Pedro Marqués de Armas
En 1973, Juan Marinello publicó en la Revista
de la Biblioteca Nacional, un documentado artículo titulado “La correspondencia cubana de León Tolstoi”.
Dejaré aquí uno de los fragmentos más inspirados de ese texto, aquel donde el intelectual comunista prescribe a los narradores de Latinoamérica la receta Tolstoi, como antídoto, según expresa, contra la “notoriedad pasajera afincada en la gentil cacería de las maneras recientes de París y New York.”
Ya Alejo Carpentier, en un ensayo publicado en Moscú en 1960, “Vigencia de Tolstoi en América Latina”, pero que no se editó en Cuba, increíblemente, hasta un cuarto de siglo después, apelaba al mismo recurso, presentando a Guerra y Paz como arquetipo de novela épica y la que, a su juicio, requería “nuestra revolución, con sus múltiples argumentos que deben desarrollarse, simultáneamente, en los planos de la resistencia urbana, de la lucha armada en la montaña, de la prisión y del destierro”.
Cierto que Marinello se gastaba en su texto adjetivos más conspicuos y ajustados a la preceptiva del realismo socialista, pero las tesis son similares.
Desde los años treinta, ambos tuvieron a Tolstoi por precursor de la literatura de la revolución rusa, y luego de la estalinista, algunas de cuyas obras reseñaron o mencionan: la novela "proletaria" Acero del Norte y El tren blindado 14-69, ambas de Ivanov; Los tejones de Leonov, sobre la caza de campesinos anticomunistas; y Tashkent..., de Reinov, entre otras.
Con la fundación en 1960 de la Imprenta Nacional, “destinada a ofrecer al pueblo las lecturas más recomendables”, tocó colocar a Guerra y Paz en la lista de prioridades, como abanderada de la literatura soviética que en breve comenzaría a publicarse.
En la presentación del clásico de Tolstoi Carpentier fustigaría a uno de los escritores que con mayor pasión leyó de adolescente, y sin duda uno de los que más le influiría: Anatole France. Señalaba que ya nadie leía La rebelión de los ángeles, tachándola de poco sustancial y anacrónica.
En Tolstoi ve al precursor del montaje como estética radical, y a la vez, al inspirador de ese post-montaje estalinista que convertiría a la realidad misma, también literatura mediante, en coreografía y pedagogía totales: esa dialéctica de usos y expropiaciones que, décadas más tarde, Boris Groys no haría más que constatar.
Adscribiéndose, pues, a la tesis partidista de "apoderarse del legado de los clásicos" y acomodarlo, no como un elemento más, sino como valor indispensable en la construcción de la nueva sociedad, el Carpentier de 1960 -que escribe su artículo a petición de la revista Literatura extranjera de Moscú- deja ahora al margen, aunque sea un momento, a los cronistas de Indias y la picaresca española, etc., para apelar exclusivamente al bien abonado territorio de la herencia cultural (en este caso comunista).
Si en Flaubert la unidad de acción acusa un prurito casi aristotélico, en el “más o menos contemporáneo” Tolstoi es posible resolver, nos dice, toda una diversidad de planos y ofrecer, por tanto, una “visión general por medio del detalle”. Flaubert no llega a tanto, deja dicho, pues, además de no mostrar a Napoleón del modo que lo hace Tolstoi -es decir, en primer plano-, no aborda a plenitud "la diplomacia europea", no resultando, en consecuencia, suficientemente simultáneo.
Simplificaba así, en extremo, no solo al novelista, sino de paso al “Flaubert político” que tan admirablemente estudiara Edmund Wilson (1948).
Para el autor de El siglo de las luces era una rareza que, a pesar de las semejanzas históricas entre Rusia y América Latina, todavía no se hubiera escrito la novela épica del Continente.
La fórmula que propone es la revolución cubana, modelo propicio para esa narrativa, con su hombre capaz de representar a todos los hombres y, tal como Platón Karataiev, bajar de la "Sierra Maestra” fusil al hombro y cantando como un jilguero.
No hay dudas del temprano oportunismo de Carpentier, aunque ello no lo exime de otras lecturas fallidas, incluso entre las menos ideológicas. Pero aquí se comporta a la altura de Marinello, falso amante de la ópera rusa, bastardo de la música, según él mismo apuntara, malevolente, en alguna página de su recién rescatado Diario (1951-1957).
