninguna.
Una mirada que también tenía, la
última vez que lo vi.
Era en 1939, y como mi colegio de
los jesuitas estaba en vacaciones de Semana Santa, yo me iba para Jagüey.
Me fui a despedir de mi padre. Él
estaba en una Clínica, convaleciente de una peligrosa enfermedad de la que
parecía haber salido bien. Él estaba sentado en un sillón, en un portalito, con
su habitación de enfermo como fondo.
Me despedí. Atravesé un patio.
Entonces algo me dijo: "Míralo, porque no lo vas a ver más".
Me viré. Lo vi por última vez. Y él
también me estaba mirando, pero con la mirada de aquella fotografía que una vez
se había hecho con mi madre.
La fotografía como para detenerla a
gritos, tal como quiso hacer con la película el personaje del cuento
norteamericano.
Y mi madre en aquella fotografía.
Mi madre con sonrisa, y mirada, como de joven lectora del folletín romántico.
Mi amigo Manuel Díaz Martínez, diez
años menos viejo que yo, o sea, nacido en el cabalístico año 1936, también
tiene una fotografía de su madre.
Una fotografía, por eso él
dice:"...el retrato en que apareces con mi padre/, sonriente y tímida,
joven como la esperanza/, decidida a encontrarme en el fondo de tu amor".
Pero, con melancolía no puedo dejar de leer esos versos, pues sé que de ellos
me separa una gran distancia. Y es que yo quisiera, a gritos, pedirle al
fotógrafo que no hiciera la fotografía.
¿Mis padres, qué podrían aclarar?
Grito ante ese retrato. Esa foto no debió de existir.
Mi padre demasiado lejano. Una
mirada que puede ser la mía. Mi padre no podía darme seguridad.
Y mi madre, con su trenza, y su
como escondida sonrisa de lectora de Amado Nervo, no podía ser como la madre
cantada por el amigo Manuel Díaz Martínez.
No podía serlo.
Mi madre no podía ser la joven como
la esperanza, y donde uno pudiera encontrarse en el fondo de su amor.
No, eso no podía ser así.
Mi madre procedía de un mundo
bastante tenebroso (origenista, como yo era cuando escribí mis Espirales, no
supe escribir sobre esto). Procedía de ese sórdido mundo campesino con miedo a
los bandoleros, miedo a las tempestades y..., sobre todo, miedo a esa gran
figura del Cuje (el Cuje, ese delirante símbolo de mis Espirales, también hecho
pedazos), o sea, al Gran Padre Macho campesino, figura siempre al borde del
incesto (aunque en este caso, el borde no traspasó a la persecución de las
sobrinas).
Mi madre en esa foto. La foto que
me da miedo.
Al salir de Casimbalta, la finca
donde había nacido, y llegar a Jagüey, mi madre, por mucho tiempo, no se
atrevía a atravesar la línea del tren.
Ella, y tampoco sus hermanas, por
mucho tiempo se atrevieron a cruzar la línea.
Una línea que dividía al pequeño
pueblo de Jagüey Grande en dos partes. Una cosa absurda. Pero por mucho tiempo,
mi madre y sus hermanas, al llegar hasta la línea, no se atrevían a cruzarla.
Pero ¿qué fue eso? ¿Por qué mi
madre, y sus hermanas, se detenían ante esa idiotez? Pudiera, con mis lecturas
psicoanalíticas, intelectualizar la cosa y dar una respuesta. Pero, en verdad,
yo no tengo respuesta. Yo no sé lo que pasó. Yo no sé nada. Por eso me da miedo
la foto.
No sé. Hay muchas cosas que no sé.
No puedo entender ni las bromas, o
lo que fuera, de mi madre.
Por ejemplo, se cuenta que en mi
prehistoria yo le decía a mi padre Papá,
y a mi madre la llamaba por su nombre. Se cuenta que mi padre se reía de esto,
y que mi madre se molestaba de que yo no la llamara Mamá.
Pues bien, un día (día que debe
estar registrado entre las más sombrías páginas de los Anales de mi
Inconsciente) en que yo, el niño prehistórico, solo con mi madre, alegremente
hablaba de Papá, oí aterrado o
avergonzado (o ambas cosas a la vez), que mi madre me gritaba que cuando
llamara a mi padre no lo llamara con el nombre de Papá.
A Papá no se le puede llamar Papá,
dictaminó Mamá con sus trenzas
fotográficas, con su imposibilidad de cruzar la línea de tren, o con su sonrisa
de lectora de Amado Nervo.
Y, por supuesto, como yo era un
jodido niño edipiano, que ya en mis primeros tres meses había tenido las
terroríficas meadas Melanie Klein, yo no pude ya más nunca llamar a mi padre no
sólo como Papá, sino tampoco como
Lorenzo (tal como él se llamaba), ni como nada.
Sólo le pude decir Tú, cuando estaba frente a mí, y cuando
no estaba frente a mí (y esto, aun con mis setenta años me sigue sucediendo),
sólo podía designarlo como El (o sea,
tal como se designa al Dios de Kierkegaard)
No sé. Hay muchas cosas que no sé.
Pero lo tremendo de esto es que, si volviera a reencarnar, no quisiera otra
madre que la que tuve.
Ella, con su ternura del folletín
Amado Nervo, me hizo un fanático de ese heroísmo que consiste en tener un
oficio de perder.
Ella tuvo cosas inolvidables, como
pasarme a mano en una libreta los poemas del Trilce de Vallejo, o como
asegurarme de que lo único que valía la pena era ser un poeta.
Ella, aunque no era la joven llena
de esperanzas de Díaz Martínez, tenía como una mariposita de prendedor, en su
trenza.
Pero mi madre no pudo tocarme.
Cuando me tocaba lo hacía ligeramente, con la punta del dedo (aunque no sé por
qué me extraño de esto, pues yo también, toda mi vida, me la he pasado tocando,
ligeramente, y con la punta del dedo).
Pero termino ya este 10. Pues como
se ve, mis padres tampoco pueden aclarar lo que fue la cabeza de oro de mi
infancia. Es lamentable.
De El oficio del perder.
Tomado de Cacharro(s), expediente, no 3, 2003.
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