En fin, un “ejercicio ciclópeo" de acuerdo con el cual el arte debería no solo ser reflejo de la realidad, sino su construcción misma, al modo estalinista. En efecto, un mecanismo encantado, a la vez que ingenieril, que jamás tentaría el azar, el silencio o la idiotez.
He aquí el fragmento anunciado:
"El caso de Tolstoi debe ser lección primordial para los narradores latinoamericanos. Su permanencia, su vigencia, debe decirles hasta donde es la novela, la gran novela que pide nuestro día, testimonio profundo y demorado, anotación apasionada y veraz de los objetos primordiales de una época. Alguna vez hemos dicho que la novela es la mejor historia, y tal decir se afirma ante el friso desmesurado en que desfilan las criaturas de Tolstoi. Lo oteo, el juego gracioso de la palabra y el concurso de hallazgos a la moda es, a fin de cuentas, regodeo de maliciados, siembra efímero y cosecha perecedera.
Tiempo alguno es idéntico a otro, aunque venga de él. El nuestro es grande de toda grandeza, y la mucha magnitud exige el ejercicio ciclópleo. El escritor de nuestras patrias americanas debe medir con toda claridad los términos de su coyuntura: o se decide por una notoriedad pasajera, afincada en la gentil cacería de las maneras recientes de París y New York, o va directamente, encarnizadamente, heroicamente, a meter su maestría en las conmociones colecticas e individuales que está engendrando nuestra segunda guerra de independencia. No tiene sentido, no tendría sentido, que quien puede lo más se satisfaga con lo menos.
Sólo los creadores egregios pueden alimentar su negación superadora. Su conocimiento es un encuentro radioso; debe ser también una despedida leal. Al reunirnos para meditar sobre la correspondencia cubana de León Tolstoi, sobre la realidad que estos viejos papeles reflejan, debemos reiterar nuestra devoción de artistas al hombre oceánico y clamante que nos dejó la imagen de su pueblo como un costado palpitante de revolucionarios, apuntando hacia un arte leal y libre, hijo de los jugos más espesos del contorno, de un contorno de entrañada cercanía, pero porción ansiosa de la esperanza humana. Tal arte -realidad y espejo a un tiempo-, en que la invención descubre e impulsa el además libertador, sería digno de León Tolstoi, de su revelación y de su angustia. Y digno también de la lucha de nuestros pueblos, dispuestos a encontrar, en su victoria cercana, la libertad plena y definitiva de los hombres.”
Dejaré aquí uno de los fragmentos más inspirados de ese texto, aquel donde el intelectual comunista prescribe a los narradores de Latinoamérica la receta Tolstoi, como antídoto, según expresa, contra la “notoriedad pasajera afincada en la gentil cacería de las maneras recientes de París y New York.”
Ya Alejo Carpentier, en un ensayo publicado en Moscú en 1960, “Vigencia de Tolstoi en América Latina”, pero que no se editó en Cuba, increíblemente, hasta un cuarto de siglo después, apelaba al mismo recurso, presentando a Guerra y Paz como arquetipo de novela épica y la que, a su juicio, requería “nuestra revolución, con sus múltiples argumentos que deben desarrollarse, simultáneamente, en los planos de la resistencia urbana, de la lucha armada en la montaña, de la prisión y del destierro”.
Cierto que Marinello se gastaba en su texto adjetivos más conspicuos y ajustados a la preceptiva del realismo socialista, pero las tesis son similares.
Desde los años treinta, ambos tuvieron a Tolstoi por precursor de la literatura de la revolución rusa, y luego de la estalinista, algunas de cuyas obras reseñaron o mencionan: la novela "proletaria" Acero del Norte y El tren blindado 14-69, ambas de Ivanov; Los tejones de Leonov, sobre la caza de campesinos anticomunistas; y Tashkent..., de Reinov, entre otras.
Con la fundación en 1960 de la Imprenta Nacional, “destinada a ofrecer al pueblo las lecturas más recomendables”, tocó colocar a Guerra y Paz en la lista de prioridades, como abanderada de la literatura soviética que en breve comenzaría a publicarse.
En la presentación del clásico de Tolstoi Carpentier fustigaría a uno de los escritores que con mayor pasión leyó de adolescente, y sin duda uno de los que más le influiría: Anatole France. Señalaba que ya nadie leía La rebelión de los ángeles, tachándola de poco sustancial y anacrónica.
En Tolstoi ve al precursor del montaje como estética radical, y a la vez, al inspirador de ese post-montaje estalinista que convertiría a la realidad misma, también literatura mediante, en coreografía y pedagogía totales: esa dialéctica de usos y expropiaciones que, décadas más tarde, Boris Groys no haría más que constatar.
Adscribiéndose, pues, a la tesis partidista de "apoderarse del legado de los clásicos" y acomodarlo, no como un elemento más, sino como valor indispensable en la construcción de la nueva sociedad, el Carpentier de 1960 -que escribe su artículo a petición de la revista Literatura extranjera de Moscú- deja ahora al margen, aunque sea un momento, a los cronistas de Indias y la picaresca española, etc., para apelar exclusivamente al bien abonado territorio de la herencia cultural (en este caso comunista).
Si en Flaubert la unidad de acción acusa un prurito casi aristotélico, en el “más o menos contemporáneo” Tolstoi es posible resolver, nos dice, toda una diversidad de planos y ofrecer, por tanto, una “visión general por medio del detalle”. Flaubert no llega a tanto, deja dicho, pues, además de no mostrar a Napoleón del modo que lo hace Tolstoi -es decir, en primer plano-, no aborda a plenitud "la diplomacia europea", no resultando, en consecuencia, suficientemente simultáneo.
Simplificaba así, en extremo, no solo al novelista, sino de paso al “Flaubert político” que tan admirablemente estudiara Edmund Wilson (1948).
Para el autor de El siglo de las luces era una rareza que, a pesar de las semejanzas históricas entre Rusia y América Latina, todavía no se hubiera escrito la novela épica del Continente.
La fórmula que propone es la revolución cubana, modelo propicio para esa narrativa, con su hombre capaz de representar a todos los hombres y, tal como Platón Karataiev, bajar de la "Sierra Maestra” fusil al hombro y cantando como un jilguero.
No hay dudas del temprano oportunismo de Carpentier, aunque ello no lo exime de otras lecturas fallidas, incluso entre las menos ideológicas. Pero aquí se comporta a la altura de Marinello, falso amante de la ópera rusa, bastardo de la música, según él mismo apuntara, malevolente, en alguna página de su recién rescatado Diario (1951-1957).
En fin, un “ejercicio ciclópeo" de acuerdo con el cual el arte debería no solo ser reflejo de la realidad, sino su construcción misma, al modo estalinista. En efecto, un mecanismo encantado, a la vez que ingenieril, que jamás tentaría el azar, el silencio o la idiotez.
He aquí el fragmento anunciado:
"El caso de Tolstoi debe ser lección primordial para los narradores latinoamericanos. Su permanencia, su vigencia, debe decirles hasta donde es la novela, la gran novela que pide nuestro día, testimonio profundo y demorado, anotación apasionada y veraz de los objetos primordiales de una época. Alguna vez hemos dicho que la novela es la mejor historia, y tal decir se afirma ante el friso desmesurado en que desfilan las criaturas de Tolstoi. Lo oteo, el juego gracioso de la palabra y el concurso de hallazgos a la moda es, a fin de cuentas, regodeo de maliciados, siembra efímero y cosecha perecedera.
Tiempo alguno es idéntico a otro, aunque venga de él. El nuestro es grande de toda grandeza, y la mucha magnitud exige el ejercicio ciclópleo. El escritor de nuestras patrias americanas debe medir con toda claridad los términos de su coyuntura: o se decide por una notoriedad pasajera, afincada en la gentil cacería de las maneras recientes de París y New York, o va directamente, encarnizadamente, heroicamente, a meter su maestría en las conmociones colecticas e individuales que está engendrando nuestra segunda guerra de independencia. No tiene sentido, no tendría sentido, que quien puede lo más se satisfaga con lo menos.
Sólo los creadores egregios pueden alimentar su negación superadora. Su conocimiento es un encuentro radioso; debe ser también una despedida leal. Al reunirnos para meditar sobre la correspondencia cubana de León Tolstoi, sobre la realidad que estos viejos papeles reflejan, debemos reiterar nuestra devoción de artistas al hombre oceánico y clamante que nos dejó la imagen de su pueblo como un costado palpitante de revolucionarios, apuntando hacia un arte leal y libre, hijo de los jugos más espesos del contorno, de un contorno de entrañada cercanía, pero porción ansiosa de la esperanza humana. Tal arte -realidad y espejo a un tiempo-, en que la invención descubre e impulsa el además libertador, sería digno de León Tolstoi, de su revelación y de su angustia. Y digno también de la lucha de nuestros pueblos, dispuestos a encontrar, en su victoria cercana, la libertad plena y definitiva de los hombres.”
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Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, Año 64, no 1, Enero-Abril 1973, pp. 5-26.
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